
sábado, agosto 23, 2008
Beijing 2008: de la Olimpiada de la ignominia al parto de los montes

miércoles, agosto 20, 2008
México: País de fracasados
sábado, mayo 10, 2008
Otra traición de Victoriano Huerta
El título del poema es Otra traición de Victoriano Huerta. Está dedicado a Jelipillo Calderón, mejor conocido como El usurpador. Pero no se espanten quienes votaron por él. No es un poema político. Es sólo un poema acerca de la historia. ¿O debo decir acerca de la Historia?
Jelipillo emulando a Victoriano Huerta,
con el Congreso avalando su calidad de Presidente de México.
Otra traición de Victoriano Huerta
¿No es acaso la Historia un Paraíso
en el que el fango se recicla y usa
lo mismo para hacer que para ensuciar?
No es asunto menor buscar el sitio
que a cada quien le toque en el desfile
que preservar pretende la memoria,
pues como usurpador o como designado
por una institución como el Congreso
posible es entrar en ese libro
que pocos leen y veneran muchos.
Posible es ensanchar el dogmático ciclo
de esa Revolución convencional
que ha cubierto los ojos nacionales
ante la evidente labor revolucionaria
de un olvidado gobierno execral,
pues que de indios educados como éste
la Patria esperar mucho puede.
Sólo hay que dar los pasos necesarios
sin importar la historia ni quién la escriba,
que de los polvazales también provecho sacar se puede,
ya sea que el aire mueva sus estelas
por los olvidados caminos del ayer
o de sus restos ya olvidados
la lluvia o un riachuelo auxilien
a elevar un edificio que a Babel recuerde.
La Historia, ah, la historia otro relato sólo es
y lo andado una vez nuevamente andado puede ser;
que nadie se sorprenda si el sendero ayer abierto
cerrado esté en el futuro o el presente,
que siempre entrar se puede por atrás
o hacer las cosas en la noche
sin mirar de frente y en tinieblas.
Ah, la Historia y las vueltas y meandros
en que ocultar se puede una verdad o una mentira,
y todavía hay quienes creen que es más revolucionario
el hombre que asesinó a mayor número de ciudadanos
y que tiene mayor causal que aquel que construyó
una ley social favorable al mundo colectivo.
“El mundo colectivo”, suena bien…
a ese mundo se dirigen las palabras
que la gente espera oír en una tarde
o una mañana, aunque vacías estén…
“Si algo no funciona hay que cambiar”.
“Utilizaré la autoridad de Hacienda para proponer
una política totalmente neutral en materia monetaria”.
“En el siglo XIX, querer transformar a México
en un Estado moderno, por desgracia fue algo no exento de dolor”.
Y si entonces hay que repetir una rutina,
ensuciar el nombre de millones en uno solo,
para eso está la Historia y las palabras,
al fin y al cabo que adentro de ella uno está
y así ha de estar aunque la escriban otros
sin importar el eco que en las calles
resonar se escuche:
“Es un honor estar con Obrador”.
2.mayo.2008
lunes, marzo 31, 2008
Nuevo proyecto: Fonoteca y música de JM Recillas
Pues bien, finalmente el gran día ha llegado. Hoy empieza oficialmente a funcionar la Fonoteca y música de JM Recillas on line en beneficio de todos ustedes. A los motivos que en el enlace previo anoté para poner a su disposición cientos y cientos de horas de música de todos los géneros y de todas las épocas, debo agregar varias cuestiones que me parecen de suma importancia. La primera, obviamente, ya mencionada en el enlace de hace un año, es la de rendir tributo a las muchas personas que a lo largo de los últimos 40 años me han orientado por el amplio mundo de la música, comenzando por mi padre, y prosiguiendo con muchísimos amigos y conocidos que en todo ese tiempo me abrieron puertas hacia grupos y géneros que nunca pensé escuchar, y que han llenado mis oídos y recuerdos con melodías y atmósferas sonoras que llenan mi memoria.
Pero también hay otra razón, de índole más práctica, para hacerlo. Y tiene que ver con este abusivo comportamiento que las grandes empresas tienen hacia sus consumidores, a quienes consideran una suerte de esclavos que no tienen opciones más que la de consumir las porquerías que ellas producen sin ton ni son. Este abuso de las compañías disqueras en particular llega a una soberbia que me parece no sólo desmedida, sino abiertamente violatoria de los derechos humanos, e incluso del derecho de propiedad en las sociedades capitalistas. Yo no sé si ustedes han tenido la oportunidad de prestar atención a los mensajes que los discos traen en su interior. Probablemente no. Usualmente nadie lo hace. Transcribo verbatim lo que la mayoría de ellos suelen traer inscrito:
All right of the producer and the owner of the work reproduced reserved; unauthorized copying; hiring; lending; public performance and broadcasted of this record prohibited.
Cuando ustedes compran una casa, un automóvil, un terreno, se les otorga un título de propiedad, una factura que acredita que ustedes pagaron tal producto, y que son sus dueños. Pero con los discos no sucede lo mismo. De acuerdo con esta política empresarial totalmente abusiva, si ustedes pidieran una factura por la adquisición de un disco, tal documento no los acreditaría como los dueños legítimos del producto, porque el fabricante impone, o pretende imponer, cláusulas de exclusividad que ningún otro producto, salvo el software, posee. ¿Eso les parece correcto? A mí tampoco. ¿Qué diría un abogado de esto? No lo sé. Los abogados, igual que los economistas, suelen usar las leyes para beneficiar a quien más tiene, no para proteger al individuo del poder abstracto pero muy real y efectivo del Estado o de las empresas, que desde hace tiempo se sienten por encima de las leyes (por eso inventaron toda esa faramalla de los páneles internacionales, para saltarse las leyes nacionales cuantas veces les venga en gana, y pasar por encima de la tutela del Estado y de los intereses nacionales).
Pues bien, frente a ese abuso de las grandes disqueras, que se amparan en el derecho de propiedad, otra figura legal para proteger no a los artistas ni a la creación sino a sus abusos y negocios, yo me amparo en una figura social que es el intercambio de bienes culturales, que desde la época de los mayas y aún antes, hizo posible el desarrollo comercial y cultural de los pueblos.
Durante años escuché música y grupos que, salvo muy pero muy contadas ocasiones, de no haber sido por múltiples amistades, no habría tenido la menor oportunidad de escuchar, por la simple y llana razón de que ni las estaciones radiofónicas transmitían tal música ni las tiendas de discos los vendían. ¿Cómo conseguían estos amigos tales discos y grabaciones? No lo sé, nunca se me ocurrió preguntarles y ahora ni me importa. Sólo sé que ellos compartían sus fonotecas permitiéndome copiar sus discos, primero en cassettes (llegué a tener cientos y cientos de cassettes grabados de discos de vinyl), luego copias de CDs en cassettes, y finalmente copias de CDs en CD. En muchos casos, llegado el advenimiento del CD, pude comprar ediciones legales de antiguas grabaciones que durante años sólo pude escuchar en cassettes, cada vez más viejos y destartalados. Pero aún hoy, hay muchos discos que ni por asomo puedo soñar con adquirir, aún con los admirables medios de adquisición que tiene el navegar por Internet, porque también allí las grandes empresas han segmentado los mercados, y ciertos discos simplemente es imposible adquirirlos en estas tierras, aún teniendo dinero y tarjeta de crédito. Peor en los casos, que no son escasos, de discos que simple y llanamente no han sido reeditados en formato de CD debido a que o son muy viejos o no hay mercado internacional (a veces ni local) para ellos.
¿Esto es piratería? Mmmm. Pues sí, pero no hay que rasgarse las vestiduras ante ello. Porque son precisamente esas mismas empresas globales, abusivas y violadoras de todo derecho que sea el suyo propia para pisotear y abusar del simple individuo, las que han hecho de la piratería una empresa ilegal. Si nos remitimos a la historia, no eran los piratas quienes cometían abusos en nombre del poder, sino los bucaneros, que servían a la corte inglesa asaltando los buques españoles. Los piratas fueron quienes se rebelaron contra el abuso del poder de la corona, y asaltaban los barcos de ésta para repartir entre sus allegados el botín, mientras que los bucaneros hacían lo mismo, para beneficio de aquélla. ¿Les suena conocida la historia? Pues sí, ya había sucedido antes, con Robin Hood.
Y, por supuesto, la piratería de nuestros días es tachada como un delito por una sola razón. Impide que las disqueras sean las únicas, en verdad, que se enriquezcan explotando a todo mundo. ¿Cómo nos atrevemos nosotros, simples individuos, a esquilmarles una pizca de dinero a ellas, gigantes multinacionales? ¡De veras que no tenemos madre!
Así pues, no estamos, no estoy, robando la propiedad intelectual de absolutamente nadie al compartir mi fonoteca con ustedes por este medio. Al poner una sinfonía de Beethoven no estoy diciendo que sea mía. Digo que es de Beethoven, y que el disco, o el archivo musical es de mi absoluta propiedad. Al ser mío, tengo derecho a usarlo en la forma que me venga en gana. ¿Me va alguien a prohibir que lo destruya? No creo. ¿Por qué entonces alguien se adjudica el derecho de decidir qué puedo y qué no puedo hacer con tal objeto, que a final de cuentas debe ser de todos? No se dejen engañar, mis cero lectores, con el petate del muerto. Además, tampoco nos rasguemos las vestiduras. Vivimos en Occidente, una cultura eminentemente fetichista. Y el fetiche necesita, para ser efectivo, estar presente. Si muchos archivos musicales no los tengo en disco, es simplemente porque no existe una versión física de tal. Y siempre que encuentro algo en la red, busco la manera de tenerlo, y no pocas ocasiones compro varas veces un mismo disco para regalarlo. No importa el mp3, siempre queremos tener el disco físicamente en nuestras manos. Y a la postre, quienes más amamos la música, terminamos invirtiendo fortunas en discos, aunque los tengamos en otros formatos. Y para que la piratería se consume, debe haber un beneficio económico de quien la realiza. Y como podrán ver, yo no obtengo beneficio económico de ninguna especie en esto, y por el contrario, tengo que invertir muchas horas de trabajo y de inversión económica que no pretendo que nadie pague. Así pues, bajo ninguna perspectiva se sientan culpables de descargar música de esta nueva página, nomatterwhat.
Debido a todo esto, y a otras cuestiones que ya mencioné previamente, les aviso, mis cero lectores, que ya pueden visitar el nuevo espacio de la Fonoteca y música de JM Recillas, donde encontrarán cientos y cientos de horas ininterrumpidas de música que he ido adquiriendo a lo largo de mi vida, y que ahora comparto con todos ustedes. ¿Por qué? Porque los conozco. A algunos los he visto en persona. A otros los he leído cuando dejan un comentario. Y a otros simplemente sé que andan por allí, vagando en el cyber espacio. Pero principalmente, porque son seres humanos, personas con un rostro y una personalidad más o menos definida, no emporios financieros amparados en una razón comercial. Porque en cada uno de ustedes comienza todo lo demás. En cada individuo está el origen de todo lo que sigue: la familia, los vecinos, los amigos, los compañeros de escuela o de trabajo, de viaje en camión o en Metro. Simplemente por eso. ¿O ustedes creen que hay algo que valga más que eso? Yo tampoco.
¿Qué van a encontrar en esta nueva página? De todo: música clásica, barroca, ópera, moderna, experimental, electrónica, jazz, rock, canto corso, rock progresivo, flamenco, tango, folk, folclor sudamericano, jazz-rock, de todo el mundo: Argentina, Rusia, Alemania, Grecia, México, Brasil, Canadá, Sudáfrica, Inglaterra, Córcega, Sicilia, Languedoc, Perú, Australia... Sólo tienen que ir a la siguiente dirección, y visitarla frecuentemente, y atreverse a oír cosas diferentes:
sábado, marzo 29, 2008
Clásicos de la ópera. 400 años
Rock progresivo italiano en Wikipedia
martes, marzo 18, 2008
Otra apostilla a Gombrowicz
En mi adolescencia estudié para ser director de orquesta y de mi educación musical adopté una costumbre que considero esencial para los escritores: el estudio constante y diario de las obras maestras. La mayor parte de los músicos profesionales de cierta categoría conocen de memoria centenares de partituras; la mayor parte de los escritores, en cambio, sólo tienen el más vago recuerdo de los clásicos, lo cual explica que haya más músicos expertos que escritores expertos. Un violinista que poseyera la pericia técnica de la mayor parte de los novelistas publicados, no encontraría nunca una orquesta donde tocar. Lo cierto es que sólo absorbiendo las obras perfectas, los modos específicos inventados por los grandes maestros para desarrollar un tema, construir una frase, un párrafo, un capítulo, se puede aprender todo lo que hay que aprender sobre la técnica.
Nada de lo que ya se ha hecho puede decirte cómo hacer algo nuevo, pero si comprendes las técnicas de los maestros, tienes una mayor posibilidad de desarrollar las propias. Para decirlo en términos de ajedrez: aún no ha existido un gran maestro que no conociera de memoria las partidas de campeonato de sus predecesores.
No se debe cometer el error común de intentar leerlo todo para estar bien informado. Estar bien informado sirve para brillar en las fiestas, pero resulta absolutamente inútil para un escritor. Leer un libro para poder charlar sobre él no es lo mismo que comprenderlo. Es mucho más útil leer una y otra vez unas cuantas grandes novelas hasta comprender por qué son buenas y cómo las han construido los escritores. Hay que leer una novela unas cinco veces para comprender su estructura, qué la hace dramática y qué le presta ritmo e impulso. Sus variaciones en compás y escala de tiempo, por ejemplo: el autor describe un minuto en dos páginas y luego cubre dos años con una frase... ¿por qué? Cuando hayas comprendido esto, sabrás realmente algo.
Cada escritor elegirá sus propios favoritos entre aquellos de quienes cree que puede aprender más, pero desaconsejo con firmeza la lectura de novelas victorianas, que están infestadas de hipocresía e hinchadas de redundancias. Incluso George Eliot escribió demasiado sobre demasiado poco. Cuando te sientas tentado de escribir cosas superfluas, deberás leer los relatos de Heinrich von Kleist, quien dijo más con menos palabras que cualquier otro escritor en la historia de la literatura occidental. Lo leo constantemente, así como a Swift y a Sterne, a Shakespeare y a Mark Twain. Por lo menos una vez al año releo algunas obras de Pushkin, Gógol, Tolstoi, Dostoyevski, Stendhal y Balzac. A mi juicio, Kleist y estos novelistas franceses y rusos del siglo xix son los más grandes maestros de la prosa, una constelación de genios no superados como los que encontramos en la música, de Bach a Beethoven, y todos los días intento aprender algo de ellos. Ésta es mi «técnica».
Apostillas a Gombrowicz
Me parece más bien que deberíamos preguntarnos qué es lo que le molesta tanto a Gombrowicz. Creo que es una falsedad de su parte señalar que la gente se postra ante los poetas, si son precisamente una minoría. Lo que Gombrowicz quiere subrayar es su oposición a lo que él llama Formas que dominan al hombre. Esto es natural en alguien que nació en la aristocracia polaca y vivió invasiones y el atrabilario régimen comunista polaco. Para eso no necesitaba dirigirse a los poetas ya que su trabajo novelístico habla al respecto muy claramente. Más bien creo que se trata de un ejemplo más de alguien que elabora todo un tinglado intelectual para justificar una fobia: en este caso, a los poetas. Pero como en toda generalización, Gombrowicz no se molesta siquiera en poner ejemplos, hasta que algún poeta, ingenuo, como Milosz, se siente aludido. Si alguien lee el texto de Gombrowicz, se sentirá decepcionado al no hallar un solo ejemplo real de todas sus generalizaciones. Y lo que me parece más triste es que al parecer tal fobia se basa más bien en otro asunto, histórica y políticamente enmarcado. No es la primera vez, ciertamente, que veo a alguien utilizar a los poetas, o a la figura el poeta, para ejemplificar una teoría absurda, una fobia o admiración que tiene otro origen.
martes, marzo 04, 2008
Contra Gombrowicz
El punto central de la acusación de Gombrowicz contra los poetas es más temerario que la de Platón, pues él simplemente afirma que “nadie (o casi nadie), en verdad, ama los versos y que el universo de la poesía en versos no es sino ficción y afectación” y que “las poesías no me producen ningún entusiasmo… es más, me aburren” (p. 25), y que en virtud de ello, “no soporto esa melopea, monótona y siempre sublime”. Para excusarse de cualquier reproche ante tal afirmación, y hay que decirlo, está en todo su derecho de decir que le aburre la poesía, Gombrowicz se parapeta en el argumento de que “ataco todas esas Formas que dejan de ser para el hombre un cómodo abrigo y se convierten en un rígido y pesado caparazón” (p. 63).
Obsérvese el atinado recurso del inquisidor: “Nadie (o casi nadie), en verdad, ama los versos”, un absoluto matizado, de forma que no haya manera de reprocharle casos específicos que aparentemente pudiesen refutar sus afirmaciones. Por eso el inquisidor se protege con ese “casi nadie”. Ah, qué recurso tan ramplón para una acusación tan seria. Y es que no tendría el mismo peso la acusación si sólo dijera que le aburren los versos, como de hecho lo dice. Y resulta curioso que después, en otro momento, Gombrowicz afirme “Me gusta la aritmética, me permite abordar no pocos problemas” (p. 76). Lo curioso es que esto lo dice casi quince años después para otro entramado teórico sustentado en malabarismos similares. En el caso de su diatriba contra los poetas, y a pesar de ese gusto por la aritmética, que seguramente le entretiene más que la poesía, no hay un solo ejemplo aritmético, un solo cálculo que apoye sus argumentaciones. Sólo ese absolutismo de que “nadie, en verdad, ama los versos”.
En una respuesta posterior Gombrowicz señala que sus detractores “deberían haber evaluado, ante todo, objetiva y positivamente, en qué medida mi afirmación de que ‘nadie, o casi nadie’ ama los poemas’ es cierta” (p. 63). Dado que parece que nadie lo ha hecho, ni siquiera el propio Gombrowicz, hagámoslo nosotros. Sólo como medida de contraste y de control, vayamos al summum, es decir, al libro más vendido –en este caso, a la saga de libros más vendidos. Me refiero, naturalmente, a la saga de Harry Potter.
Según algunos, hasta 2007 había vendido la nada despreciable cantidad de 400 millones de copias.
2 That’s a lot! Comparemos esta asombrosa cantidad, con la población mundial, que en 2005 era de 6 mil 453 millones 628 mil.3 Esto significa que este libro, bueno… esta saga de libros, la más vendida de la historia, sólo interesó a algo así como a un poco más del 16 por ciento de la población mundial. De modo que estamos comprobando, empírica, objetiva y positivamente que la realidad le da la razón a Gombrowicz. Casi nadie gusta de la poesía. Basta ver los tirajes de libros del género en México (no más de mil por título) para sentir ese aire gélido como de muerte que debería colarse hasta por debajo de las ventanas para aquellos que escribimos poesía. Y no veo cómo un libro de poesía en ningún lugar del mundo pudiese darle un aire de respiro a su autor.
Lo que sorprende, entonces, es el simplismo de la argumentación de Gombrowicz. ¿Tenía que escribir un pequeño ensayo para decir solamente esto? ¡Qué triste papel el de este intelectual, quemando en infiernitos su pólvora! Pero bueno, no nos desviemos del asunto y revisemos sus argumentaciones, que no se detienen en una simple cuestión aritmética –la cual, matemáticamente, le da la razón. Dice Gombrowicz que no “carezco de sensibilidad poética, ya que ésta no me falta, hasta puedo decir que me sobra” (p. 25), y en apoyo de su dicho, afirma que “como cualquier mortal me conmuevo cuando la Poesía aparece no como verso sino mezclada con otros elementos más prosaicos –por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoievski o Pascal, o simplemente al contemplar una puesta de sol” (p. 25).
Analicemos por un instante esta poesía mezclada que le agrada. Lo primero que podríamos pensar es que mencionar a Dostoievski o a Shakespeare es, por sí mismo, un lugar común. ¿Dónde está esa poesía con elementos prosaicos que tanto deleita a Gombrowicz en estos autores? No lo sabemos, pues no se molesta en dar siquiera un ejemplo. Pero podemos afirmar que esa supuesta poesía seguramente le llegó a Gombrowicz por medio de traducciones. ¿Alguien que no haya estudiado Letras inglesas ha tratado de leer a Shakespeare en inglés? … Lo mismo pienso yo. ¿Dostoievski? Es más probable que por cierta cercanía lingüística Gombrowicz lo hubiese leído. ¿Y Pascal? Seguramente sí. Y sin embargo, inmediatamente después compara esa poesía con elementos prosaicos con “una puesta de sol”. ¿Es posible hallar una escena más estereotipada, más cliché (es decir, una imagen fija, codificada, fácilmente repetible) que ésta? No creo. Es, de hecho, una imagen que la burguesía prodiga y consume con indiferente alegría. Y ese es el ejemplo de poesía prosaica que Gombrowicz quiere recetarnos. Una imagen, además, que no es, ni con mucho, poesía por sí misma si no es a través de constructos sociales, contra los cuales se supone Gombrowicz se opone. De modo que lo que a Gombrowicz le atrae es esta suerte de destilado aguado que, en definitiva, no es poesía.
Y vean la trampa que nuevamente pone el inquisidor. Estamos hablando de poesía, de versos, y de repente, Gombrowicz, como émulo de algún protestante citando la Biblia fuera de contexto, nos pregunta “¿Por qué me aburre tanto esa receta farmacéutica llamada ‘poesía pura’?” Ah, ¿entonces no es toda la poesía, sino la poesía pura, lo que le molesta a Gombrowicz? Ya cambió de tema. Si viviera hoy en día, diría que sólo está enmarcando la discusión, y que se mantiene firme en su rechazo. Pero véase la confusión que el autor ha generado ya en tan pequeño espacio. Para sustentar su dicho de que los poemas le aburren al cansancio, sin presentar pruebas, ahora señala al culpable: la poesía pura. Y de allí concluye que si a él le aburren esos versos, “esa melopea monótona”, entonces a nadie le interesa la poesía. Y usa una fraseología muy particular: “nadie ama los versos”. Y tiene razón. No sé de nadie que ame los versos –los enamorados los usan, pero no creo que ninguno los ame realmente. Pero allí está una de las primeras trampas lingüísticas del inquisidor, algo muy típico de ellos.
Y de repente, otra vuelta de tuerca, para ir acosando al culpable, a fin de hacer imposible cualquier respuesta. Dice inmediatamente después, “¡Cuántas cosas descubriríamos si intentáramos saber en qué medida las persona que se postra ante Bach es en verdad capaz de sentir la música en general y la de Bach en particular!” (p. 27), y nos remilga un ejemplo bastante barato, típico del inquisidor, en donde sólo faltan el gallo negro y el cuenco con sangre derramada. Y lo confieso, a mí me gusta Bach, pero no me postraría, ni me he postrado ante él, o si obra.
Pero si vamos leyendo con cuidado, y deshojando la margarita, veremos que ya podemos detectar el método gombrowicziano para ensartar sus perlas: exageración tras exageración rodeando sus absolutos mientras su malabares distraen para que no veamos de dónde saca realmente el conejo. Veamos esta otra perla, antes de seguir. En su respuesta a la carta de Milosz, como buen inquisidor, muestra ya sus garras y amenaza: “Por primera vez en mi vida he descubierto el placer del escritor, que rebelándose contra la tiranía, se convierte en portavoz del pueblo… ¡Temblad, poetas, temblad! […] vuestro poder está llegando a su fin” (p. 52).
No sé por qué, pero este improperio del polaco contra los poetas me recuerda a los inquisidores. Y no hablo, como él, de abstracciones, sino de casos concretos. “El juez actúa con absoluta seguridad; aquel que tiene delante es culpable, y si se defiende, todavía peor”. No, no lo dijo ningún poeta; lo dijo Jules Michelet en su opus magnum,
Remy, el excelente juez de Lorena, que llegó a quemar ochocientas brujas, explica triunfalmente el terror desencadenado: “Mi justicia es tan buena, que dieciséis, que fueron detenidas el otro día, no esperaron el juicio y se colgaron antes.
¿Exagero? Veamos lo que le merece la respuesta de Milosz a Gombrowicz: “Con estupor leí la confesión del poeta que, con serenidad y extraña libertad, acepta el cuchillo que apunta en su pecho, apoya aquello que lo mata” (p. 53). ¿Puede alguien en verdad pretender apoyar las opiniones de Gombrowicz el inquisidor sin sentirse él mismo asqueado? Me gustaría verlo.
Y sólo para demostrar que los veros pueden gustarle incluso a los legos en la materia, referiré una anécdota que un amigo alguna vez nos refirió a varios. Según él, en su contestadora automática dejó un buen día un fragmento de un poema de un amigo poeta. Y si alguien llamaba, lo que escuchaba era ese pasaje que él había seleccionado, leído y grabado. Un buen día, llegó a la casa, el teléfono sonó, y él contestó. Del otro lado, una señora, desconcertada, le pidió que colgara, que no había marcado el teléfono para hablar con él, sino que quería escuchar el poema. Este amigo, entre divertido y sorprendido, colgó, y dejó que la buena señora escuchara el poema. Ella no sabía del prestigio del autor, ni quién era ni nada de lo que a los lectores, escasísimos, de poesía les importa. Cómo haya dado con el teléfono de este amigo es irrelevante, lo que sí lo es, es el hecho de que alguien ajeno al mundillo de la poesía, de los prestigios, reales o ficticios, de los premios y las becas, descubrió un poema que podía oír cada vez que deseara, con sólo marcar a ese número de teléfono. ¿Cuánta gente habrá hablado para escuchar ese poema? No importa cuánta, esa sola señora destruye la argumentación de Gombrowicz. ¿Entendería esa señora el fragmento de ese poema, alejado de su contexto? No importa la respuesta. Le agradó lo que escuchó, y marcaba sólo para volverlo a escuchar.
¡Oh, Gombrowicz, pobre Gombrowicz! ¡Con qué facilidad se destruye tu artificio absolutista! Todo su ejemplo de la fragmentación de textos para engañar a conocedores resulta absolutamente irrelevante, porque no demuestra nada. ¡Oh, Gombrowicz, con qué facilidad te engañaste! ¿Dónde están esos millares de los que habla Gombrowicz que admiran a los versificadores? En una simple y anónima señora, o en varias, no lo sabremos nunca, que marcaba un teléfono para escuchar un poema de un autor del que nada sabía. Y no dudo que en este mismo instante, alguien, al leer esto, decida, él también, de manera anónima, buscar un poema moderno que le agrade, elegir un fragmento, una cuarteta, y cambiar el mensaje de su contestadora por un poema por el simple regocijo de hacerlo, no para probar absolutamente nada, sino para compartirlo con otros, anónimos, que tal vez por equivocación hablen a su número, y descubran ese poema. Así ocurren los milagros y se derriban los absolutos intelectuales. ¡El rey va desnudo!
Y, bueno, luego Gombrowicz, desarrolla una retahíla de comparaciones históricas y literarias, sin dar un solo ejemplo: que si la poesía pura es como el azúcar pura, que si los poetas se multiplicaron a lo largo de los siglos (p. 28), para señalar más adelante, ya sin ocultar lo que en realidad él es, o fue: “De ahí que no debiéramos aceptar actitudes (sean las que fueren) que reducen nuestras posibilidades casi a la nada tapando nuestras bocas con mordazas –y ante actitud tan artificial, y tan pretenciosa, como la del ‘cantor’, deberíamos redoblar nuestra intolerancia” (p. 29). Por fin un ápice de honestidad, una confesión por parte del inquisidor, el rasgo que mejor caracteriza a éstos: la intolerancia.
Después vienen una serie de argumentaciones con las que no puedo menos que estar de acuerdo (pp. 29-33). ¿La razón? En todo este pasaje Gombrowicz se aleja de su tono inquisitivo, y aterriza sus ideas en asuntos concretos: la relación del artista con el mundo de los hombres. Pero inmediatamente después, vuelven las generalizaciones. De nuevo situaciones ridículas, más que hipotéticas, “imaginemos la siguiente escena…” (p. 33) ¡Pero qué estulticia! Podemos imaginar lo que se nos dé la gana para apuntalar la idiotez que nos venga en gana. ¿Por qué no pone un ejemplo concreto, histórica y metodológicamente comprobable? Porque es más fácil construir un edificio de ficción, sin relación con la realidad, que dar ejemplos concretos, que por lo demás nunca faltan.
Y las perlas siguen unas tras otra, pero el colmo de la estulticia llega cuando señala Gombrowicz la siguiente perla (me ahorro la pena de citar otros ejemplos y disertaciones previas): “¿Acaso creen que si no fuera porque en el colegio nos obligaron a entusiasmarnos por el Arte, de mayores se entusiasmarían espontáneamente? ¿Qué si la organización cultural no nos impusiera el arte, nos someteríamos voluntariamente a él?” (p. 40) Cualquier fiscal o abogado defensor en cualquier juzgado del mundo diría que la pregunta lleva su propia respuesta. ¿Cómo pregunta Gombrowicz una estupidez de este tamaño? Me da más vergüenza a mí citarla que la que le debería haber dado a él en su momento. Todo lo que rodea al hombre, incluyendo el arte, es un constructo social. Todo lo que nos parece natural, espontáneo, es el fruto de esas elaboraciones culturales y sociales que determinan todo lo que somos y lo que no somos. Comer y beber, algo tan natural. Todos bebemos algo durante la comida. Y usamos cubiertos, y una serie de adminículos: platos, vasos, copas, servilletas, manteles. Incluso, el hecho de acompañar la comida de bebidas, todo es un constructo social. Los leones y demás animales, comen primero, y sólo beben después, si tienen sed. El hombre, al menos el hombre occidental, bebe mientras come, acompaña sus alimentos de bebidas, que, strictu sensu, no son necesarias. Todo, absolutamente todo lo que nos rodea y nos hace hombres, seres humanos, es el fruto de diversos constructos sociales, que de tan consuetudinarios, nos parecen naturales.
Y a la estupidez señalada, Gombrowicz agrega otra, de similar catadura: “Se trata, por tanto, de un error, o de una lamentable ingenuidad, pretender de la poesía, o de cualquier arte, que sea, tan sólo, un motivo de gozo para los seres humanos. Sólo así, pueden justificarse todo el ridículo y todo el absurdo que imperan en el mundito de los poetas: sí, les resulta normal que el arte (y la admiración que provoca) sea fruto del espíritu colectivo antes que de una espontánea reacción individual” (p. 41). Es increíble la soberbia de Gombrowicz. ¿Quién, que no sea él mismo en este panfleto, ha dicho semejante estupidez? Ni siquiera se molesta en inventar un nombre ficticio que pudiera darle cierta verosimilitud a sus barbaridades. Simplemente, de un plumazo, decide que todos los poetas piensan algo así. ¿Cuál es su fuente? ¿De dónde saca semejante idea? Imposible saberlo.
Toda la diatriba de Gombrowicz contras la poesía y los poetas se desgasta, como hemos visto, en afirmaciones gratuitas, en exageraciones, en absolutos que apoyan su aburrimiento universal, su extrema sensibilidad ante algo que no es poesía ni tiene nada que ver con ésta (una puesta de sol). Y lo más divertido es que en realidad no se trata de una diatriba sino, de hecho, de un mero berrinche. ¿Por qué Gombrowicz no usa la aritmética, que según él le ayuda a resolver muchos problemas, para sustentar su enojo frente a los poetas? Porque si lo hiciera no podría elaborar esta complicada coreografía de arbitrariedades y estupideces. Decir que a nadie le importa la poesía, basado sólo en datos estadísticos es algo que, como ya vimos, se demuestra en un santiamén. Justificar nuestra oposición hacia los poetas es otra cosa. Y eso, infortunadamente, no logra demostrarlo Gombrowicz –¡Cómo me hubiera gustado leer una argumentación inteligente y sustentada en vez de este triste espectáculo de soberbia e ignorancia!
Notas
2 Jenny Booth y agencias [noticiosas]. “J. K. Rowling publishes Harry Potter spin-off”, en Times UK, noviembre 1, 2007, cfr. http://entertainment.timesonline.co.uk/tol/arts_and_entertainment/books/article2784397.ece
3 http://es.wikipedia.org/wiki/Poblaci%C3%B3n_humana
4 La bruja. Un estudio de las supersticiones en la Edad Media. Akal, Barcelona, 2004, p. 34.
5 Ibíd, p. 32.
6 Al lector interesado lo remito a http://jmrecillas.blogspot.com/2006/05/creacin-y-responsabilidad-primera.html#links y http://jmrecillas.blogspot.com/2006_02_01_archive.html donde encontrará una exposición más amplia y concreta sobre esta clase de asuntos.
7 Véase, Norbert Elias, La sociedad cortesana, FCE, México, 1996.