domingo, febrero 05, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje, primera parte

Entrego provisionalmente a mis cero lectores la primera parte de una reflexión que no les resultará del todo desconocida ni les será extraña si ya han leído otros post previos. En espera de su paciencia a la hora de la lectura, y de su generosidad a la hora de lo comentarios, les dejo el post de hoy.


I. En una reflexión (29/enero/2006) de Jorge Solís Arenasas aparecida en http://deterrito.blogspot.com/2006/01/ganar-las-calles.html hay un apunte sobre el uso del lenguaje en la poesía reciente de México, lo que debe leerse como la poesía de los últimos veinte años. El punto concreto sobre el que Solís Arenasas llama nuestra atención es, en sus propias palabras, “al simple hecho de que el lenguaje con que actualmente se escribe, hasta donde yo puedo leer, no está fincado en nada... O al menos ni intenta estar fincado en nada...” (Conversación 3/febrero/2006)

La reflexión de Solís Arenasas se basa en un verso (más bien línea) de un poema en una antología (¡una más!) de poetas jóvenes mexicanos; dice Solís Arenasas: “Tomé el libro y, al azar, lo abrí en la página 218, donde está Kentucky, un poema de Alí Calderón. El primer verso dice: ‘Las luces cambiaron en West Vine y Broadway Street’...” Su sorpresa no es para menos, puesto que, según él mismo refiere, no vuelven a aparecer más referencias a sitios concretos ni en el creador de semejante verso ni en ningún otro de los incluidos en la antología. Dice Solís: “Si en la poesía norteamericana, por situar un ejemplo, los nombres de las calles, de los sitios públicos, de los puentes, etc., se han integrado como cuerpos textuales con plena carta de ciudadanía poética, en la poesía que suele escribirse en México impera lo contrario.” ¿A qué se debe esto? Haré un intento no tanto por responderle a Jorge, sino por responderme a mí mismo, que tal vez sea lo mismo.

Para empezar, me gustaría señalar algunas cuestiones sobre esta geografización o desgeografización de la poesía mexicana. Es cierto que en una gran parte de la poesía de los últimos veinte o más años la geografía de los sitios: calles, plazas, mercados, pueblos, etcétera, brilla por su ausencia. Más aún, pareciera que la realidad es la que está ausente. Bien hace Jorge Solís en parafrasear aquel ensayo de Gadamer al preguntarse “¿Estarán mintiendo los poetas?” En el sentido previamente señalado, recuerdo haber leído hace ya quince años más o menos un ensayo de Vicente Quirarte sobre el mar en la poesía mexicana. Un ensayo sumamente superficial, sin profundización y sin mayor relevancia, pero que tomaba un elemento del paisaje para rastrearlo a través de diversos versificadores, que no siempre poetas. El problema con tal ensayo es que no llegaba a ninguna parte, y el paisaje marino resultaba un elemento pictórico, decorativo, antes que una motivación más profunda, lingüística. Y este es uno de los puntos centrales del problema. En realidad el mundo exterior en la poesía mexicana es eso: un mundo exterior del cual no toma nutrientes ni le sirve para nada.

Pero es necesario aclarar que esta geografización o desgeografización de la poesía no es ni total ni es unívoca y quizá sea el síntoma de algo más serio. Hace quince años también se dio una moda que, atenuada, aún hoy persiste, y que se manifiesta, justamente, de manera geográfica. Los poetas del sureste mexicano, después de haber leído a Pellicer y a Becerra, se han dedicado a hacer el censo de la flora y de la fauna de la zona, con más pena que gloria. Los pocos que han optado por otras rutas son verdaderamente soporíferos, y se han llenado de una suerte de esoterismo oriental que resulta insoportable. Selva, animales, frutos, aves, humedad, piedras, recorren buena parte de esta poesía selvática de plástico; más recientemente se han incluido las artesanías, las chozas, los caminos serranos, los indígenas, pero el resultado es el mismo. Del norte del país proviene este extraño regusto por celebrar el desierto, a veces las zonas mineras, las ciudades y pueblos solitarios como si se tratara de refugios contra la civilización.

El resultado es el mismo. Una realidad que no existe, campea por la mayoría de este tipo de escritos. Incluso en un desafortunado poema, justamente de Vicente Quirarte, “Amor constante más allá de Insurgentes”, esta geografización aparece como un estorbo o un añadido de tipo kitsch a la geografía urbana. Y el hecho que mencione a este poema no es casual, porque en él se encuentra, de manera muy clara, el problema al que Jorge Solís y yo nos referimos. En esta clase de poemas no se trata de trasformar la experiencia de vida en un espaciogeográfico determinado en una experiencia del lenguaje, es decir de transfigurar la realidad, sino de reunir las palabras en torno a un espacio vacío, donde no hay transfiguración, no hay experiencia del lenguaje ni hay absolutamente nada. No parece casual que varios libros de los últimos veinte años tengan títulos que hagan referencia a esa nadería, a esta vacuidad, a esta intrascendencia: Giros de faros, de Alberto Blanco, Nubes, de Víctor Manuel Mendiola, por mencionar sólo dos al azar y sin pensarlo mucho.

Mencionaré dos ejemplos, de corte similar, al respecto. También Ricardo Garibay, a su manera, señaló esta cuestión, si bien con un matiz. Cuando tenía su programa de televisión, alguna vez uno de sus invitados estaba leyendo un poema en el que de repente se mencionaba a alguien que tomaba el teléfono y llamaba. A Garibay le sorprendió esto (estamos hablando de mediados de la década de los 80), porque si bien en los relatos, cuentos y novelas resulta inevitable, en un poema le parecía un hecho insólito; más recientemente, me tocó acudir a casa de un muy buen amigo en Pachuca, y entre los invitados había la discusión sobre la valía de la escritura de no sé bien qué autor que acababa de ganar un premio literario nacional (no sé si el Pellicer, el Elías Nandino, y para el caso poco importa); esta amigo pidió mi opinión, y al igual que Jorge, abrí el libro al azar, y leí un poema, y para sorpresa de todos, mi dictamen fue que el poema estaba mal construido; igual que Jorge, me saltó una palabra al encuentro: en medio de una descripción supuestamente atmosférica, repentinamente y como salido de la nada, apareció un bandoneón – no un acordeón. Sin que el contexto lo justificara, apareció un instrumento que, cultural y cultualmente, pertenece a una sociedad que no es ni la nuestra ni la del autor.

En ambos casos, la aparición de un elemento verbal ajeno determina la lectura y la recepción del texto en cuestión. Y la cuestión no es que el poeta o el versificador se conviertan en un retratista del paisaje. De ninguna manera. De lo que se trata es de una responsabilidad con el lenguaje, que el lenguaje se transforme en una realidad plena de sentido, y no en un cascarón vacío. En palabras de María Zambrano, “hay en el escribir un retener las palabras, como en el hablar hay un soltarlas, un desprenderse de ellas, que puede ser un ir desprendiéndose ellas de nosotros. Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja” (María Zambrano, Hacia un saber del alma, Alianza, Madrid, 2000, p. 36). Es lo que yo he llamado, en otro sitio, la relación carnal con las palabras.

En efecto, el poeta no es ni debe ser un retratista del paisaje. Basta con revisar la iconografía de la Zacatecas de Ramón López Velarde (un poeta por el que nunca he sentido el entusiasmo que tantos otros sienten y veneran) o la Viena de Georg Trakl, para ver que en esa iconografía hay una gramática que va más allá del mero enumerar cretino del paisaje. Esto es evidente también en Nocturno de san Ildefonso, de Octavio Paz, donde la intención no es, obvio, describir un sitio conocido, sino transfigurarlo a través de la experiencia con la palabra, con el lenguaje. Y tiene razón Jorge Solís cuando me indica que “No me refiero a ‘mencionar’, sino a un problema referencial (que es mucho más arduo) y a algo más decisivo: que un espacio, que un territorio, que una realidad realmente trabe una relación problemática con la experiencia verbal, y no que la escritura se pretenda ‘aséptica’, con un lenguaje que no tiene raíz”.

Dije antes que una buena parte de la poesía escrita en los últimos veinte años se puede detectar una ausencia de referentes geográficos, lo cual no es exacto del todo, pues también hay algunos poemas que se regodean en el nombrar sitios, ubicaciones precisas. Pero este no es el punto. Podríamos decir, como los romanos, se le nombre o no, el lugar está presente. No, el punto es antes bien de qué forma la poesía que se escribe es un reflejo de la realidad, de qué modo se relaciona con ésta. Siguiendo a Jorge Solís, es posible afirmar que la escritura de Paul Celan es impensable sin la realidad que la genera y de la cual es deudora. Su lucha por vencer el silencio no es un prurito intelectual sino el fruto de una experiencia de la realidad sumamente concreta, y que tal vez en términos sociológicos podría ser mesurable. De manera similar, podemos preguntar, ¿de qué forma los poetas mexicanos son el reflejo de la realidad que los circunda?

Con esto no me refiero a que tengan o adquieran tardíamente un compromiso social, que usualmente suele ser más bien una coartada social para obtener un reconocimiento externo por algo que no depende de ellos antes que de aquello que es la actividad primera, o debería serlo; es decir, que adquieren un reconocimiento de tipo moral cuando han sido incapaces de obtenerlo por su actividad literaria, creativa, intelectual. El ejemplo más evidente de esto es el de Carlos Montemayor, que por un lado recurre al consabido expediente de la defensa de lo indígena, de los pobres, de los marginados, algo políticamente correcto y redituable, al grado que se le considera una suerte de líder de opinión; y por el otro, al ego, que siempre se alcanza a ver agazapado en sus relatos, novelas y poemas, a través de esa “faceta desconocida del gran escritor mexicano”, presentándose como tenor en sendos discos donde sus aullidos sólo se ven opacados por el ego de este tenor que no canta ni cantará en ninguna casa de ópera del mundo, a Dios gracias. En ambos casos, este supuesto reconocimiento lo recibe el escritor a nombre del fanfarrón y a nombre del hipócrita por la labor que ambos desarrollan, pero no por la del escritor, que por otro lado a nadie del gremio importa.

Esto que parece una digresión sobre el tema del lenguaje no lo es en realidad porque en el fondo retrata un aspecto importante del ejercicio lingüístico, a saber: cuando la lengua se convierte en una coartada para ocultar otros fines. En efecto, la pregunta de Jorge Solís, prefigurada en el mencionado ensayo de Gadamer, “¿Están mintiendo los poetas?” no es una pregunta retórica sino un cuestionamiento válido. A la crisis de lectores que se verifica a través de las ventas y del manejo abusivo de las editoriales del mercado, habría que agregar el hecho de que en México los poetas, efectivamente, no tienen lectores, a veces ni siquiera entre los miembros del gremio.

He dicho en otro sitio que hay buenas razones para desconfiar de la poesía con tintes sociales, o de aquella otra que se agazapa detrás del lenguaje coloquial; pero también de aquella otra que se oculta detrás del resplandor oropelado del lenguaje y sus guirnaldas. En ambos casos, la escritura adolece del mismo mal: el mal del lenguaje aislado, del lenguaje que ya no tiene nada que decir y busca ocultarlo a través de la inmediatez o del esoterismo. De allí la queja de Jorge Solís.

En ambos casos la palabra no es más que un remedo de la realidad. Si los poetas están mintiendo, como así parece hoy en día, es justamente porque han gastado su capital en aras de un beneficio espurio. O como dije en otro momento, porque en la literatura buscaron algo distinto a lo que ésta puede o podría dar: dinero, fama, premios, becas, prestigio, espacios de poder. Todo eso no es la literatura, pero en el fondo es lo que muchos buscan conquistar: una quimera. Por eso mismo cualquier cosa les sirve de coartada.

Una de esas coartadas es la falta de lectores. Magnífica excusa para hacer uso de ese lenguaje que Solís Arenasas afirma “no está fincado en nada...” Porque, en efecto, si no hay un afuera, un mundo exterior al cual referirse, a no ser que se tenga escaso talento, entonces sólo queda regodearse en el vacío de ese mundo que son las palabras, ahora carentes de sentido, sin valor alguno, en una verborrea que sólo los iniciados, o los hastiados, reconocen como suya. Si no hay lectores, ¿para qué preocuparse por el mensaje, por la forma, por la disciplina? ¿Para qué usar referentes geográficos si “todo es un polvo fino sin palabras”?

Y tiene razón en algo Jorge Solís, suceda lo que suceda en esa realidad externa, la escritura de nuestros poetas se mantiene inmutable. Podría haber otra matanza como la del 68, y seguirían los poemas de escritores hastiados de todo, alejados de todo, interesados sólo en sus muy particulares perversiones y ocios. No hay una herida que marque el vocabulario de nuestros versificadores. Pero claro, eso es comprensible cuando todos asumen que deben vender su alma al diablo de la seducción, del poder, del prestigio, de las becas, de las publicaciones. Por eso no sorprende que haya cínicos que acepten que para recibir una beca sólo baste con formarse el tiempo suficiente y tarde o temprano les tocará su turno. Son los limosneros del poder.

¿Y qué tiene que ver esto con el lenguaje, con el uso de las palabras, con la falta, o no, de referentes en la poesía actual entre nosotros? Pues que es el síntoma de un mal mucho mayor y del cual se habla poco. Si la realidad externa deja de existir porque no hay lectores, entonces todo se vuelve un solipsismo. Lo vemos no sólo en el nivel de la escritura de la mayoría de los pseudo poetas, sino en el nivel de las reseñas y comentarios críticos que se publican en no pocos de los medios impresos del país, en donde el lector común y corriente parece haber quedado fuera de la jugada, y en donde lo que interesa es el gremio, el bando al que uno pertenece o al que desearía pertenecer.

Así, el poeta de nuestros tiempos, lejos de predicar un arcadismo que sería mal visto, prefiere el autismo autoimpuesto ante la certeza de que no hay lectores. Y desde esa perspectiva, cualquier intento por recuperar el mundo, la realidad, está condenado al fracaso. Puede haber muchas razones para la falta de lectores. Una parte de esa responsabilidad le corresponde históricamente al Estado por no haber formado lectores. Eso es cierto, pero otra parte le corresponde a los propios poetas, encerrados en sus torres de marfil, persiguiendo sueños de opio. En una de esas apariciones de Ricardo Garibay en la televisión, y que después se convirtió en un ensayito, hablaba sobre el cine mexicano, y lo comparaba con el cine francés, a raíz de una visita de algún cineasta o crítico francés, y decía que el cine mexicano era falso, justamente por lo mismo, porque no reflejaba la realidad del mexicano (whatever that means) y mentía a cada paso que daba. En ese mismo sentido, podríamos referirnos al problema de esta poesía, o escritura, si no queremos mancillar a la poesía, que no expresa realidad alguna porque al no buscar lectores se ha agazapado detrás de las migas del poder, y ya no requiere de ese mundo exterior, al que sin embargo se refiere de otras formas. Es así como los poetas, o supuestos poetas mexicanos, se han convertido no en la conciencia nacional o la voz del pueblo (eso sería pedir demasiado) sino en simples dependientes del poder, han empeñado su alma por un plato de lentejas frías, y se mantienen a la entrada del portón, esperando que, como el personaje de Kafka, algún día la Ley se cumpla y puedan entrar.

Y es que hay otro asunto que tiene que ver con esta suerte de esterilidad de la palabra, del espíritu humano entre nosotros. Es la connotación que la figura del artista (algunos la llamarían el intelectual), del poeta, del escritor tiene. Y aquí es donde aparece una contradicción, porque mientras el poeta niega la realidad al no mencionarla, al rehuirla, al condicionarla en su escritura, depende de ese afuera para obtener algo que él mismo no puede proporcionarse, y es el reconocimiento. En efecto, ser escritor en México, o pintor, o cualquier otra especie semejante, significa tener una áurea de respetabilidad, de prestigio casi en automático con respecto al resto de los simples mortales. Se tiene acceso a becas, a premios, a reconocimientos de diversa índole. Pero todo eso no tendría sentido si no se le puede restregar a los demás en la cara, si no hay forma de presumirlo. Por el hecho de ser escritor, por ejemplo, se tiene automáticamente un estatus social que no tiene el simple carpintero, el carnicero o el zapatero. Se pertenece prácticamente a una aristocracia, aunque en el fondo es más bien una burguesía bastante decadente. Y al pertenecer a esta clase privilegiada, la poesía en México no tiene nada que comunicarle al resto de la gente porque ese tipo de relación humana carece de importancia.

Sí, los poetas están mintiendo, y a nadie parece molestarle. Por el contrario, cada gremio, según su orientación ideológica, aplaude aquello que le parece políticamente correcto, aunque a la hora de armar el rompecabezas las piezas no calcen unas con otras o falten grandes fragmentos. Las grandes certezas ideológicas siguen movilizando a los conglomerados gremiales o universitarios aunque el mundo cambie. Ni siquiera los poetas.

Y es que la escritura, la poesía principalmente, es un destello, una fulguración que debe ser conquistada. En otro sitio, al referirme al tipo de inspiración poética hablaba de la locura como un posible estado para la creación de una obra lírica. Y ya Platón nos recuerda que incluso para escribir un gran poema no se requiere de talento, salvo de estar en contacto con las potencias adecuadas. Y si la mayoría de la poesía de nuestros días parece escrita en un estado de semicatalepsia lírica, de un sopor intelectual o de un pasmo espiritual, el resultado es el mismo: una poesía, una versificación carente de espíritu, de vida propia, de vigor lírico y de potencia verbal. Casi ningún poeta de la actualidad tiene algo verdaderamente valioso que decir, y para ello usan una enorme cantidad de palabras a fin de demostrarlo ad nauseam.

1 comentario:

Humberto Garza Cañamar dijo...

José Manuel;
Todo lo que dices aquí, lo he pensado, dicho y escrito yo; solo que en morfología excesivamente ramplona. Tu magnífica expresividad no tiene contrincantes. Eres: "The Lord of the Prose".

Humberto
www.los-poetas.com