martes, febrero 28, 2006

¿Cuáles son los amores futuros de Madonna?


Mis estimados cero lectores, luego de un par de días muy ajetreados, y de dialogar el fin de semana con algunos de ustedes, quiero compartir un descubrimiento que acabo de hacer. En una de las canciones de su más reciente disco, Madonna habla de que no hay mejor amor que el amor futuro. A lo mejor no la han escuchado. Como sea, descubrí a qué se refiere Madonna con amores futuros. Chequen nada más este amor tan mono. Jeje.

sábado, febrero 25, 2006

Sobre polémicas y la esterilidad de algunas de éstas

Como ya habrán visto, no suelo subir posts los fines de semana. Sin embargo, debido a los comentarios de algunos de mis cero lectores haré una excepción. En efecto, la polémica es siempre bienvenida cuando hay argumentos e ideas que debatir. Cuando éstos brillan por su ausencia, no vale la pena siquiera buscar a los autores como interlocutores, pues la descalificación no lleva a ningún sitio. No sé quiénes sean los autores de mensajes tan torpes y burdos, y ante la falta de argumentos no hay nada más que agregar. No me interesa llevar un asunto tan nimio como la falta de curiosidad o de generosidad al plano de la discusión. Es uno de los problemas o retos a los que uno se debe enfrentar cuando haces públicas tus reflexiones e intereses culturales. Suelo tomar en consideración las opiniones de aquellos que después de leer alguna de mis reflexiones me hace alguna observación o incluso se atreve a dejarme un mensaje un poco más extenso, y lo hago no sólo por un elemental sentido de urbanidad y cortesía, por no decir de educación, sino porque creo que los lectores son una parte importante de la reflexión y el proceso creativo. Quiénes sean los que dejan recados molestos, insultantes o amenazantes, no tengo idea, y la verdad es que debido a su falta de argumentación e ideas resulta absolutamente irrelevante, y creo que da una idea del nivel de "debate" que puede haber al respecto. Y no me interesa tampoco discutir porque ni siquiera tocan temas relevantes. Los recados creo que han aparecido en asuntos un poco más lúdicos, que en reflexiones donde al parecer ellos no tienen absolutamente nada que decir. ¿Para qué discutir si su mayor preocupación es, por ejemplo, que no les interesa un violín ni nada que tenga que ver con la música? Ya lo había dicho en un post previo, hay muy poca gente con la cual se pueda hablar inteligentemente de música, que es una de mis pasiones. ¿Qué les apasione a ellos o a ustedes, mis cero lectores? No lo sé. Pero creo que estos asuntos son para compartir, no para descalificar. Entrar en polémica con estos cero lectores no tiene sentido; no lo tiene para mí, ni lo debe tener para ustedes. ¿Quieren saber qué opino de ellos? Relean de nuevo los posts previos y entre líneas lo sabrán. Eso es todo.

viernes, febrero 24, 2006

Tangerine Dream en México, y otras noticias musicales

Aunque a algunos de mis cero lectores los agarré en sus cinco minutos de odiositos, imagino que a no todos les molestó ver información sobre los costos de algunos putos violines (no fue expresión mía, sino de uno de ustedes). Como sea, aquí les dejo más información musical que imagino a algunos sí les interesará, ya que sé al menos de dos que les encantó poder bajar algunas sinfonías de Mozart cortesía de la radio danesa, sin costo alguno.

Si les agrada la música clásica pero no tienen para pagar los costos de grabaciones de última generación, la Internet es una buena opción. Si desean escuchar magníficas grabaciones, con intérpretes de primer orden, yo les recomiendo mi página de inicio, Otto’s Baroque Musick, http://www.bach-radio.com/onair.php, en donde encontrarán justamente lo mejor de la música del periodo barroco, renacentista, hasta los inicios del clasicismo, o más bien de la llamada Escuela de Mannheim, es decir desde los primeros compositores europeos conocidos, Perotimus y Hildegard von Bingen (de hecho, ella es el primer compositor conocido de la historia occidental), hasta Carl Philip Emmanuel Bach y Franz Joseph Haydn, y ocasionalmente Mozart. Lo único que se necesita es tener conexión de banda ancha, y tener una versión actualizada de Windows Media Player o Winamp; si no lo tienen, no hay problema, desde la misma página pueden hacer la descarga, y disfrutar de transmisiones de las mejores grabaciones disponibles en el mercado, además sin un solo corte comercial. Además, anuncia que próximamente habrá un canal de televisión dedicado a conciertos y a la transmisión de óperas completas, lo que sin duda alguna será todo un acontecimiento.

Igualmente, puede interesarles tener los discos físicamente, pero no tienen para pagar los excesivos costos que ratas de dos patas como Mix Up se dejan pedir; no hay problema, en la página de Elite Clásica hallarán más de mil 500 discos ripiados listos para bajar, y una cantidad monumental de mp3 totalmente gratis de obras completas. Allí encontrarán las cantatas de Bach completas, todo Beethoven, todo Mahler, casi todo Mozart, y una cantidad enorme de música que va desde el Renacimiento hasta el siglo XX, incluyendo partituras, libretos de ópera, las portadas y las contras de todos los discos, por si desean imprimirlas en alta calidad y tener prácticamente el mismo disco sin costo alguno. Sólo se necesita tener el programa de descargas eMule, ¡sí, la mula!, y listo. Si no lo tienen, desde la página misma pueden hacer la descarga. Además, hay enlaces para bajar software gratis, programas y muchísimas cosas más. Van a enloquecer de felicidad. El enlace a esta tierra de promesas es http://www.eliteclasica.com/

Y continuando con las buenas noticias, en Otto Baroque tuve la fortuna de escuchar, entre otras cosas asombrosas y magníficas, una versión verdaderamente fuera de serie de los Brandenburgische Konzerte, pero en una transcripción, o reducción, para dos pianos, hecha por el célebre compositor alemán Max Reger. La interpretación es debida al dúo Speidel-Tenkner, conformado por Evelinde Trenkner y Sontraud Speidel. ¡Qué interpretación más impresionante! Por supuesto que Bach jamás habría pensado en algo así, comenzando con dos hechos específicos: primero, los célebres conciertos nunca fueron interpretados en vida de Bach, y no fueron descubiertos sino muchos años después de su muerte. Vamos, ni su más célebre hijo, Carl Philip Emmanuel, sabía de ellos. Segundo, en tiempos de Bach no existían siquiera pianofortes, mucho menos pianos, así que el resultado tiene que ser, necesariamente polémico.


De hecho, hay de transcripciones a transcripciones. Por ejemplo, sus conciertos para uno, dos, tres y cuatro claves y cuerdas, han sido grabados para piano, y el resultado, al menos en mi opinión, es bastante desafortunado. Pero he escuchado otras transcripciones maravillosas. Por ejemplo, el Amsterdam Loeki Stardust Quartett hizo una trascripción extraordinaria para Die Kunst der Fugue para cuatro flautas, de una poderosísima transparencia como pocas veces he escuchado. Los célebres Conciertos de Brandemburgo, en este arreglo para dos pianos, resultan una experiencia verdaderamente exquisita, asombrosa y altamente deleitable. Este dúo ha grabado, además, las Suites orquestales, y la música completa de Max Reger para dos pianos, entre otras cosas dignas de escuchar.

Esta grabación fue realizada para el espléndido sello alemán MDG, en donde ya hay una casi insuperable versión con instrumentos de época, con la Camerata del Siglo XVIII, cuando era comandada por Honrad Hünteler, primera flauta de la Orquesta del Siglo XVIII. Pueden escuchar esta versión para dos pianos en Otto Barocke o bien en http://www.amazon.de

Por otro lado, y ésta sí que es noticia. Con más de treinta años de trayectoria ininterrumpida y con más de setenta u ochenta discos en su haber (si se consideran las recopilaciones, la música para películas y los álbumes dobles, que sin contar los muchísimos discos solistas podrían casi duplicar esta cantidad), viene a México la leyenda y pioneros de la música electrónica, el trío alemán Tangerine Dream. Sí, este trío, fundado por Edgar Froese y su único integrante original desde entonces, que tanto debe a Bach, viene por vez primera a dar un concierto, hasta el momento único, en el Conjunto Cultural Oyin Yolitzli, el viernes 31 de marzo a las 19:00 hrs. Si desean saber qué es lo que pueden esperar de este legendario trío, basta con ir a su página oficial para poder escuchar fragmentos de sus recientes conciertos en Berlín en enero. El enlace es http://www.tangerinedream.org/


Esperando que esta información y los enlaces les sean de utilidad, y que dejen de hacer berrinches por putos violines, espero que pronto pueda continuar subiendo posts sobre temas literarios. Es que estas noticias no podía dejarlas pasar sin compartirlas con ustedes. Buen fin de semana a todos.

martes, febrero 21, 2006

¿Alguien busca un violín barato?

Hace poco leía algo sobre las clases de música que Liliana Blum tuvo en la primaria o secundaria. Ya no recuerdo bien. El caso es que buscando otras cosas hallé una página en Internet donde se venden violines y arcos en general para melómanos de verdad. ¿Alguno de mis cero lectores le gustaría retomar su talento desperdiciado, o no sabe que hacer con ese pequeño excedente que su esfuerzo laboral ha producido? Yo les propongo que visiten esta magnífica página, cuyo enlace es el siguiente: http://www.westcountryviolins.com

Allí encontré, entre otros muchos violines, los dos siguientes, que son verdaderas maravillas, sólo para conocedores. El primero es una auténtica joya, empezando por el precio. Apenas ₤ 5’650,00. Como se ve en la siguiente foto, se trata de un magnífico violín fabricado por Joseph Aubry en 1928, cuyo estado de conservación es verdaderamente envidiable.


El otro es un magnífico violín más o menos de 1890, firmado por Geronimo Barnabetti, y que de acuerdo con West Country Violins es un instrumento que empieza a escasear. Las condiciones del instrumento son magníficas, y cuesta apenas la friolera de ₤ 1’275,00. ¡Una verdadera ganga!


¿Algún interesado? En la página web de West Country Violins hay, además, clips de cada violín, a fin de que el oído culto y exigente no se conforme sólo con las imágenes, sino con el exquisito sonido de cada violín.

Digo, a lo mejor alguno de ustedes no están conformas con sólo bajar música de Mozart gratis, y tal vez deseen interpretarla en un espléndido violín. Pues ésta es la oportunidad que estaban esperando. Recuerden que estos precios no incluyen los impuestos británicos, ni mucho menos los de nuestro país.

Un apunte sobre la responsabilidad, compartida, del acto de leer

Como habrán visto, mis amables cero lectores, he sido descubierto. En efecto, las pasadas reflexiones son una poética, un atisbo a ese libro de ensayos que deseo preparar. Naturalmente, es demasiado pronto para hablar de un libro en forma, pues primero debe concluirse el mismo, o más bien, la reflexión que le da origen y sentido. Apenas van dos ensayos de ese libro. Agradezco también su paciencia para las largas reflexiones, por cuan repetitivas puedan serlo, pero evidentemente, el tema también lo amerita. Sólo agregaré que algunos temas ya han sido esbozados, y otros faltan por plantearse. De los primero, está el de la erotización de la escritura, o más bien, su feminización. Tema difícil, peligroso, y que puede resultar políticamente incorrecto, y que requiere de una cuidados aproximación. Hay otros que faltan: la función de la crítica, la construcción de la tradición, la responsabilidad de ustedes, mis cero lectores, el ejercicio de la traducción, los vasos comunicantes entre tradiciones lingüísticas, y otros que no sé en qué momento se me aparecerán mientras desarrollo estos temas. También ustedes pueden sugerir temas —ésa es parte de la responsabilidad lectora que todos compartimos, y que en otros ámbitos no podemos ejercer por la naturaleza misma del espacio disponible: revistas, suplementos, programas de televisión.

Así pues, mis cero lectores, agradezco su paciencia, y puedo garantizarle a cada uno de ustedes que es tomado en consideración lo que digan o dejen de decir, y sólo les pido un poco de paciencia, pues reflexiones como las que involucran este asunto no se dan en maceta, y a veces es necesaria una pausa. A todos, una vez más, mis cero lectores, gracias mil.

lunes, febrero 20, 2006

En la frontera del silencio: la poesía después de Auschwitz

¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, la célebre pregunta de Adorno, sólo encuentra respuesta no con argumentos morales-ideológicos ni con lagrimeos lastimeros, sino, justamente, con esta transvaloración, con esta Übermenschlichkeit benniana mencionadas. ¡De allí la importancia que tienen su escritura y su pensamiento!

Responsabilidad mayor, ciertamente; inevitable por otra parte. También pesada carga. Indudablemente, hay algo que en primera instancia parece inhumano en este tipo de relación con la palabra, eso que he llamado su magmaticidad. No se trata de que lo escrito sea transparente, o se entregue a primer golpe de lectura, como una bailarina que se paga el intelecto o la pasión en días de asueto o de parranda.

No es casual la extrañeza que a muchos narradores, por ejemplo, les causa este tipo de escritura. No pocos confiesan su dificultad para desentrañar un poema. Por ejemplo, la siguiente confesión de Liliana V. Blum (aparecida en http://lasalasdelalacran.blog.com/ de enero 20 de 2006) —narradora de al parecer no despreciable talento, apunto al margen— refleja, justamente, esta problemática: “Confieso que siempre prefiero una novela, un libro de narraciones, a uno de poemas. Simplemente tengo el casco muy duro, soy insensible o poco versada, no entiendo mucho de poesía. A lo mejor es algún tipo de inmunidad. Así que son pocos los poemas que en verdad me causan algo. Por lo mismo, eso los vuelve más especiales.” Ella hace esta confesión a propósito de un “poema” del novelista chileno Isaac Goldemberg. Este pseudo-poema evidencia su raigambre narrativa, anecdótica, y tiene muy poco que ver con esta relación efervescente con la palabra, para no usar todo el tiempo la misma terminología.

El “poema” en cuestión es una suerte de afirmación de la hebraicidad (confieso que nunca me ha agradado del todo el apelativo judío por su en ocasiones inevitable carga semántico-cultural despectiva) del autor, con la cual Liliana naturalmente se identifica. Eso no tiene nada de malo, excepto que tiene muy poco que ver con la verdadera valía del texto de Goldemberg como poema, que por supuesto, en mi opinión, es nula, pues es una exposición semi-versificada, pero que no es, en absoluto, un poema, una obra en el que la palabra se sostenga por sí misma. Aquí la exposición se basa en algo externo a la palabra, algo que puede ser medido sociológicamente, justificado en términos ideológicos, sociales, políticos, raciales, nacionales, territoriales, es decir desde muchos parámetros externos a la palabra, pero no desde la palabra misma.

Este sentimiento de incomprensibilidad hacia la poesía no es, por supuesto, exclusivo de Liliana; tampoco lo es con respecto a la mayoría de los narradores o incluso del público lector. Para la mayoría de ellos se requiere de un hilo conductor más o menos evidente, una historia con la cual identificarse, algo concreto. La palabra como relación pura, como elemento eruptivo les dice muy poco, y en cierto sentido les puede sonar como el lenguaje matemático: algo demasiado abstracto e impenetrable en cierto sentido.

Es notable el éxito de algunos narradores que deciden afrontar el ejercicio de la poesía. Usualmente quienes los leen son sus mismos lectores, que encuentran en esta “poesía” más o menos los mismos elementos de identificación que hallan en su narrativa, y que se resume básicamente en una suerte de anecdoticidad externa. Es más o menos asombroso el número de narradores que un buen día deciden ser poetas y pergeñan “poesía” con más o menos la misma facilidad con la que conciben una historia. Para los lectores de este tipo de “poesía” la extrañeza ante poemas como los últimos de José Ángel Valente o los de Paul Celan, por no mencionar los de Benn, resulta explicable.

Hay una suerte de transparencia, de uso del lenguaje sin complicaciones en estos autores, y sin embargo no pocos lectores se sienten como en una tierra ajena, sin referentes directos, sin saber qué hacer ni cómo desentrañar el sentido de lo que las palabras expresan. Indudablemente, se trata de una poesía que franquea el borde de la incomunicación, de un silencio que la lectura en voz alta no hace sino acrecentar, en una suerte de abismal experiencia de extrañeza frente a este tipo de escritura. ¿Dónde está la anécdota, la historia que permita al lector relacionarse, identificarse con la voz del poeta? En verdad, pareciera que los poetas, o algunos de ellos, han decidido callar, o al menos mantener su voz en un ámbito de extrema frialdad, de absoluta extrañeza, en ese interregno donde el silencio y la vigilia parecen haberse borrado, donde todo semeja hallarse en estado latente, donde las emociones no parecen tener lugar, y sólo parece haber espacio para una fría voluntad de expresar algo que a falta de mejor terminología llamamos inefable, incomprensible.

(Sólo a manera de anécdota personal, recordaré aquí que una vez un amigo narrador me dijo que en algún sitio estaban armando una antología de textos sobre la ciudad, y me preguntó si yo tendría alguno, a lo que respondí que sí. Le envié un poema sobre la influencia de la cultura árabe en la arquitectura del Centro de la ciudad, y una vez que hubo leído el poema su comentario fue un poco risible pero característico: “No entendí ni madres, así que debe de estar bueno. Ya lo envié a... [no recuerdo dónde me dijo]” Por supuesto, el poema no fue incluido, tal vez sólo me dijo que lo había enviado pero en realidad no lo hizo, o sí lo envió y lo rechazaron. La verdad es que no importa ese hecho, sino su respuesta: “No entendí ni madres, así que debe de estar bueno”.)

Y en efecto, este tipo de poesía surge y expresa, justamente experiencias que rayan con lo inefable. Y como bien se sabe, lo inefable no se expresa nunca de manera directa sino a través de eso que Pablo llamaba prodigios. Ya he señalado que esta experiencia, esta Erlebnis —para usar la certera terminología de Dilthey que ya he usado en otro momento—, puede dar lugar a un solo poema o a toda una literatura, a una gramática particular, que hace que una voz sea absolutamente inconfundible, y agrego ahora: imprescindible. No es allí donde se da esa identificación, esa relación que el lector busca y halla de manera más directa en la narrativa, aunque a la postre resulte menos efectiva, menos perdurable.

El caso de Liliana (perdón por la familiaridad, no se piense que la conozco salvo de manera indirecta, superficial y lejana) es muy característico de esta relación mit die Erde. No es muy distinto de los ejemplos mencionados antes de quienes acuden a un concierto porque hay una identificación de índole nacional o ideológica. Es indudable que el “poema” de Goldemberg es de tan dudosa calidad literaria como lo son los de Saramago, los de Benedetti, los de Grass, los de Fernando del Paso, más recientemente entre nosotros los de Cristina Rivera Garza, y un largo etcétera de narradores que creen que la poesía es como cocinar un platillo nuevo y que basta sólo con mezclar los ingredientes. Lamentablemente no es así. Que este tipo de publicaciones tenga éxito tampoco demuestra absolutamente nada. Good for them. En esos “poemas” no hay tensión lírica, no hay poder fundante a través de la palabra, no hay comunidad stricto sensu. Hay un contexto ideológico, nacional, regional, o de cualquier otra índole, pero la palabra en sí misma pierde su carácter fundacional. En otras palabras, hay un discurso que puede ser seguido, e incluso compartido.

Probablemente el caso más paradigmático que acude a mi memoria de este tipo de escritores narradores que deciden incursionar en la poesía, con lamentables resultados, sea el de James Joyce, cuya “poesía” resulta no sólo vergonzosamente mala, sino que en comparación con la magmaticidad de su prosa es de una pobreza semántica, rítmica y melódica verdaderamente notables. Esto es verificable en prácticamente todos los casos de narradores que se les ocurre incursionar en el ámbito de la expresión lírica. No solamente está el aspecto abiertamente narrativo en estos casos, sino el hecho de que su expresión resulta, casi siempre, absolutamente pedestre, sin brillo ni relevancia alguna. Podría poner ejemplos, pero basta con lo dicho hasta aquí.

No se trata, por supuesto, de establecer compartimientos estancos, fronteras inexistentes, o prohibiciones apriorísticas. En principio, no es malo ni censurable que un narrador se aproxime al ejercicio lírico; lo que puede serlo son los resultados, que en todos los casos son pavorosamente desalentadores. No hay magia de la palabra, no hay concentración del lenguaje, no hay intensidad lingüística ni fundación comunitaria. El “poema” es más bien una versificación en prosa sin mayor gracia ni mérito, salvo que el autor puede tener o no un cierto prestigio, un cierto nombre dentro de la comunidad literaria local o internacional. Esta clase de “poemas” expresan algo, lo que sea, de manera directa, sin mediación lingüística y a veces sin mayor talento ni virtud que un deseo de querer ser poeta, que podría resumirse simplemente en querer ser.

Su puede afirmar, entonces, que la verdadera poesía es, justamente, un querer ser, es decir una manifestación del Ser, la cual no puede fabricarse a priori, ni darse sólo por una mera voluntad del intelecto. Tiene razón Heidegger cuando señalaba que el sitio del Ser es, justamente, la poesía. Esta “poesía” de narradores se afirma, precisamente, por su carencia de Ser, por constituirse como un edificio de palabras vacías y sin sentido, por robarle al lector la responsabilidad hermenéutica que está relacionada con el proceso creativo. Se trata de una escritura desdibujada en sí misma a través de una negación de la esencia de la poesía como origen, como lenguaje en estado puro. Esto es algo que al narrador, necesariamente, le resulta incomprensible, y para lo cual carece de herramientas para acceder.

Este sentido de incomprensibilidad que porta cierta poesía, más allá del lenguaje usado, es uno de los signos de esa última actividad metafísica del hombre que Nietzsche definió muy claramente en su momento. Es una poesía que parece desarrollarse sin la necesidad de lectores, aunque no sea así. En realidad busca un tipo de lector que no se deslumbra con los oropeles de la modernidad, de la discursividad lógica y convencional. No es casual que esta poesía, como ha dicho Giualiano Baioni al referirse a la de Benn, se halle bajo el signo de Dionisos, la deidad arbustiva e irruptiva a la que tanto temía el Panteón griego.

La irrupción de la palabra, de esta forma, aparece ligada a su poder eruptivo, no a orbes ajenos y temporales. Atención, no digo que la palabra no esté ligada a nada sino a sí misma. A lo que puede y necesariamente ha de vincularse es a esa Erlebnis de carácter fundacional ya mencionada. Es el caso de la poesía de Paul Celan. Es, como lo he mostrado en su momento, el de la poesía de Amelia Vértiz, de su único poema.

Por ello, es comprensible que a un narrador le resulte incomprensible este tipo de poesía. Su relación con la palabra es más distante que la que el poeta establece. Aquél ve la palabra como un medio para expresar y contar algo. Éste no ve en la palabra sino el único medio posible de expresión para expresar eso que sólo el poema puede. El poema auténtico —y me disculpo por la tautología— es pura esencia, Ser puro. Hay muchas formas de contar una historia, pero sólo una en la que el poema surja en toda su potencia eruptiva. De ahí que el narrador prefiera “poetas” abiertamente narrativos, en donde la relación es con la historia, o con la ideología. Es decir, con algo externo pero comprensible, no con algo interno y que requiere de un verdadero ejercicio hermenéutico en su más amplio sentido. El “poeta” narrador, como los antes señalados y muchos otros, dan a su obra un carácter digamos cerrado, dado de una sola vez; el poema auténtico es una obra necesariamente abierta, o en otro sentido, incompleta, pues requiere, utilizando un poco libre y abusivamente el concepto de Lévy-Bruhl, de la participation mystique del lector. Esta obra nunca se da abiertamente, sino que exige ese ejercicio de responsabilidad hermenéutica de la que hablaba Geoffrey Hartman para completarse.

A la extrañeza de esta palabra, a su aparente frialdad, hay que agregar otra característica que parece hallarse en contraposición con los tiempos actuales, con los tiempos de las becas, los premios y la vida político-cultural oficial que condiciona buena parte de los comportamientos culturales de nuestro medio: el lento ejercicio de la creación lírica, de la maduración del poema. Los casos de Benn y Celan, cuan distintos y opuestos puedan serlo, son paradigmáticos en el sentido mencionado. El primero escribió cerca de 300 poemas a lo largo de su vida, y publicó menos de la mitad. El segundo publicaba un libro más o menos cada diez años. Una relación con la palabra que no tiene nada que ver con las ansias de celebridad, de fama pública, de aparecer en suplementos o revistas, de ejercer alguna influencia en la opinión pública o en la comunidad artística e intelectual, que consume y ocupa a la mayoría de nuestros escritores.

¿Palabras duras? Sin duda alguna. Pero la poesía, en el sentido nietzscheano ya mencionado, no puede ser concebida de otra forma. La tarea de la poesía no es sino eso que Nietzsche llamó la transvaloración de todos los valores, la Übermenschlichkeit benniana, lo que yo por mi parte denomino relación carnal con la palabra. Imposible ya ubicar la creación lírica en un hipotético inicio de todo, en un ficticio querer nombrar todo por vez primera. La responsabilidad que este ejercicio comporta no es menor. La función del arte lírico de nuestra época no es, entonces, la de complacer sino la de crear nuevos parámetros, una forma nueva de expresión basada en la responsabilidad compartida. No el ejercicio ideológico o partidario, grupal, sino el ejercicio último de nuestra época, metafísico en el sentido nietzscheano. Enorme responsabilidad, sí. Al ejercerla se llega a una nueva frontera donde los oropeles que seducen dejan de tener relevancia.

A eso se refiere Rodin cuando afirma que “es feo en el arte lo que es falso, lo que es artificial, lo que sonríe sin motivo, lo que amanera sin razón, o que arquea o se endereza sin causa, todo lo que carece de alma y verdad, todo lo que no es más que alarde de hermosura y de gracia, todo lo que miente”.

viernes, febrero 17, 2006

La lección de Benn y Rodin a nuestra era

Continuando con la reflexión previa, señalo que supongo que en esto tiene que ver la educación, es decir la escuela, pero también la realidad. Esto se constata no sólo con los estudiantes de artes visuales, como ahora se les llama, sino más evidentemente con los que estudian música, provengan del Conservatorio, de la Escuela Nacional de Música, o de alguna otra institución. Al mucho o poco entusiasmo que pueda haber en su etapa de estudiante, le sucede una de embotamiento. No pocos terminan tocando en fiestas o en asociaciones de muy bajo nivel, y algunos, más afortunados, terminan tocando en un grupo de éxito, grabando discos y haciendo giras. Éstos son los menos. Otros, en efecto, se integrarán a las orquestas que ya hay en el país. Pero en estos casos el resultado es abiertamente desalentador. Para quienes logran ocupar una plaza en una orquesta, se trata de un gran logro, habida cuenta de las pocas orquestas existentes entre nosotros. Pero por otro lado, está el aspecto que he llamado magmático de la experiencia estética. Este aspecto debe necesariamente ser compartido tanto por quien escucha cuanto por quien interpreta. Resulta desalentador, para quien busca este tipo de experiencias, hallarse con orquestas que tocan todo de manera rutinaria, casi podría decirse que burocráticamente.

Basta citar unos pocos ejemplos para ilustrar esto. Primero, uno que sólo conozco por referencias lejanas. El caso de Eduardo Mata, probablemente el mejor director de orquesta mexicano que haya habido, al frente de la OFUNAM, demuestra que el músico mexicano no está dispuesto a sacrificar sus horarios y sus “conquistas laborales” si ello significa un mayor esfuerzo, una mayor dedicación a la partitura. Por lo mismo, Mata tuvo que, literalmente, salir huyendo de la orquesta, porque era imposible ensayar como Dios manda. Un ejemplo más directo, que me tocó ver vivamente, es el caso de Maxim Shostakovich, cuando vino a dirigir a la propia OFUNAM hace ya varios años. En aquel entonces pude asistir a los ensayos de la orquesta, y recuerdo que era notable cómo primero la orquesta tocaba un pasaje de la obra en cuestión, e inmediatamente Maxim Shostakovich hacía los señalamientos necesarios, y la transformación sonora era, por decir lo menos, alucinante. El día del concierto, al siguiente domingo, la sala entera se caía de aplausos. Pocas veces recuerdo haber escuchado una orquesta mexicana con tanta energía, con tanto carácter y disciplina, con tal capacidad para vivificar la música de Dimitri Shostakovich, para transmitir esa cualidad magmática de la música a la que me he referido. Y mientras la sala tributaba uno de los aplausos más calurosos y merecidos que yo recuerde, me dirigí a los camerinos para saludar a Maxim, a quien había entrevistado un par de días atrás. Necesariamente pasé por entre los músicos de la orquesta, y lo que allí vi contrastaba, sobremanera, con la reacción del público en la sala. Todos despotricaban contra el director, se quejaban a viva voz de sus exigencias (lo menos que recuerdo haber escuchado fue algo así como: “¡Qué poca madre tiene este cabrón!”), que se reducían a interpretar y dar vida a esa música exquisita. Eso era un crimen y un abuso. En lugar de que los músicos mostrasen agradecimiento por lo logrado ese mediodía, más bien parecía que les molestaba haber sido sacados del sopor en el que la rutina los mantenía.

¿Dónde quedó la pasión que tenían estos músicos cuando fueron estudiantes —por supuesto, en caso que la hayan tenido? ¿Su mayor logro consiste en tener una chamba y ya no soltarla? Puede ser, pero también está el hecho concreto que entre nosotros no hay competencia, no hay parámetros que nos permitan medir la capacidad de un músico. Y en ello, tristemente, también tiene que ver el simple hecho geográfico. Nuestra ubicación del otro lado del Atlántico imposibilita un contacto directo con los mejores intérpretes, con las mejores orquestas del mundo, que están en Europa. Es notable observar, por ejemplo, los programas de concierto, las orquestas, los cantantes y solistas que visitan constantemente España, para percatarse que un porcentaje muy reducido de éstos logran atravesar el océano para presentarse en nuestras salas de concierto. Y hay muchos conjuntos que jamás han venido a nuestro país, y probablemente nunca lo harán. Pero esta ebullición músico-cultural retribuye no sólo a los propios músicos, sino también al público que acude a las salas de concierto. No puedo evitar pensar que en 2005, mientras el Mesías de Handel fue interpretado, por enésima vez, por la OSN bajo la batuta de Enrique Diemecke, en Madrid y París fue interpretado por la Orquesta Nacional de París bajo la batuta de René Jacobs. Y ni mencionar ya a los solistas.

Hay un solo ámbito donde esta relación explosiva parece darse con singular fuerza, y en donde tanto el creador, como el ejecutante y, finalmente, el receptor, parecen hallarse en esa encrucijada donde la experiencia estética se manifiesta con particular fuerza, y es el orbe del teatro, de la dramaturgia. Incluso en obras francamente malas, o menores, esta relación está más que presente. Parece más bien una condición de tipo apriorística sin la cual no se puede dar la experiencia teatral. ¿Se debe a que la interpretación de los diversos personajes no se realiza sino a través de un individuo concreto, y no a través de una mediación externa (instrumento, color, papel, partitura, etcétera), cualquiera que ésta sea?

El hecho concreto con todos estos ejemplos, que podrían multiplicarse a placer, es el de la relación directa del aspecto magmático, explosivo, del ejercicio artístico, de la experiencia estética, y que necesariamente debe pasar tanto por el ejecutante cuanto por el receptor: observador-escucha-lector. Y es que si no fuese porque parece olvidarse, es necesario señalar que aquellos que van a ejercer algún tipo de oficio relacionado y acuden a un concierto a ver tocar a un Maestro, o a la exhibición de algún Maestro para tomar apuntes del natural, no están siquiera cerca de lo que en verdad es el arte. Justamente, al dibujar un torso en bronce, o al ver cómo se posa el arco y los dedos sobre las cuerdas para producir cierta nota, lo que se aprende es una técnica instrumental, interpretativa. Pero el arte es algo más que mera técnica. Aunque en ocasiones el poeta, y ocasionalmente también el pintor, afirme que el arte es un misterio, no lo es en realidad; si así fuese, sería un objeto imposible de estudiar, de entender y de compartir. Es por eso que bien hizo Benn en separar en dos esferas distintas al hombre del arte y al hombre de cultura.

Si algo trajo la modernidad fue, justamente, esta ruptura del espacio en que el arte había sido concebido hasta el romanticismo, y que todavía hoy muchos piensan como válido. Bien sabía Nietzsche a qué se refería cuando señaló que el arte era la última actividad metafísica de nuestra era. Es algo a lo que han prestado oídos sordos todos, absolutamente todos nuestros poetas. Indiqué antes que uno de los peligros que la modernidad trae consigo es la mecanización, la subordinación a un proyecto ajeno al mundo interior del artista. Ello no está en contradicción con la tesis nietzscheana. Antes bien, obliga al artista a producir, mas no mecanizar su trabajo. Ello significa, por sobre cualquier otra consideración, establecer una relación concreta con su materia de trabajo: la palabra, la materia, el color, el sonido. Lo que he llamado una relación carnal con la palabra.

Esta relación es tan evidente cuando se da, que es imposible no percibirla. Hay una suerte de magnetismo —¿y no proviene el magnetismo de una relación precisamente magmática de la tierra vuelta lava?— que atrapa a quien se aproxima a esta obra. Es este magnetismo el que despierta las esculturas de Rodin, como el magnetismo, el magmatismo, de las pinturas de Renoir, que de forma tan profunda conmueven y sacuden el alma entera, sin mediación del intelecto. Si la producción de material estético es algo, es justamente eso: un poderoso sacudimiento del alma que, parafraseando a Heráclito, transforma tanto a quien está sobre la creación como quien está bajo ésta.

La producción de material artístico así descrita, cae dentro de la esfera de lo que Nietzsche llamó el Übermensch, y que abusivamente ha sido interpretado o descontextualizado de mil y un formas, al servicio de quien lo necesita, no al sentido real de lo que éste quiso decir: el Übermensch es esa clase de hombre que crea nuevos valores, que transforma los viejos en nuevos. Ése es el verdadero sentido de lo que Nietzsche llamó el más allá del hombre, y su labor: la transvaloración de todos los valores.

Sí, las de Nietzsche son palabras duras y severas. Siempre lo han sido. Por eso no es fácil escucharlas. No se complace en decirnos lo que queremos escuchar —si es que en realidad queremos escuchar algo— sino en lo que debemos escuchar. Y porque debemos escucharlas es que también debemos estar atentos a todo uso y abuso que se haga de ellas.

Al referirme a Nietzsche no estoy hablando, por supuesto, de una superioridad moral, o de un a priori que le dé al artista privilegios sólo por el hecho de ser lo que es o dice ser. Igual que en el caso del mensaje bíblico de Jesús, no todo el que diga Señor, Señor, no todo el que evoque a Nietzsche es un discípulo suyo. Se trata, entonces, de establecer una moralidad estética, antes que una moralidad a la estética. No ser artista: poeta, músico, pintor, narrador, lo que sea, para beneficiar a mi grupo de amigos y a mí y establecer círculos de influencia y poder, sino serlo para crear nuevos valores, nuevas escalas con que medir y con las cuales medirnos. Eso fue justamente lo que hizo que la poesía de Benn resultase tan atractiva al término de la Segunda Guerra Mundial, no obstante pesar sobre él una prohibición del gobierno aliado para publicar. Se trataba de un nuevo valor, de un nuevo parámetro para medir todo lo que surgiera a partir de entonces, y que permitió el resurgimiento de la poesía en un país que generó Auschwitz. ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, la célebre pregunta de Adorno, sólo encuentra respuesta no con argumentos morales-ideológicos ni con lagrimeos lastimeros, sino, justamente, con esta transvaloración, con esta Übermenschlichkeit benniana. ¡De allí la importancia que tienen su escritura y su pensamiento!

jueves, febrero 16, 2006

Mozart totalmente gratis

¿Se acuerdan, mis cero lectores, que les había dicho que se presentarían múltiples oportunidades para celebrar y festejar a mi queridísimo amigo Mozart? ¿Que no perdieran ninguna ocasión de acercarse a su música? Bueno, pues aquí les va una oportunidad de oro. Ya si de plano no se aproximan es que de verdad ya ni la chingan. En el siguiente enlace podrán descargar nueve sinfonías de Mozart TOTALMENTE GRATIS, cortesía de la radio danesa y la Radiosymfoniorkestret. ¿Qué chinghados están esperando? ¿Que las baje yo por ustedes? El enlace es:

Rodin y su imprecedera enseñanza



Es verdad, no se ven igual las esculturas de Rodin en un espacio chato y sin sentido como el que se eligió para exponerlos en el Centro Histórico de Ciudad de México, que en los magníficos pedestales parisinos, rodeadas de jardines, fuentes, ese sol que asombra y deslumbra, y un infinito cielo azul; y sin embargo, la majestuosidad, la fuerza de la forma permanece. Elevándose de la grosera materia, de la argamasa y del caos, hasta convertirse en un gesto absoluto, en un instante que lo dice todo, que lo expresa poderosamente, el arte escultórico de Rodin ejemplifica cómo es que a partir de lo más elemental, de lo más diminuto, se abre un portal hacia lo inconmensurable. Es justamente a esto a lo que el arte debe aspirar. El arte como vorágine que reúne las fuerzas del cosmos en un instante y nos revela todo el misterio y maravilla de la creación. No por nada se ha dicho que en la palabra hay algo mágico, poderoso. Las esculturas de Rodin son eso: expresión pura, en su máxima dimensión.

A menudo se suele afirmar que el arte tiene una cercanía con la religión por esta cualidad de vincular, de re-ligar a los individuos. Y es cierto también que en la experiencia estética se suele vivenciar, de una manera más o menos cercana, o lejana, según se quiera, eso que en otros ámbitos constituye la experiencia del mysterium tremendum, esa sensación de inconmensurabilidad, de inefabilidad, que sólo lo sacro, lo numinoso, provoca. Pero hay que ser cuidadoso con el uso de los términos, de las palabras. El arte es un producto humano, y por tanto nos da una idea no de lo que es completamente lo otro, según la terminología de Otto, sino de lo semejante, de aquello que de alguna manera ya está en uno. Lo numinoso es, justamente, ese mysterium tremendum que se relaciona con lo divino, las deidades, lo sagrado, lo sobrenatural, lo sagrado y lo trascendente. He aquí una de las gratuidades de lo diminuto, de las palabras, que al ser utilizado arbitraria, gratuitamente, puede terminar por expresar algo que no corresponde a los hechos.

El arte escultórico de Rodin nos recuerda esa potencia que la materia lleva en su interior. Igual que la lava de un volcán, que pugna por salir de aquello que la aprisiona, así irrumpen estas impresionantes formas en bronce, luchando fervorosamente por una dinámica que le es ajena al material de origen. Para la mayoría que va como despistado turista a ver algo que no es capaz de entender ni de vivenciar, estas esculturas sólo son un ejercicio de curiosidad.

Empero, hay un aspecto paralelo al de las esculturas exhibidas que merece ser analizado. Uno puede ver entre las bancas que rodean el espacio vacío de lo que fue el atrio del Templo de San Francisco de Asís, a algunos estudiantes que trazan bocetos de las esculturas. Para ellos, su inesperada presencia es una oportunidad para ejercitar virtudes que, igual que la materia de que están hechas las esculturas, no les corresponde. Sobre el papel realizan trazos, desde distintos ángulos, de las imposibles figuras. A veces con habilidad enorme, en unos cuantos trazos, el torso, los muslos, la enorme cabeza, quedan plasmados. En otras es a través de un esfuerzo considerable. Para estos visitantes, como para muchos en otros museos, se trata de practicar una técnica específica con la tinta, el carboncillo o cualquier otro material disponible. Su visita no es muy distinta que la del turista despistado. Muy pocos van a contemplar el milagro.

Pero esto que uno ve con los estudiantes de pintura, ocurre también en otros ámbitos. Recuerdo haber ido a escuchar a Pieter Wispelwey a la Sala Netzahualcóyotl, y una sala llena de público lo esperaba. Más o menos a la mitad del programa, comenzaron a llegar los estudiantes de violonchelo del Conservatorio. Era inevitable no percatarse de ellos, pues llegaron cargando su instrumento. Igual que los que acuden a ver las esculturas de Rodin para practicar una técnica, también éstos venían para ver al Maestro ejercer la suya y quizá aprender con él, en una sola noche, lo que no pueden enseñarles en los salones.

Me resulta curioso que la mayoría de las veces que he ido a conciertos de esta clase, es decir cuando viene un gran Maestro del extranjero, el público se divide en algo así como castas. De alguna manera, una buena parte acude a refrendar un nacionalismo. Así me ha pasado cuando he ido a ver orquestas alemanas, italianas, francesas, o españolas, o un concierto con obras suecas: el público de tales nacionalidades acude acaso por única ocasión, porque la tierra llama. Hay, por supuesto, un cierto nivel cultural y económico, pero lo primordial es ese aspecto nacionalista. Los españoles acuden sólo cuando viene una orquesta o un músico español, los argentinos cuando viene algún cantante o artista argentino. No van porque se trate de un contacto con el arte en estado de ebullición. En un nivel más directo, es característico de los conciertos mexicanos que cuando se interpreta en Huapango de Moncayo la gente salte como empujada por un resorte y aplauda y grite bravos, sin mayor juicio que el del entusiasmo. ¡El Viva México de que hablaba Cuesta!

Aunque en menor medida, en el ámbito literario ocurre más o menos lo mismo, aunque aquí se suelen dar gradaciones incluso ideológicas, como en el caso de una lectura que dio Saramago alguna vez en Bellas Artes y un grupo de retrasados, desde el segundo piso, comenzó a corear consignas zapatistas. O el de Paul Aster, que leyó unos textos verdaderamente inmundos y sólo porque, igual que ciertos cantantes y artistetes, tiene su grupo de incondicionales (empezando por Ruy Sánchez, que casi ponía los ojos en blanco), merecía la somnolencia que me invadió esa vez —creo que la amiga con la que fui me tuvo que despertar. Por otro lado, están aquellos que, estudiando letras, no leen nada, no saben nada ni sienten curiosidad de absolutamente nada.

Pero, finalmente, lo que me interesa señalar de estos diversos ejemplos, es que en todos los casos se trata de personas que repiten un ejercicio onanista que no conduce a ninguna parte, que no les repara mayor sorpresa. En algunos casos se trata de fetichismo puro, al mejor estilo de los artistas del mundo del rock: hay que ir a ver a Saramago no porque sea escritor, sino porque apoya a los zapatistas. Sólo retóricamente me pregunto, entonces, ¿en qué momento el ejercicio estético, artístico, se vuelve una rutina tal que hace que el que acuda a alguna de sus manifestaciones se vuelva prácticamente insensible a esta poderosísima fuerza? ¿En qué momento la pasión por la creación se transforma en un repetitivo hacer sin sentido? No lo sé, y acaso no importe. Pero para unos pocos, ver esos cuerpos desnudos, esos torsos en tensión, a punto de dar un giro, de saltar del pedestal en abierta rebeldía contra la materia que los somete.

No parece casual que en ese espacio tan feo en que fueron colocadas las esculturas, se encuentre, irónicamente, el siguiente pensamiento del autor: “Es feo en el arte lo que es falso, lo que es artificial, lo que sonríe sin motivo, lo que amanera sin razón, o que arquea o se endereza sin causa, todo lo que carece de alma y verdad, todo lo que no es más que alarde de hermosura y de gracia, todo lo que miente.”

viernes, febrero 10, 2006

Respuesta al recado previo

El post de hoy es una respuesta a las amables palabras de uno de ustedes, mis necesarios cero lectores, que después de leer las cuatro largas entregas previas, me dejó un comentario al respecto.

Me da gusto saber que no sólo soy leído por público en general, sino por uno que otro colega, aunque su identidad permanezca en las sombras. Es un derecho que le asiste. Y con respecto al comentario de este amabilísimo colega, que por sus palabras asumo es más joven que yo, puedo asegurarle, contrario a lo que él piensa, que sé exactamente cómo le pesan mis palabras, la dureza de lo que expreso. Sé cuánto dolor le pueden provocar, la gravedad de lo expresado. ¿Por qué lo sé? Porque no hablo desde una cómoda poltrona ni de aquello que no he experimentado. Qué fácil sería dar consejos de algo que uno no practica. Y sé lo que pesan porque a mí mismo me pesan, y aquí sí creo que puedo decírselo a este colega, más de lo que él se imagina. Porque no es sencillo pensar de esta forma, y relacionarse con la palabra de esta forma, y ser congruente con ello, y vivir acorde a eso. Cuando critico la vida literaria no es únicamente por un prurito intelectual, sino porque ya la viví, y sé de sus excesos. Como Martí, si hablo del monstruo es porque viví en sus entrañas.

Por eso en otro post hablaba de que la literatura no es todo lo externo, sino la creación. Para que exista todo lo demás, primero debe ser lo primero.

El problema de la literatura no tiene que ver con la inteligencia, no al menos como académicamente se le concibe. La razón por la cual la literatura mexicana es tan poco atractiva hoy día no es ésa. Es porque todo mundo está más interesado en el reconocimiento, en los premios. Y hay también otro asunto que no ha sido nunca señalado, y es el hecho de que pareciera que hay demasiados escritores, narradores, poetas. Pero no es cierto que los haya. Hay mucha gente, sí, escribiendo, pergeñando hojas que después aparecen firmadas con el nombre de cada uno. ¿Pero autores? No los hay. Y el problema es la sobreabundancia. De todo: de opciones para publicar, de darse a conocer, de leer las chingaderas que uno escribe, de salir en la tele a rebuznar con singular alegría. El aumento en la escolaridad general del país no significa que haya más autores. Y así como señalaba que la cantidad de lectores de poesía es hoy más o menos la misma que había en la época de Contemporáneos, es decir una auténtica minoría, también es un hecho que no ha aumentado el número de creadores, de autores. Como decía Ernst Jünger, y me desde hace años me adscribo a esta idea, escritor cualquiera lo es, pero hay que ganarse el título de autor.

Y tampoco considero que el teatro esté mucho mejor que la poesía, antes bien sólo de milagro no se ha ido a la coladera, y eso gracias a un reducidísimo número de autores. El dinero, la televisión, la actualidad mal entendida, el morbo, el escándalo, guían a la mayoría de los dramaturgos que suelen comportarse como buitres. Y la imagen no es gratuita: sólo les interesa la carroña. ¡Y que me perdone quien tenga que perdonarme!

Ojalá este amable colega siga visitando este espacio, porque pienso seguir profundizando en estos asuntos. Sólo quiero señalar algo en atención suya, y de otros que han dejado algún comentario. Siempre, invariablemente, contesto todos los mensajes que me son dejados.

jueves, febrero 09, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje: la palabra encarnada y fundacional

Aunque un amigo cero lector me sugirió que uniera los posts previos a éste en virtud de la unidad que decididamente he buscado en cada uno de ellos, el hecho, mis estimados cero lectores, es que no sé aún si ya acabé con esta reflexión. Por tanto, sigo sugiriendo a quien llegue aquí por vez primera, se dirija a las tres partes previas, aunque en realidad se pueden leer de manera independiente.

IV. Dije antes que la palabra funda una comunidad. Y que la relación entre la palabra y el creador debe ser carnal. En este sentido la experiencia con la palabra, para que funcione, debe ser no sólo de primera mano, sino que debe ser de carácter primigenio, primordial; como se diría en alemán, en uno de esos afortunados atajos lingüísticos tan característicos de esta susurrante y melódica lengua, debe tratarse de una Urerlebnis. Sólo así se logra lo que afirmé, a saber: que la palabra no apela a la comunidad, aunque de ella se pueda alimentar a menudo, sino a la intimidad. No apela a la comunidad, sino más bien la funda. Se ha hablado, por parte de otros comentaristas, y yo mismo lo he hecho, de esa figura del poeta adánico, de aquel que en una suerte de expresionismo no expresionista —en el sentido de esa búsqueda por lo primordial— busca dirigirse hacia un utópico mundo perdido que debe ser recuperado. Pero tal actitud es una impostura: ya no hay mundos por recuperar, no hay ya paraísos perdidos, no hay ya nada que nombrar por vez primera. Sólo hay algo que se debe fundar, siempre por vez primera: el lenguaje.

En cada ocasión el poeta debe apropiarse de las palabras, debe hacerlas exclusivamente suyas (ya es tiempo de olvidarnos, de una vez por todas, de ese paradigmático repetir chillen putas gorostiziano, o de esa inane forma de repetir como pericos el rimbaudiano sentó a la belleza en sus rodillas y la encontró amarga). Es lo que llamamos la voz del poeta, esa conformación gramático-lingüística que hace que su estilo, su voz precisamente, resulte inconfundible. Para el lector en castellano leer a Rilke no se diferencia mucho, salvo por eso que a falta de una mejor expresión llamamos su tono, de otros poetas, pero para el lector alemán su voz resulta inconfundible. Es imposible confundir a Rilke con Stefan George, a Benn con Trakl, a Hölderlin con Novalis.

La vida de las palabras (Lebenswort) sólo funda comunidad si se encarna, si se vuelve Urerlebnis, experiencia primigenia. Y es aquí donde la palabra, y no sólo la poesía —y a eso se refería Celan cuando dijo no nos vengan con poiein—, se relaciona con la religión. A menudo se menciona el valor de liga, de vínculo, entre ambas. Pero lo que aquí interesa no es tanto ese aspecto un tanto teórico del asunto, cuanto uno más específico, a saber: la encarnación de la palabra. Por ello no es un asunto menor relacionar ambos aspectos: fundación y encarnación. Cuerpo y comunidad. Eso es la poesía. Pero también la religión, más concretamente la institución de la Iglesia católica, puesto que ésta “siempre ha insistido en el aspecto corporal de su institución, en su encarnación” (M. Maffesoli, Au creux des appariences. Pour une étique de l’esthétique, Plon, Paris, 1990, p. 150). No es sorpresa que esta relación no sea casi mencionada, o siquiera vista entre nosotros.

La observación del sociólogo nos sirve para apuntalar, justamente, esta relación entre la palabra fundacional y la experiencia primigenia. En esto consiste lo que algunos llaman el mito del poeta adánico: no un fingido anhelo por una Arcadia imaginaria sino una experiencia entre realidad y palabra. Nunca se insistirá lo suficiente en este sentido; pero tampoco en este otro: no pocas veces se relacionan las funciones de la poesía y las de la religión, cuando esta relación sólo se asemeja en lo ya señalado, en hacer comunidad y en fundarla a través de la palabra encarnada. Por similares que parezcan ambas, el resultado y el objetivo de cada una no puede ser más diverso.

En efecto, el poeta no debe perder de vista que lo fundamental en su trabajo es la palabra, el lenguaje. Pero no con pretensiones absolutistas, de imposición, de transformación. Cuando la Lebenswort se agota, el lenguaje se convierte en un cascarón vacío que no conduce a nada. No se trata, como suponen, por ejemplo, tantos narradores de hoy, y en menor medida no pocos versificadores, de tomar grandes temas, asuntos de relevancia, de querer influir en la realidad social o política de la época. Al hacer esto, el escritor, sin importar el género en que escriba, literalmente desgracia el lenguaje. Al respecto, la observación del sociólogo, una vez más, apoya nuestra tesis: “La forma que une, alrededor de la cual uno se une, puede ser perfectamente minúscula, insignificante. Cézanne veía en la insignificancia de la manzana la ocasión para concentrarse en los problemas de la forma” (Op. cit., p. 123).

Apunto, anticipándome a algunas objeciones, que no se trata de proponer una sola forma de escritura. Y es que aunque así lo parezca, no debemos olvidar que la explicación y la interpretación son siempre un ejercicio posterior a la creación, pero ésta no se completa sin la lectura. Suerte de ouroboros semántico que requiere, justamente, de la participación para su completad. Esta especie de curvatura del campo semántico, para usar una analogía matemática, si así se le quiere llamar, remite, sin más, a lo femenino, a lo untuoso, a lo que se vuelve sobre sí mismo. No se equivocaban lo aztecas y otros pueblos mesoamericanos al personificar a cada una de las etapas del maíz sobre o bajo la tierra con una deidad, en vez de verlo como un proceso continuo y unitario, a la manera de la ciencia moderna.

Al proyecto de la modernidad se opone no sólo un espíritu de necesario barroquismo sino, aún más, uno de feminización, de erotización del mundo y de la palabra que no se puede teorizar a priori sino a partir de los objetos textuales producidos. Así, la experiencia con el lenguaje, con la palabra, consiste en devolverle a ésta su cualidad germinadora, a fin de que funde esa comunidad que mencioné. Por eso mismo, cuando el poeta, el escritor, asume un proyecto previo, de alguna manera está validando el proyecto lineal, finalista, de la modernidad. En efecto, ¿cuántos proyectos de trilogías, tetralogías, novelas que abarcan la historia de la modernidad, que la critican, hay entre nosotros? ¿Cuántos escritores hay que elaboran proyectos literarios para cumplir con los requisitos de una beca o de un concurso?

Justamente esta feminización de la escritura, esta erotización del mundo, recurre más bien al azar, a un avanzar a tientas, justamente, para deleitarse con lo hallado (¿no hay acaso una canción por allí que se llama Dónde pongo lo hallado?) y deambular sin un fin preciso. Es lo que Maffesoli y su escuela llaman la tribalización del mundo. La tribu es lo opuesto a la modernidad, a la muchedumbre citadina: el pequeño grupo que se reconoce en un detalle.

Al abocarse a criticar el mundo a través de proyectos literarios que establecen apriorísticamente sus metas, el escritor menosprecia el lenguaje, lo disminuye hasta anularlo, o estandarizarlo. Por eso la pertinencia de la referencia a Cézanne, que bien podría haberse hecho, en un sentido similar, a Eliseo Diego y su poesía de las pequeñas cosas. En esta asombrosa poética no hay una visión que abarque el mundo, no hay un afán positivo, finalista. Como en Cézanne, la poesía de Eliseo Diego es la oportunidad para ver en la insignificancia de las cosas el poder germinativo del lenguaje, de la forma. Es decir, el proceso inverso a la mayoría de nuestros escritores de hoy día, que invierten la perspectiva pensando que mientras más abarque su escritura (la historia nacional, de Occidente, etcétera) más crítica y rica en sentidos será, cuando en realidad así es como ayudan a consolidar un proyecto que en el fondo los desprecia. Esto también explica el fervor por los mayores, los predecesores, por las jerarquizaciones.

El lenguaje debe ser para el poeta, para el escritor, entonces, como las manzanas de Cézanne: en su insignificancia, la palabra, igual que una semilla, porta un mundo que sólo puede ser desvelado cuando se le apropia y se le arropa adecuadamente. Cuando se establece esa Erdlebenerlebnis de que hablaba C. G. Carus, el lenguaje florece, justamente, por tratarse de una experiencia de la vida de la tierra.

La palabra, como la semilla, ese objeto tan diminuto, tan usado y abusado, es el sitio de reunión donde el Ser se reconoce y hace comunión, donde se funda la comunidad. No hay comunidad sin lenguaje. Por eso la sospecha hacia el lenguaje cotidiano, hacia la expresión directa en poesía, que por supuesto no debe ser tomada como un reproche a priori, sino como una consecuencia del uso y del abuso. Querer ser entendido a toda costa, como si ese fuera la finalidad del ejercicio lírico. No se trata de tener lectores, sino de hablarle al oído a éstos. Porque en el fondo, frente al estruendo y omnipresencia de los mass media, de las estaciones de radio y las televisoras, el poeta no tiene otra forma de comunicar y fundar una comunidad sino como en la antigüedad se hacía: a través del secreto de la palabra fundadora.

Por otro lado, es necesario volver a insistir en el hecho que el lenguaje se desgasta. Y al desgastarse, se transforma en moneda de uso corriente, en el que todo se da por sentado. El poeta no puede proceder de esa manera. Ocurre lo mismo que con la música. Como señala René Jacobs a su espléndida grabación de Le nozze di Figaro, cuando nos familiarizamos con una obra es natural que sintamos el deseo de regodearnos en ello, y de allí que sea comprensible que los tempi se alenten, y el escucha se regodee en una lentitud que nos facilita el acceso y el placer —en esto también tiene que ver el desarrollo de los instrumentos, que eran más pequeños en tiempos de Mozart y ahora son ostensiblemente más grandes; basta con escuchar el Gloria de Vivaldi de Alessandrini y comparar este volcánico Prette Rosso con sus similares anglificados, regodeándose en una ampulosidad que está muy lejos de ser meridional, mediterránea, incluso erótica. De igual forma, al familiarizarnos con un lenguaje, con un vocabulario, es natural que deseemos hallarnos a nuestras anchas, en territorio conocido. Pero ésa no es la labor del poeta.

Igual que en los ejemplos musicales mencionados, y de manera exactamente idéntica a lo que ocurrió con los colores originales del techo de la Capilla Sixtina, la labor del poeta es quitar esa capa de polvo que hace que las palabras se escleroticen, se regodeen en lo conocido, que la identificación se pierda en la indiferenciación de lo aceptado como general, en lugar de la identificación que proporcionan las palabras desafiantes ante lo ya dado por sentado, given for granted. La observación del sociólogo, una vez más, apoya nuestra argumentación: “La poesía no es un simple suplemento del alma, más o menos superficial según las épocas y los momentos sociales. Es la metáfora, el ejemplo acabado de todo opus. Es la obra por excelencia [... y al referirnos] al carácter divino de la obra artística, es porque en ella la trascendencia irrumpe” (Op. cit., pp. 200 y 278, respectivamente).

No perdamos de vista el uso de la terminología dionisiaca: irrupción. No aparición, ni siquiera materialización, sino irrupción, es decir algo que sale abruptamente, de improviso. Así nace la palabra poética, así nos confronta con la realidad. Es el poder oculto de la deidad arbustiva (nada más femenino que un árbol) la que se halla detrás de la palabra poética. Si el lector desea hallar comodidad, bien hace en no acercarse a la poesía. Es comprensible que una impresionante cantidad de narradores confiese abiertamente no entender la poesía: es natural.

La verdadera poesía es un fuego que consume.

martes, febrero 07, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje, una poesía secreta y clandestina, última parte

Para concluir mi reflexión precedente, entrego esta parte temporalmente conclusiva, a la espera de seguir profundizando en ella. No es necesario señalarlo, pero lo hago, que para su cabal comprensión las tres partes deben ser leídas de manera ordenada, por lo que se recomienda ir al primer post respectivo.

III. En otro sitio he citado una frase de Claudio Magris que viene muy a cuento respecto a este asunto de la creación literaria. Dice Magris que “la poesía auténtica debe ser secreta y clandestina”. Para nuestros poetas sin lectores esta podría ser la confirmación externa de su coartada profesional. Secreta y clandestina. Que nadie sepa de ella. El problema es que todos desean que se sepa. Es un asunto de gradación, porque en realidad no es tanto que quieran que se sepa de su obra, cuanto que a partir de ésta se sepa de ellos. Por eso es indispensable no perder de vista la conclusión de la idea de Magris: “La auténtica literatura no es la que halaga al lector, confirmándole en sus prejuicios y seguridades, sino la que lo acosa y lo pone en dificultades, la que lo obliga a ajustar cuentas con su mundo y con sus certidumbres”.

Nada más alejado de lo que uno encuentra en nuestros poetas, o más bien versificadores. Si la dificultad estriba en algo es en aguantar la lectura no siempre del libro, sino en ocasiones de un solo poema. A eso me refiero cuando afirmo que hoy en México, salvo contadísimas excepciones, tenemos una literatura estandarizada, en donde casi no hay espacio ya no digamos para la sorpresa (que puede darse) sino para el ejercicio condicionado de una poesía que desafíe al lector en un sentido interior. No el reto de ver se si pueden leer equis número de páginas o de poemas sólo porque el autor tiene un cierto nombre en el gremio literario, o ganó algún premio, o fue becario de sepa la bola qué diantres; no, el reto de ingresar en un territorio que no es otro que el interior, el del poeta y el del lector.

Se trata de un ejercicio de responsabilidad por partida doble, pero que nunca se da desde el principio. Por un lado, la responsabilidad del poeta por crear un poema que sea la historia de su propio mito personal, como ha dicho Gadamer, y por el otro la del lector por descifrar ese mito que es el suyo propio, el de cada uno como lector solitario. Porque así como la creación es un ejercicio individual, también lo debe ser la lectura. Es por eso que también desconfío de esos poetas (es cierto que cada vez son menos) que reúnen grandes auditorios. Igual desconfío de esa escritura que pretende ser coloquial, que busca la expresión directa sólo como un fin en sí misma. El mejor ejemplo de poesía que busca la expresión directa sin casi mediación de imágenes o metáforas, es la de Paul Celan, o la poesía última de José Ángel Valente.

La expresión simple y llana sólo conduce a un desmoronamiento de la responsabilidad lectora. Se trata de un extremo del espectro. En el otro está la experimentación, la vanguardia. Ya me he referido en otro sitio a esto, así que no abundaré en ello. Se puede colegir de lo hasta aquí señalado, entonces, que la escritura que me interesa es aquella que podría llamarse, para utilizar un poco libremente un término sociológico no muy feliz, anómica, que no tiene norma, es decir aquella que se desvía o rompe las reglas sociales de la literatura establecida. Aquella que siendo anómica no aspira a ser canónica, aunque a la postre suela ocurrir así.

No me refiero, por supuesto, a esta rebeldía literaria de la que ya he hablado, de quienes se sienten escritores malditos sólo porque confiesan abiertamente su consumo de alcohol o drogas o cualquier otro estimulante. Tampoco me refiero a quienes hartos del mundo se sienten rebeldes sin causa y adoptan modelos foráneos de comportamiento, y con foráneos no me refiero extranjeros sino ajenos a su realidad, a su experiencia, a su medio ambiente. Me refiero a una anomia más profunda, más radical. Y es que así como en su momento definí la vanguardia en términos etimológicamente militares, así también debe entenderse esta anomia. A saber, no se puede ser anómico por voluntad, sino por destino, de la misma manera que no se puede ser vanguardista por la experimentación solamente, sino por una razón de base, en sentido mozartiano.

Un ejemplo de esta anómica clandestinidad de la literatura es, para no ir más lejos, la de Fernando Pessoa. La suya es, justamente, una escritura perfectamente anómica, transgresora en su más puro sentido. Otro ejemplo de escritura anómica y clandestina es la de Gottfried Benn. Aunque a diferencia de Pessoa éste sí pudo ver los frutos de su trasgresión, de su anomia literaria como triunfo generacional. Es así como lo anómico puede volverse canónico. Pero podría decirse, en términos bennales, que no se vuelve canónico, sino más bien se deviene canónico, se le reconoce igual que el genio.

En un brillante apunte sociológico, pero que puede ser aplicado puntualmente a nuestra reflexión, Michel Maffesoli señala (Au creux des appariences. Pour une étique de l’esthétique, Plon, Paris, 1990, p. 60) que “el exterior no es más que el símbolo de una realidad inefable, no es más que el vector hacia un mundo superior, el de la deidad o el de las ideas. El arte no hace más que señalar más allá de lo que se da a ver [...] la pintura religiosa o más tarde la pintura alegórica tienen como única función el hacernos pasar de lo visible a lo invisible, de la apariencia de las cosas a su pura esencia.”

Justamente, si no hay lectores es porque la literatura, la poesía de nuestros días ha invertido estos términos, o más bien lo ha mutado. No hay esencia, todo es pura apariencia. Al referirme a este tipo de Erlebnis indiqué, precisamente, la falta de ese aspecto inefable en nuestra poesía, en los “poetas” que son mis contemporáneos y en los inmediatamente precedentes. Salvo raras ocasiones, lo que uno encuentra (por no decir lo que encuentro yo) en esta “poesía” es sólo una apariencia, una fachada, una cortina de humo, o como he señalado antes, una coartada tras la cual ocultarse para no dar la cara, para no responsabilizarse frente al lector, pero más importante, para no responsabilizarse ante sí mismos.

Y no es que no haya lectores. Siempre los ha habido, incluso entre nosotros. Pero el verdadero lector no está a la espera de la más reciente reseña en el suplemento dominical ni el resultado de la más reciente convocatoria de poesía o de becarios. Todo esto es sólo apariencia, fachada de eso que bien se llama vida literaria. No es casual que haya una televisión cultural y secciones culturales en los periódicos nacionales. En el fondo se trata de lo mismo, de una forma de entretenimiento, de un producto que debe ser agradable y de fácil y rápido consumo. El verdadero lector de poesía no está interesado en este tipo de fast food cultural.

Lo que busca el verdadero lector de poesía, ése que no se deja engañar por oropeles temporales, es justamente la pura esencia de la escritura, aquello que en verdad hace temblar y nos confronta con la realidad. Es hora de decirlo. Sólo la frivolidad más espantosa puede hacernos creer que no hay lectores. Eso es totalmente falso, lo que no hay es poetas.

La verdadera literatura no compite por ventas ni por éxitos en librería. Las estadísticas mienten. J. K. Rowling no vende más libros que Dostoievski, ni hay más lectores por ella que los que hay por Tolstoi o por Musil. Ocurre lo mismo que en la música. No hay más gente comprando discos de ópera porque vieron o escucharon a los Tres Tenores en un mundial. Todo esto no es más que vanidad, espectáculo, entretenimiento.

La verdadera literatura de nuestros días es clandestina en su mayor parte. No apela a la comunidad, aunque de ella se pueda alimentar a menudo, sino a la intimidad. No apela a la comunidad, sino más bien la funda. Este es el aspecto de preñez que la verdadera literatura porta y que ha sido señalada por tantos críticos y no pocos poetas. Y la preñez, igual que la creación, son actos privados, y en modo absoluto, asuntos relacionados con lo femenino, tan despreciado por no pocos poetas que sólo hablan de ello desde afuera y no como experiencia fundacional.

Hay motivos muy bien fundados, entonces, para suponer y afirmar que los “poetas” de hoy día en México mienten con todos los dientes, que su versificación no es más que un ejercicio espurio de la palabra, convertida en una mascarada sin sentido ni razón de ser, y que por eso no hay lectores, y que en ese círculo vicioso de no-lectores/no-realidad se puede concebir un ars poetica que reproduzca vicios y comportamientos que están muy lejos de corresponder al tejido social lírico.

No se trata, en última instancia, como suponen muchos académicos y críticos, de estudiar la literatura como un reflejo de la realidad, sino como la portadora de una realidad preñada de fuerza magmática. Sólo así lectores y autores hallarán un ejercicio que permita elevar el lamentable nivel literario que se ve por todos lados desde hace años, pero que nadie se atreve a señalar.

El asunto no es menor. Ocurre como en la música. En un pueblo donde no hay la menor cultura musical, el ejecutante comienza a perder las muchas o escasas facultades interpretativas y termina por ofrecer un guisado a medio hacer que no alimenta el espíritu ni libera al escucha. Así es como, por ejemplo, ha sucedido con Horacio Franco, a quien sólo le falta grabar un disco en vivo en el Teatro Blanquita, interpretando a Juan Gabriel y a Vivaldi. Rapidez no significa precisión, y el virtuosismo, cuando sólo es un ejercicio onanista sólo conduce al ridículo. Peor cuando es el ego el que manda, como en el caso de Carlos Montemayor, cuya coartada, una más, es que explora una de sus facetas poco conocidas. Sólo le falta salir en la Academia o en Te regalo mi canción o programas del estilo. Total, ya sale como “líder de opinión” en el Canal de las estrellas. Pero su caso ni es único ni es el más grave, aunque sea el más sintomático de la frivolidad y la mentira literarias.

Si los lectores deslumbrados por el prestigio espurio y el oportunismo barato no tienen pudor en asumir que cualquiera puede ser lo mismo cantante que intelectual, que poeta y narrador, no debe entonces sorprender el autismo al que parece condenada una buena parte de nuestra literatura. Que nadie se llame a engaño cuando los daños sean irreversibles, aunque los éxitos de librería sean enormes. Ocurrirá lo mismo que ocurrió cuando los administradores de Warner decidieron que Teldec y Erato no eran rentables.

lunes, febrero 06, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje: nada altera el desastre, segunda parte

Antes de continuar con la segunda parte de mi reflexión en torno al lenguaje lírico, debo recordarle a mis cero lectores que es idóneo leer primero el post previo a fin de seguir los razonamientos y ejemplos. Al mismo tiempo, les informo que a quienes nos interesa el fútbol americano, finalmente Pittsburg nos dio la alegría de obtener su quinto súper tazón, y aunque no se vio dominador ni poderoso en extremo, hizo el mínimo necesario para ganar. Ya escribiré más tarde un comentario al respecto. Mientras tanto, los dejo con el post de hoy.

II. En la concreción de la escritura se configuran, o deben configurarse, los signos de la fractura entre individuo y realidad, dando como resultado un lenguaje único a disposición del poeta. Este lenguaje puede ser heredado, en le sentido que se le da a la tradición (por ejemplo, el lenguaje de los románticos), o puede forjarlo el poeta a través de su propio ejercicio lírico (el lenguaje de Celan). Pero esta fractura no es experimentada de manera colectiva, aunque socialmente pueda explicarse de esa forma genérica, y la razón de esta separación es muy simple: la escritura, la literatura, es un ejercicio puesto en marcha por un individuo, no por una masa. Puede haber obras anónimas, de autores desconocidos, pero no hay obras colectivas, por más que haya quienes afirmen que las hay. Lo que puede existir es la transmisión colectiva, pero no la autoría colectiva. Ello se verifica en la literatura, pero también en la música. Por ejemplo, Las folías o Greensleaves o La Chanson del’homme armé son algunas de las melodías populares más célebres de todos los tiempos (aunque la popularidad de la tercera sólo abarcó el Medievo), pero el hecho de que sean de autoría anónima no significa que ésta sea colectiva. Necesariamente alguien tuvo que componerlas, idear la melodía base que después sedujo a generaciones de escuchas y músicos.

Al referirme al ensayo de Vicente Quirarte sobre el mar en la poesía mexicana señalé que en su exposición no llegaba a ningún punto. Bien podría haber elegido Quirarte cualquier otro tema: las flores, las calles, las montañas, los ocios, el resultado no habría variado sensiblemente. La razón no es tanto el tema o la geografía de los poemas, sino el lenguaje. O más bien, lo que hay detrás del lenguaje, que es nada. No hay nada que respalde a ese lenguaje. Es decir, aunque suene repetitivo, lo que suele haber en esos poemas no es el resultado de una experiencia, cualquiera que ésta sea, transfigurada en experiencia verbal viva.

Es muy significativo que uno de los versos más célebres de José Emilio Pacheco afirme que “nada altera el desastre”. Se pueden dar diversas interpretaciones a este verso, de acuerdo al contexto histórico o lírico a considerar. Pero ésta bien podría ser la divisa de la poesía mexicana de los últimos veinte o treinta años. La pregunta más directa es, ¿por qué nada la altera? ¿Por qué los poetas escriben como si nada sucediera a su alrededor? De alguna manera podríamos señalar que esto tiene que ver no sólo con la presencia o no de esa fractura lingüística, sino más profundamente aún con las motivaciones que llevan a alguien a la escritura, a la literatura.

Es curioso, pero una parte importante de la literatura mexicana que a mi generación le tocó leer (y aquí uso el término generación en un sentido mucho más amplio que el que usualmente se le usa) carece por completo de relevancia, de peso específico, de algo que decirle al lector. Esa literatura germinó dentro de un periodo específico de bienestar y crisis al unísono, en el que lo único que se transparente en ella es lo primero y no lo segundo. Como si los poetas hubiesen vivido en un capullo que los aisló del horror del mundo exterior. Fue la época, última, de los talleres literarios, que se multiplicaban con singular alegría, y de escritores y antologías y suplementos y revistas. Cualquiera podía aspirar a ser escritor, a ver publicadas sus ocurrencias. Y lo cierto es que muchas de aquellas oportunidades, de aquellas publicaciones que despertaron el afán por publicar de no pocos de los miembros de mi generación (y algunos más jóvenes) no dejaron la menor huella y no veo que nadie llore o añore aquellos días.

Pero el punto no es quiénes aprovecharon (o cómo) y quiénes no aquella vorágine. La fractura social no se ve por ningún lado. Es mentira que el temblor de 1985 haya sido el despertar de la sociedad, como afirman Monchifláis y Poniatowska. Fue el despertar de absolutamente nada. El vacío dejado por el poder fue llenado por la población, como el agua que llena una palangana vacía. Después no pasó nada. Ni social ni cultural ni literariamente. No hay siquiera una sola película sobre aquellos acontecimientos. No hay una gran novela que recupere la memoria.

Y este es el punto clave. La memoria.

Contrario a lo que creen nuestros intelectuales y escritores, cuyas opiniones no suelen diferir mucho en profundidad y objetividad de lo que opinaría un carnicero o un peluquero, somos un pueblo sin memoria. Que haya monumentos históricos, pirámides, museos, bibliotecas, en cualquier calle (o en casi cualquiera) no significa que haya memoria.

No se trata, una vez más, de agregar topónimos o de honrar a los caídos. Ver el asunto desde esa perspectiva es errar el blanco. Se trata de ver el asunto desde adentro, desde, justamente, la fractura que hace posible la escritura, no desde la comodidad de una poltrona a media sala. Es decir, de la relación entre literatura y realidad, en esa unión donde la realidad se transfigura en gramática, en una gramática personal, en esa voz inconfundible que sólo puede darse cuando a la literatura se le pide lo único que ella puede dar, lo único que puede ser: creación.

Una buena parte de la literatura mexicana, de la poesía en particular, de las últimas dos o tres décadas del pasado siglo es irrelevante porque parece haberse condenado a un autismo auto-impuesto, a un no reflejar la realidad en términos de lenguaje. Casi todo lo escrito en esos treinta o veinte años es una suerte de emasculación colectiva en nombre de la inanidad. Casi podría decirse que esa literatura escrita en las tres últimas décadas muestra una salud mental envidiable.

“Nada altera el desastre”.

Si los amores o desamores ocurren, nadie se entera. Si muere un hermano, el padre o la madre, el dolor permanece oculto, aunque se le escriba. Todo está escrito con demasiado pudor, con demasiada corrección. Incluso aquellos que se sienten, más de un siglo tarde, escritores malditos, que quieren espantar a las buenas conciencias, no espantan a nadie, dan pena ajena.

Si alguien no me cree, basta con revisar los libros premiados con el Premio de poesía Aguascalientes para comprobarlo. ¿Qué libro fundamental ha sido premiado? ¿Qué versos pueden ser repetidos por generaciones de lectores que ameriten nuestra memoria? Que yo sepa, ninguno. Treinta años o más y no ha habido un solo libro que sea digno de recordar, de releer, de compartir gustosamente con otros. El premio, y con él la literatura, se ha estandarizado.

Es casi natural que no haya lectores de poesía. Ningún lector se deja engañar impunemente, salvo los propios escritores, los propios poetas, que son capaces de aplaudir lo que sea si ello les puede atraer algún beneficio ulterior. Pero el lector, que no busca esos chanchullos, esas transas literarias, no tiene porqué transigir con versos mediocres, directos o esotéricos, porque lo que quiere es vivir una experiencia fundamental, que sólo el lenguaje en estado magmático puede ofrecer, sea a través de una explosión verbal o a través de una contrición lingüística. El lector de verdad no se deja engañar. Por eso es más fácil ver a alguien leyendo a Cavafis o a Neruda o a Rilke, que a cualquier poetastro nacional que haya ganado un premio o sea becario.

Pero este es otro de los grandes mitos finiseculares. No hay lectores. La coartada perfecta para vivir en el autismo lírico más lamentable. Justamente, si no hay lectores, si no hay realidad externa a la cual deba responder el poeta, entonces cualquier mediocridad está permitida. La escritura se vuelve algo tan sintomático como el sarpullido juvenil; es decir un fenómeno temporal que puede volverse permanente. En tal sentido, no existe relación entre palabra ni realidad sino como un mero accidente, no como una auténtica transfiguración de la realidad a través de la palabra vuelta experiencia fundamental.

A propósito de esta experiencia fundamental, la filosofía de Dilthey elabora el concepto básico de Erlebnis, que he utilizado para justificar teóricamente mi acercamiento a la poesía de algunos de mis contemporáneos a través, justamente, de experiencias fundacionales de la escritura, experiencias que alteran el orden y la relación del escritor con el mundo, transformado por esta Erlebnis en experiencia verbal. No voy a exponer aquí los resultados de esa investigación porque espero que pronto vea la luz, pero puedo señalar que esa Erlebnis que altera el equilibrio, ese orden que podríamos llamar, un poco excesivamente, natural en el que vive el individuo. Igual que la experiencia del mal, que debe entenderse como aquel fenómeno que altera el orden del universo, la Erlebnis que en verdad importa es aquella que posibilita esta relación carnal con la palabra, esta transfiguración de la realidad en lenguaje manifiestamente magmático y transformador.

En un análisis que hice sobre un poema de El fulgor, de José Ángel Valente, publicado en http://mexicovolitivo.com/2004/Junio_Julio/joseangel.html, indiqué la forma en que la realidad es transfigurada por la palabra; el análisis de este breve poema ejemplifica el tipo de poesía, el tipo de relación con la realidad y la palabra que me interesan. Pero lo que me interesa señalar aquí no es sino que este tipo de poesía es el fruto de una alteración, de una fragmentación de la realidad en la cual el lector tiene una responsabilidad enorme: la de interpretar y ejercer su autonomía como lector, aquella que posibilita el diálogo auténtico a través del ejercicio hermenéutico en su más elevado sentido.

¿Cómo se dan estas experiencias fundacionales de la poesía, de la palabra? De muy diversas formas, en lo individual, en el corazón mismo del poeta. Es posible que aquel que viva esta experiencia fundacional tenga o no talento. Es posible que tenga un manejo óptimo con la palabra. Estos dos aspectos son totalmente irrelevantes para con respecto esta Erlebnis. Es justamente ésta la que importa, porque es a partir de ella que surgirá el nuevo ser encarnado: el poema. También en otro sitio he señalado mi interés por la relación poesía e insania, o poesía y melancolía, o poesía y locura, o poesía y depresión, es decir por esos fenómenos del espíritu que la ciencia sólo consigue delimitar, diseccionar, pero nunca entender a cabalidad. Es esta Erlebnis la puede originar el poema, pero más aún, puede desencadenar la escritura. Esta gradación es importante. Ya Platón habló en su momento de cómo incluso alguien que fuese un pésimo poeta podría escribir un gran poema y cómo es que podía darse ese caso. No voy a referir aquí nuevamente la teoría platónica de la posesión daimónica, pues además de medianamente conocida, ya he abordado el asunto en un extensísimo ensayo que espero vea también la luz algún día; lo que sí me interesa señalar es, justamente, un ejemplo de ese tipo de posesión divina, de Erlebnis fundacional que permite el surgimiento de la escritura o del poema, como es el caso que voy a referir.

En estos últimos treinta años no ha habido prácticamente un solo poema digno de recordar entre nosotros, con excepción probablemente del siguiente ejemplo, que transcribo completo. Se trata de un poema escrito por un poeta sin ningún talento ni mérito alguno, y que jamás pudo volver a escribir algo como lo que en este poema se conjuga. Es el caso de alguien poseído por las potencias divinas de que hablaba Platón, y que sin mayor talento ni mérito, escribe uno de los poemas más memorables de nuestra poesía en el último cuarto de siglo pasado. Es un poema que ha pasado de mano en mano, o más bien de boca en boca, durante años, y no conozco a nadie que no resulte embelesado y sorprendido por su fuerza abismal. Su ritmo y su fuerza verbal recuerdan a la de cierto Huidobro, pero lejos de divertirse en juegos y prodigios lingüísticos, entrega su magma con la fuerza de una explosión de materia incandescente, como una nube piroclástica que arrasa con todo a su paso, incluyendo al autor.


Caidal mi pinche extrañación vino de golpe
a balbucir sepa qué tantas pendejadas;
venía dizque a escombrar lo que el almaje me horadaba,
y a tientas tentoneó para encontrarse
un agujero tal de tal tamaño que en su adentro
mi agujereaje y yo no dábamos no pie
sino siquiera mentábamos finar
de donde a rastras pudiera retacharse nuestro aullido
Eso es lo que me queda —dije— de tanta extrañación
como he tenido; un hueco nada más, y ya me crujo
del tanto temblequear de que ese hueco
del mucho adolorar se me deshueque
y ya ni hueco en que caer tengamos
ni mi agujero ni mi yo
tan deshuecado invertebral volvido
que ni a madrazos mi almaraje quiera
ponerse a recoger su trocerío.

Caidal mi pinche extrañación se fue de golpe
luego de extremaunciar sepa qué tantas pendejadas;
no le entendí ni madres de todo lo que dijo,
pero sentí que era de cosas que desgracian.
A buena hora se te ocurre —dije—
venirme a jorobar con lo pasado,
cuando que a puro ferretear me atasco el alma;
si no fuera por tanto pinche clavo que me clavo,
ya ni memoria ni aulladar tendría.
A mí de sopetón una mujer me destazó en lo frío,
y desde entonces
a puro pinche ardor me estoy enfriando.
Ni lumbre en el finar del almaraje y sus trocitos queda,
y sólo el agujero está y estamos dentro
mi esqueletada y yo y mis agujeros,
a trompicones tentaleando fondo
para por fin tener donde aventar el alma
y de una vez echar la moridera.

Luego de extremaunciarme el esqueleto,
mi pinche extrañación se fue de golpe;
a tales rumbos me aventó de lejos
que pura mugre soledad me fui encontrando;
de arrempujón en empujón llegué a mis huecos,
todo ya de oquedad hallado hoyado,
y sin huesaje ya y sin nada
en que la agonición llevar acabo.
Es frío —me dije— lo de agonir que tanto escalda,
pero el asunto es memoriar lo que en trocitos
del almaje va quedando de esa mujer, y yo memorio
de cuando me hoyancó, y luego hubo un desmadre tal
que estropició la elevación de los San Ángel,
y memoreo, también, que al destazarme
los huesos se me fueron hasta un deshuesadero tal
que, entonces, mi agujereaje y yo crujímonos de frío,
y a puro pinche enfriar hemos andado desde entonces.

Extremahumado ya,
ni un chinguirito de lumbre en el almaje y sus retazos queda
para lumbrar siquiera el huésar donde a tumbos
velorio a esa mujer que desahució mi almario
y cascajó, de paso, la ardidera.
Una llagada me dejó, y qué llagada,
y a luego hubo un friadal y un chingo más de cosas
que a chingadazos, pues, me auparon la caída.

Si así —me dije—, sin nada de huesar
y a puro bújero velorearé por siempre a esa mujer
mientras chinguitos del almar me queden,
y siendo como es de frío lo de agonir que tanto escalda,
mejor ya de una vez me descerrajo el alma
y a ver en qué lugar la moridera boto.
Ya ni mi triste corazón me aguanta nada,
y ya que en éstas del morir me esculco muerto,
dada la extremaunción, el último traguito
mi agujereaje y yo nos lo echaremos solos.
Briagados ya, y a tarascazos, dando fondo,
vidriaremos por ahí a ver en qué mugre velorio
nos aceptan:
resurreccir como que está bastante del carajo,
y este pinche camión de Tizapán que ya no pasa,
como que nada más hasta un barranco hubo llegado.
[junio de 1971]

Se trata de un poema de Max Rojas, El turno del aullante, que ha sido literalmente aprendido de memoria por quien ha leído esta furia lingüística y transmitido verbalmente desde su aparición hace ya más de treinta años. Mi opinión es que estamos ante una absoluta obra maestra lírica de nuestra poesía, en donde las referencias a topónimos son más bien parte de un magma incontrolable que describe con su furia el raudal desasosiego del abandono amoroso como jamás había sido descrito entre nosotros. Y sin embargo, el autor jamás logró alcanzar de nuevo este nivel verbal de expresividad, de reflejo de una realidad cotidiana transformada en pura experiencia del lenguaje.

Caidal mi pinche extrañación, probablemente los versos más célebres entre los lectores que no acuden a suplementos ni revistas, que no se fijan en prestigios espurios, en premios, en becas, en toda esa parafernalia que tanto gusta el medio literario, y que ya en otro momento he señalado como algo que no tiene nada que ver con la literatura. No sorprende entonces que alguien critique este tipo de poesía que tanto se celebra con un verso medio cojo pero que resume muy bien el sentir de no pocos lectores: ¡Chinguen a su puta madre! si se puede (publicado en http://cangrejoinmortal.blogspot.com/2006/01/la-poesia.html).

Caidal mi pinche extrañación es un ejemplo de cómo aparece una experiencia fundacional, que en este caso sólo alcanzó para un poema, pero que en otros casos puede dar origen a toda una literatura, como es el caso de la de Paul Celan. ¿Nada altera el desastre? Sí, hay cosas que lo alteran, y si se da una feliz conjunción, es posible asistir al surgimiento de algo digno de ser leído, algo que nos obliga a no olvidar, más allá de la geografización o desgeografización del poema, del lenguaje. Cuando esto ocurre, no importa ya el paisaje o los sitios que se mencionen en el poema, porque el único sitio que verdaderamente importa es el paisaje interior, el del espíritu en estado de gracia, o de desgracia, según se quiera ver.

domingo, febrero 05, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje, primera parte

Entrego provisionalmente a mis cero lectores la primera parte de una reflexión que no les resultará del todo desconocida ni les será extraña si ya han leído otros post previos. En espera de su paciencia a la hora de la lectura, y de su generosidad a la hora de lo comentarios, les dejo el post de hoy.


I. En una reflexión (29/enero/2006) de Jorge Solís Arenasas aparecida en http://deterrito.blogspot.com/2006/01/ganar-las-calles.html hay un apunte sobre el uso del lenguaje en la poesía reciente de México, lo que debe leerse como la poesía de los últimos veinte años. El punto concreto sobre el que Solís Arenasas llama nuestra atención es, en sus propias palabras, “al simple hecho de que el lenguaje con que actualmente se escribe, hasta donde yo puedo leer, no está fincado en nada... O al menos ni intenta estar fincado en nada...” (Conversación 3/febrero/2006)

La reflexión de Solís Arenasas se basa en un verso (más bien línea) de un poema en una antología (¡una más!) de poetas jóvenes mexicanos; dice Solís Arenasas: “Tomé el libro y, al azar, lo abrí en la página 218, donde está Kentucky, un poema de Alí Calderón. El primer verso dice: ‘Las luces cambiaron en West Vine y Broadway Street’...” Su sorpresa no es para menos, puesto que, según él mismo refiere, no vuelven a aparecer más referencias a sitios concretos ni en el creador de semejante verso ni en ningún otro de los incluidos en la antología. Dice Solís: “Si en la poesía norteamericana, por situar un ejemplo, los nombres de las calles, de los sitios públicos, de los puentes, etc., se han integrado como cuerpos textuales con plena carta de ciudadanía poética, en la poesía que suele escribirse en México impera lo contrario.” ¿A qué se debe esto? Haré un intento no tanto por responderle a Jorge, sino por responderme a mí mismo, que tal vez sea lo mismo.

Para empezar, me gustaría señalar algunas cuestiones sobre esta geografización o desgeografización de la poesía mexicana. Es cierto que en una gran parte de la poesía de los últimos veinte o más años la geografía de los sitios: calles, plazas, mercados, pueblos, etcétera, brilla por su ausencia. Más aún, pareciera que la realidad es la que está ausente. Bien hace Jorge Solís en parafrasear aquel ensayo de Gadamer al preguntarse “¿Estarán mintiendo los poetas?” En el sentido previamente señalado, recuerdo haber leído hace ya quince años más o menos un ensayo de Vicente Quirarte sobre el mar en la poesía mexicana. Un ensayo sumamente superficial, sin profundización y sin mayor relevancia, pero que tomaba un elemento del paisaje para rastrearlo a través de diversos versificadores, que no siempre poetas. El problema con tal ensayo es que no llegaba a ninguna parte, y el paisaje marino resultaba un elemento pictórico, decorativo, antes que una motivación más profunda, lingüística. Y este es uno de los puntos centrales del problema. En realidad el mundo exterior en la poesía mexicana es eso: un mundo exterior del cual no toma nutrientes ni le sirve para nada.

Pero es necesario aclarar que esta geografización o desgeografización de la poesía no es ni total ni es unívoca y quizá sea el síntoma de algo más serio. Hace quince años también se dio una moda que, atenuada, aún hoy persiste, y que se manifiesta, justamente, de manera geográfica. Los poetas del sureste mexicano, después de haber leído a Pellicer y a Becerra, se han dedicado a hacer el censo de la flora y de la fauna de la zona, con más pena que gloria. Los pocos que han optado por otras rutas son verdaderamente soporíferos, y se han llenado de una suerte de esoterismo oriental que resulta insoportable. Selva, animales, frutos, aves, humedad, piedras, recorren buena parte de esta poesía selvática de plástico; más recientemente se han incluido las artesanías, las chozas, los caminos serranos, los indígenas, pero el resultado es el mismo. Del norte del país proviene este extraño regusto por celebrar el desierto, a veces las zonas mineras, las ciudades y pueblos solitarios como si se tratara de refugios contra la civilización.

El resultado es el mismo. Una realidad que no existe, campea por la mayoría de este tipo de escritos. Incluso en un desafortunado poema, justamente de Vicente Quirarte, “Amor constante más allá de Insurgentes”, esta geografización aparece como un estorbo o un añadido de tipo kitsch a la geografía urbana. Y el hecho que mencione a este poema no es casual, porque en él se encuentra, de manera muy clara, el problema al que Jorge Solís y yo nos referimos. En esta clase de poemas no se trata de trasformar la experiencia de vida en un espaciogeográfico determinado en una experiencia del lenguaje, es decir de transfigurar la realidad, sino de reunir las palabras en torno a un espacio vacío, donde no hay transfiguración, no hay experiencia del lenguaje ni hay absolutamente nada. No parece casual que varios libros de los últimos veinte años tengan títulos que hagan referencia a esa nadería, a esta vacuidad, a esta intrascendencia: Giros de faros, de Alberto Blanco, Nubes, de Víctor Manuel Mendiola, por mencionar sólo dos al azar y sin pensarlo mucho.

Mencionaré dos ejemplos, de corte similar, al respecto. También Ricardo Garibay, a su manera, señaló esta cuestión, si bien con un matiz. Cuando tenía su programa de televisión, alguna vez uno de sus invitados estaba leyendo un poema en el que de repente se mencionaba a alguien que tomaba el teléfono y llamaba. A Garibay le sorprendió esto (estamos hablando de mediados de la década de los 80), porque si bien en los relatos, cuentos y novelas resulta inevitable, en un poema le parecía un hecho insólito; más recientemente, me tocó acudir a casa de un muy buen amigo en Pachuca, y entre los invitados había la discusión sobre la valía de la escritura de no sé bien qué autor que acababa de ganar un premio literario nacional (no sé si el Pellicer, el Elías Nandino, y para el caso poco importa); esta amigo pidió mi opinión, y al igual que Jorge, abrí el libro al azar, y leí un poema, y para sorpresa de todos, mi dictamen fue que el poema estaba mal construido; igual que Jorge, me saltó una palabra al encuentro: en medio de una descripción supuestamente atmosférica, repentinamente y como salido de la nada, apareció un bandoneón – no un acordeón. Sin que el contexto lo justificara, apareció un instrumento que, cultural y cultualmente, pertenece a una sociedad que no es ni la nuestra ni la del autor.

En ambos casos, la aparición de un elemento verbal ajeno determina la lectura y la recepción del texto en cuestión. Y la cuestión no es que el poeta o el versificador se conviertan en un retratista del paisaje. De ninguna manera. De lo que se trata es de una responsabilidad con el lenguaje, que el lenguaje se transforme en una realidad plena de sentido, y no en un cascarón vacío. En palabras de María Zambrano, “hay en el escribir un retener las palabras, como en el hablar hay un soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas de nosotros. Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja” (María Zambrano, Hacia un saber del alma, Alianza, Madrid, 2000, p. 36). Es lo que yo he llamado, en otro sitio, la relación carnal con las palabras.

En efecto, el poeta no es ni debe ser un retratista del paisaje. Basta con revisar la iconografía de la Zacatecas de Ramón López Velarde (un poeta por el que nunca he sentido el entusiasmo que tantos otros sienten y veneran) o la Viena de Georg Trakl, para ver que en esa iconografía hay una gramática que va más allá del mero enumerar cretino del paisaje. Esto es evidente también en Nocturno de san Ildefonso, de Octavio Paz, donde la intención no es, obvio, describir un sitio conocido, sino transfigurarlo a través de la experiencia con la palabra, con el lenguaje. Y tiene razón Jorge Solís cuando me indica que “No me refiero a ‘mencionar’, sino a un problema referencial (que es mucho más arduo) y a algo más decisivo: que un espacio, que un territorio, que una realidad realmente trabe una relación problemática con la experiencia verbal, y no que la escritura se pretenda ‘aséptica’, con un lenguaje que no tiene raíz”.

Dije antes que una buena parte de la poesía escrita en los últimos veinte años se puede detectar una ausencia de referentes geográficos, lo cual no es exacto del todo, pues también hay algunos poemas que se regodean en el nombrar sitios, ubicaciones precisas. Pero este no es el punto. Podríamos decir, como los romanos, se le nombre o no, el lugar está presente. No, el punto es antes bien de qué forma la poesía que se escribe es un reflejo de la realidad, de qué modo se relaciona con ésta. Siguiendo a Jorge Solís, es posible afirmar que la escritura de Paul Celan es impensable sin la realidad que la genera y de la cual es deudora. Su lucha por vencer el silencio no es un prurito intelectual sino el fruto de una experiencia de la realidad sumamente concreta, y que tal vez en términos sociológicos podría ser mesurable. De manera similar, podemos preguntar, ¿de qué forma los poetas mexicanos son el reflejo de la realidad que los circunda?

Con esto no me refiero a que tengan o adquieran tardíamente un compromiso social, que usualmente suele ser más bien una coartada social para obtener un reconocimiento externo por algo que no depende de ellos antes que de aquello que es la actividad primera, o debería serlo; es decir, que adquieren un reconocimiento de tipo moral cuando han sido incapaces de obtenerlo por su actividad literaria, creativa, intelectual. El ejemplo más evidente de esto es el de Carlos Montemayor, que por un lado recurre al consabido expediente de la defensa de lo indígena, de los pobres, de los marginados, algo políticamente correcto y redituable, al grado que se le considera una suerte de líder de opinión; y por el otro, al ego, que siempre se alcanza a ver agazapado en sus relatos, novelas y poemas, a través de esa “faceta desconocida del gran escritor mexicano”, presentándose como tenor en sendos discos donde sus aullidos sólo se ven opacados por el ego de este tenor que no canta ni cantará en ninguna casa de ópera del mundo, a Dios gracias. En ambos casos, este supuesto reconocimiento lo recibe el escritor a nombre del fanfarrón y a nombre del hipócrita por la labor que ambos desarrollan, pero no por la del escritor, que por otro lado a nadie del gremio importa.

Esto que parece una digresión sobre el tema del lenguaje no lo es en realidad porque en el fondo retrata un aspecto importante del ejercicio lingüístico, a saber: cuando la lengua se convierte en una coartada para ocultar otros fines. En efecto, la pregunta de Jorge Solís, prefigurada en el mencionado ensayo de Gadamer, “¿Están mintiendo los poetas?” no es una pregunta retórica sino un cuestionamiento válido. A la crisis de lectores que se verifica a través de las ventas y del manejo abusivo de las editoriales del mercado, habría que agregar el hecho de que en México los poetas, efectivamente, no tienen lectores, a veces ni siquiera entre los miembros del gremio.

He dicho en otro sitio que hay buenas razones para desconfiar de la poesía con tintes sociales, o de aquella otra que se agazapa detrás del lenguaje coloquial; pero también de aquella otra que se oculta detrás del resplandor oropelado del lenguaje y sus guirnaldas. En ambos casos, la escritura adolece del mismo mal: el mal del lenguaje aislado, del lenguaje que ya no tiene nada que decir y busca ocultarlo a través de la inmediatez o del esoterismo. De allí la queja de Jorge Solís.

En ambos casos la palabra no es más que un remedo de la realidad. Si los poetas están mintiendo, como así parece hoy en día, es justamente porque han gastado su capital en aras de un beneficio espurio. O como dije en otro momento, porque en la literatura buscaron algo distinto a lo que ésta puede o podría dar: dinero, fama, premios, becas, prestigio, espacios de poder. Todo eso no es la literatura, pero en el fondo es lo que muchos buscan conquistar: una quimera. Por eso mismo cualquier cosa les sirve de coartada.

Una de esas coartadas es la falta de lectores. Magnífica excusa para hacer uso de ese lenguaje que Solís Arenasas afirma “no está fincado en nada...” Porque, en efecto, si no hay un afuera, un mundo exterior al cual referirse, a no ser que se tenga escaso talento, entonces sólo queda regodearse en el vacío de ese mundo que son las palabras, ahora carentes de sentido, sin valor alguno, en una verborrea que sólo los iniciados, o los hastiados, reconocen como suya. Si no hay lectores, ¿para qué preocuparse por el mensaje, por la forma, por la disciplina? ¿Para qué usar referentes geográficos si “todo es un polvo fino sin palabras”?

Y tiene razón en algo Jorge Solís, suceda lo que suceda en esa realidad externa, la escritura de nuestros poetas se mantiene inmutable. Podría haber otra matanza como la del 68, y seguirían los poemas de escritores hastiados de todo, alejados de todo, interesados sólo en sus muy particulares perversiones y ocios. No hay una herida que marque el vocabulario de nuestros versificadores. Pero claro, eso es comprensible cuando todos asumen que deben vender su alma al diablo de la seducción, del poder, del prestigio, de las becas, de las publicaciones. Por eso no sorprende que haya cínicos que acepten que para recibir una beca sólo baste con formarse el tiempo suficiente y tarde o temprano les tocará su turno. Son los limosneros del poder.

¿Y qué tiene que ver esto con el lenguaje, con el uso de las palabras, con la falta, o no, de referentes en la poesía actual entre nosotros? Pues que es el síntoma de un mal mucho mayor y del cual se habla poco. Si la realidad externa deja de existir porque no hay lectores, entonces todo se vuelve un solipsismo. Lo vemos no sólo en el nivel de la escritura de la mayoría de los pseudo poetas, sino en el nivel de las reseñas y comentarios críticos que se publican en no pocos de los medios impresos del país, en donde el lector común y corriente parece haber quedado fuera de la jugada, y en donde lo que interesa es el gremio, el bando al que uno pertenece o al que desearía pertenecer.

Así, el poeta de nuestros tiempos, lejos de predicar un arcadismo que sería mal visto, prefiere el autismo autoimpuesto ante la certeza de que no hay lectores. Y desde esa perspectiva, cualquier intento por recuperar el mundo, la realidad, está condenado al fracaso. Puede haber muchas razones para la falta de lectores. Una parte de esa responsabilidad le corresponde históricamente al Estado por no haber formado lectores. Eso es cierto, pero otra parte le corresponde a los propios poetas, encerrados en sus torres de marfil, persiguiendo sueños de opio. En una de esas apariciones de Ricardo Garibay en la televisión, y que después se convirtió en un ensayito, hablaba sobre el cine mexicano, y lo comparaba con el cine francés, a raíz de una visita de algún cineasta o crítico francés, y decía que el cine mexicano era falso, justamente por lo mismo, porque no reflejaba la realidad del mexicano (whatever that means) y mentía a cada paso que daba. En ese mismo sentido, podríamos referirnos al problema de esta poesía, o escritura, si no queremos mancillar a la poesía, que no expresa realidad alguna porque al no buscar lectores se ha agazapado detrás de las migas del poder, y ya no requiere de ese mundo exterior, al que sin embargo se refiere de otras formas. Es así como los poetas, o supuestos poetas mexicanos, se han convertido no en la conciencia nacional o la voz del pueblo (eso sería pedir demasiado) sino en simples dependientes del poder, han empeñado su alma por un plato de lentejas frías, y se mantienen a la entrada del portón, esperando que, como el personaje de Kafka, algún día la Ley se cumpla y puedan entrar.

Y es que hay otro asunto que tiene que ver con esta suerte de esterilidad de la palabra, del espíritu humano entre nosotros. Es la connotación que la figura del artista (algunos la llamarían el intelectual), del poeta, del escritor tiene. Y aquí es donde aparece una contradicción, porque mientras el poeta niega la realidad al no mencionarla, al rehuirla, al condicionarla en su escritura, depende de ese afuera para obtener algo que él mismo no puede proporcionarse, y es el reconocimiento. En efecto, ser escritor en México, o pintor, o cualquier otra especie semejante, significa tener una áurea de respetabilidad, de prestigio casi en automático con respecto al resto de los simples mortales. Se tiene acceso a becas, a premios, a reconocimientos de diversa índole. Pero todo eso no tendría sentido si no se le puede restregar a los demás en la cara, si no hay forma de presumirlo. Por el hecho de ser escritor, por ejemplo, se tiene automáticamente un estatus social que no tiene el simple carpintero, el carnicero o el zapatero. Se pertenece prácticamente a una aristocracia, aunque en el fondo es más bien una burguesía bastante decadente. Y al pertenecer a esta clase privilegiada, la poesía en México no tiene nada que comunicarle al resto de la gente porque ese tipo de relación humana carece de importancia.

Sí, los poetas están mintiendo, y a nadie parece molestarle. Por el contrario, cada gremio, según su orientación ideológica, aplaude aquello que le parece políticamente correcto, aunque a la hora de armar el rompecabezas las piezas no calcen unas con otras o falten grandes fragmentos. Las grandes certezas ideológicas siguen movilizando a los conglomerados gremiales o universitarios aunque el mundo cambie. Ni siquiera los poetas.

Y es que la escritura, la poesía principalmente, es un destello, una fulguración que debe ser conquistada. En otro sitio, al referirme al tipo de inspiración poética hablaba de la locura como un posible estado para la creación de una obra lírica. Y ya Platón nos recuerda que incluso para escribir un gran poema no se requiere de talento, salvo de estar en contacto con las potencias adecuadas. Y si la mayoría de la poesía de nuestros días parece escrita en un estado de semicatalepsia lírica, de un sopor intelectual o de un pasmo espiritual, el resultado es el mismo: una poesía, una versificación carente de espíritu, de vida propia, de vigor lírico y de potencia verbal. Casi ningún poeta de la actualidad tiene algo verdaderamente valioso que decir, y para ello usan una enorme cantidad de palabras a fin de demostrarlo ad nauseam.