viernes, enero 20, 2006

Mozart



Es momento de dedicarle un post a Mozart. No pretendo aquí decir nada nuevo que otros especialistas y musicólogos hayan dicho antes que yo. Mi pretensión es la de compartir con ustedes, mis cero lectores, mi experiencia como melómano y esperar que esa experiencia los lleve a adentrarse en la música de este gran artista, que para mí es el más grande genio que haya dado la humanidad. Por supuesto, en última instancia, lo que menos interesa es mi propia experiencia, eso es irrelevante, sino que cada uno viva la suya propia, adentrándose en la obra de Mozart. Eso es lo que verdaderamente importa.

Cernuda escribió un poema en el que hablaba de Mozart, y allí decía que Mozart era la música misma. No puede haber mejor definición. Mozart es la música, porque la música es Mozart. Es decir, la música en estado puro, en estado de belleza inalcanzable, inconmensurable. Ya había dicho previamente que para muchos la música clásica es considerada una música aburrida, o una música para viejitos, la que escucha el papá de la novia, el jefe de la oficina o alguien más bien aburrido y soso. Recientemente se nos ha vendido la estúpida idea de que la música clásica es para relajarse, y que si los niños escuchan a Mozart crecerán más sanos. Todo ello no es sino una estupidez mayúscula, y su única finalidad es vender productos espurios, darnos gato por liebre. Lo mismo podemos decir de discos como los de los Tres terrores, o todos esos grupos como Bond, Vanesa Mae y madres por el estilo. No sé de nadie que después de oír uno de estos discos malacas haya ido a comprarse las Cuatro estaciones de Vivaldi, o una ópera de Puccini o Verdi. Y lo digo literalmente: nadie. Ningún cabrón.

Estas estratagemas pretenden acercar a la gente a la música clásica de una forma supuestamente novedosa y atractiva, pero lo que hacen es lo contrario. Como cuando en la secundaria o en la prepa le dejan a uno leer Navidad en las montañas de Altamirano, lo que sucede es que probablemente uno ya no quiera seguir leyendo nada. Para acercarse a la gran música, a la música de Mozart, sólo hay un forma. Es escucharla, sin ambages, sin mediaciones espurias (arreglos para jazz, o rock, o lo que sea).

Por supuesto, de Mozart uno sabe algo, ha escuchado por ahí algún fragmento como el Kyrie (para los ignorantes, que los hay, el primer movimiento) del Requiem, el Molto allegro de la Sinfonía 40, algún pasaje de la Pequeña serenata nocturna, y así por el estilo. Es decir, no es un desconocido total. Pero, ¿cuántos de quienes han oído distraídamente esos pasajes, y quizá hasta tengan algún disco perdido en su fonoteca, han escuchado en verdad a Mozart, más allá de las anécdotas? Muy pocos, seguramente. Yo tengo dos obras que me marcaron en mi experiencia con Mozart. La primera, fue el Quinteto para clarinete, una pequeña obra maestra de precisión e intimidad musical. La segunda, fue Don Giovanni. No es que Mozart no me afectara cuando lo escuchaba, y lo escucho, pero Don Giovanni representó una verdadera conmoción. Es imposible describir aquí lo que me transmitió y cómo me sacudió, en una forma en que ninguna otra obra lo había hecho antes. Es algo que se tiene que vivir. Pero hay una forma de acercarse a esa experiencia, aunque sea de una forma un tanto espuria, derivativa y limitada.

Decía en un post previo que al escuchar de nuevo un aria de Le nozze di Figaro la melodía no me abandonó. Para quien no conozca ni la ópera ni el aria, hay una forma de acercarse a ella, y es a través del cine. En aquella película de Frank Darabont, Shawshank Redemption, que en México rebautizaron como Sueño de fuga, se le escucha, cuando el personaje de Tim Robbins la pone y hace que todos puedan escucharla a través de los altoparlantes de la prisión. No es casual que Darabont elija, justamente, esa aria, pues se trata de un aria sobre los espacios y la libertad, en un sitio donde no hay, justamente, eso, espacio y libertad. La reacción de todos los presos es, cinematográficamente hablando, la correcta para quien escucha tal aria: un absoluto arrobamiento ante algo tan exquisita y sublimemente hermoso.

Eso es justamente lo que Mozart nos transmite en su música: una experiencia de lo sublime, de lo exquisito. Sea de esa extraordinaria experiencia que es la libertad, como en “Sull’aria”, o del terror más absoluto en el acto final de Don Giovanni, “Giá la mensa è preparata”. Nadie ha manejaddo las emociones humanas con la habilidad y sabiduría de Mozart, y es inevitable sentir que se le salen a uno las lágrimas al escuchar la multicitada aria. Es algo que Mozart hace una y otra vez, en sus conciertos, por ejemplo: en los segundos movimientos de obras como el Concierto para piano # 23, el Concierto para violín # 3, la gran Sinfonía concertante, el Concierto para clarinete, etcétera. Nadie ha escrito melodías tan sublimes como él. Pero eso es lo notable con Mozart, no basta con escribirlo mientras se le escucha emocionado, conmovido hasta las lágrimas (como lo hago ahora). Hay que escucharlo, una y otra vez. Como dice Tim Robbins en la película, una vez que lo escuchas no te lo pueden quitar. ¡Pero hay que hacerlo nuestro! Una y otra vez, sin descansar. A la belleza hay que conquistarla.

Naturalmente, la música de Mozart es un tesoro inagotable, y no basta con suponer o haber escuchado distraídamente alguna ocasión algún pasaje suyo mientras se hace la limpieza en la casa o se desea descansar. Y es que ¡hay tanta emoción en su música que no me explico que alguien pueda pretender descansar o relajarse escuchándola! Para descansar o relajarme, descanso o me relajo, para vivir experiencias profundamente emocionales, pongo a Beethoven, a Bach o a Mozart, a Handel o a Vivaldi.

Por una vez dejemos de escuchar mierdas como el reggeton o la Cacademia, no seamos cretinos, y asomémonos a Mozart, este año que seguramente habrá una cantidad considerable de conciertos y actividades a él dedicadas. Prometo hablar, en otro post, sobre los varios Mozarts que hay, y sobre mis recomendaciones musicales de grabaciones disponibles.


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