jueves, febrero 09, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje: la palabra encarnada y fundacional

Aunque un amigo cero lector me sugirió que uniera los posts previos a éste en virtud de la unidad que decididamente he buscado en cada uno de ellos, el hecho, mis estimados cero lectores, es que no sé aún si ya acabé con esta reflexión. Por tanto, sigo sugiriendo a quien llegue aquí por vez primera, se dirija a las tres partes previas, aunque en realidad se pueden leer de manera independiente.

IV. Dije antes que la palabra funda una comunidad. Y que la relación entre la palabra y el creador debe ser carnal. En este sentido la experiencia con la palabra, para que funcione, debe ser no sólo de primera mano, sino que debe ser de carácter primigenio, primordial; como se diría en alemán, en uno de esos afortunados atajos lingüísticos tan característicos de esta susurrante y melódica lengua, debe tratarse de una Urerlebnis. Sólo así se logra lo que afirmé, a saber: que la palabra no apela a la comunidad, aunque de ella se pueda alimentar a menudo, sino a la intimidad. No apela a la comunidad, sino más bien la funda. Se ha hablado, por parte de otros comentaristas, y yo mismo lo he hecho, de esa figura del poeta adánico, de aquel que en una suerte de expresionismo no expresionista —en el sentido de esa búsqueda por lo primordial— busca dirigirse hacia un utópico mundo perdido que debe ser recuperado. Pero tal actitud es una impostura: ya no hay mundos por recuperar, no hay ya paraísos perdidos, no hay ya nada que nombrar por vez primera. Sólo hay algo que se debe fundar, siempre por vez primera: el lenguaje.

En cada ocasión el poeta debe apropiarse de las palabras, debe hacerlas exclusivamente suyas (ya es tiempo de olvidarnos, de una vez por todas, de ese paradigmático repetir chillen putas gorostiziano, o de esa inane forma de repetir como pericos el rimbaudiano sentó a la belleza en sus rodillas y la encontró amarga). Es lo que llamamos la voz del poeta, esa conformación gramático-lingüística que hace que su estilo, su voz precisamente, resulte inconfundible. Para el lector en castellano leer a Rilke no se diferencia mucho, salvo por eso que a falta de una mejor expresión llamamos su tono, de otros poetas, pero para el lector alemán su voz resulta inconfundible. Es imposible confundir a Rilke con Stefan George, a Benn con Trakl, a Hölderlin con Novalis.

La vida de las palabras (Lebenswort) sólo funda comunidad si se encarna, si se vuelve Urerlebnis, experiencia primigenia. Y es aquí donde la palabra, y no sólo la poesía —y a eso se refería Celan cuando dijo no nos vengan con poiein—, se relaciona con la religión. A menudo se menciona el valor de liga, de vínculo, entre ambas. Pero lo que aquí interesa no es tanto ese aspecto un tanto teórico del asunto, cuanto uno más específico, a saber: la encarnación de la palabra. Por ello no es un asunto menor relacionar ambos aspectos: fundación y encarnación. Cuerpo y comunidad. Eso es la poesía. Pero también la religión, más concretamente la institución de la Iglesia católica, puesto que ésta “siempre ha insistido en el aspecto corporal de su institución, en su encarnación” (M. Maffesoli, Au creux des appariences. Pour une étique de l’esthétique, Plon, Paris, 1990, p. 150). No es sorpresa que esta relación no sea casi mencionada, o siquiera vista entre nosotros.

La observación del sociólogo nos sirve para apuntalar, justamente, esta relación entre la palabra fundacional y la experiencia primigenia. En esto consiste lo que algunos llaman el mito del poeta adánico: no un fingido anhelo por una Arcadia imaginaria sino una experiencia entre realidad y palabra. Nunca se insistirá lo suficiente en este sentido; pero tampoco en este otro: no pocas veces se relacionan las funciones de la poesía y las de la religión, cuando esta relación sólo se asemeja en lo ya señalado, en hacer comunidad y en fundarla a través de la palabra encarnada. Por similares que parezcan ambas, el resultado y el objetivo de cada una no puede ser más diverso.

En efecto, el poeta no debe perder de vista que lo fundamental en su trabajo es la palabra, el lenguaje. Pero no con pretensiones absolutistas, de imposición, de transformación. Cuando la Lebenswort se agota, el lenguaje se convierte en un cascarón vacío que no conduce a nada. No se trata, como suponen, por ejemplo, tantos narradores de hoy, y en menor medida no pocos versificadores, de tomar grandes temas, asuntos de relevancia, de querer influir en la realidad social o política de la época. Al hacer esto, el escritor, sin importar el género en que escriba, literalmente desgracia el lenguaje. Al respecto, la observación del sociólogo, una vez más, apoya nuestra tesis: “La forma que une, alrededor de la cual uno se une, puede ser perfectamente minúscula, insignificante. Cézanne veía en la insignificancia de la manzana la ocasión para concentrarse en los problemas de la forma” (Op. cit., p. 123).

Apunto, anticipándome a algunas objeciones, que no se trata de proponer una sola forma de escritura. Y es que aunque así lo parezca, no debemos olvidar que la explicación y la interpretación son siempre un ejercicio posterior a la creación, pero ésta no se completa sin la lectura. Suerte de ouroboros semántico que requiere, justamente, de la participación para su completad. Esta especie de curvatura del campo semántico, para usar una analogía matemática, si así se le quiere llamar, remite, sin más, a lo femenino, a lo untuoso, a lo que se vuelve sobre sí mismo. No se equivocaban lo aztecas y otros pueblos mesoamericanos al personificar a cada una de las etapas del maíz sobre o bajo la tierra con una deidad, en vez de verlo como un proceso continuo y unitario, a la manera de la ciencia moderna.

Al proyecto de la modernidad se opone no sólo un espíritu de necesario barroquismo sino, aún más, uno de feminización, de erotización del mundo y de la palabra que no se puede teorizar a priori sino a partir de los objetos textuales producidos. Así, la experiencia con el lenguaje, con la palabra, consiste en devolverle a ésta su cualidad germinadora, a fin de que funde esa comunidad que mencioné. Por eso mismo, cuando el poeta, el escritor, asume un proyecto previo, de alguna manera está validando el proyecto lineal, finalista, de la modernidad. En efecto, ¿cuántos proyectos de trilogías, tetralogías, novelas que abarcan la historia de la modernidad, que la critican, hay entre nosotros? ¿Cuántos escritores hay que elaboran proyectos literarios para cumplir con los requisitos de una beca o de un concurso?

Justamente esta feminización de la escritura, esta erotización del mundo, recurre más bien al azar, a un avanzar a tientas, justamente, para deleitarse con lo hallado (¿no hay acaso una canción por allí que se llama Dónde pongo lo hallado?) y deambular sin un fin preciso. Es lo que Maffesoli y su escuela llaman la tribalización del mundo. La tribu es lo opuesto a la modernidad, a la muchedumbre citadina: el pequeño grupo que se reconoce en un detalle.

Al abocarse a criticar el mundo a través de proyectos literarios que establecen apriorísticamente sus metas, el escritor menosprecia el lenguaje, lo disminuye hasta anularlo, o estandarizarlo. Por eso la pertinencia de la referencia a Cézanne, que bien podría haberse hecho, en un sentido similar, a Eliseo Diego y su poesía de las pequeñas cosas. En esta asombrosa poética no hay una visión que abarque el mundo, no hay un afán positivo, finalista. Como en Cézanne, la poesía de Eliseo Diego es la oportunidad para ver en la insignificancia de las cosas el poder germinativo del lenguaje, de la forma. Es decir, el proceso inverso a la mayoría de nuestros escritores de hoy día, que invierten la perspectiva pensando que mientras más abarque su escritura (la historia nacional, de Occidente, etcétera) más crítica y rica en sentidos será, cuando en realidad así es como ayudan a consolidar un proyecto que en el fondo los desprecia. Esto también explica el fervor por los mayores, los predecesores, por las jerarquizaciones.

El lenguaje debe ser para el poeta, para el escritor, entonces, como las manzanas de Cézanne: en su insignificancia, la palabra, igual que una semilla, porta un mundo que sólo puede ser desvelado cuando se le apropia y se le arropa adecuadamente. Cuando se establece esa Erdlebenerlebnis de que hablaba C. G. Carus, el lenguaje florece, justamente, por tratarse de una experiencia de la vida de la tierra.

La palabra, como la semilla, ese objeto tan diminuto, tan usado y abusado, es el sitio de reunión donde el Ser se reconoce y hace comunión, donde se funda la comunidad. No hay comunidad sin lenguaje. Por eso la sospecha hacia el lenguaje cotidiano, hacia la expresión directa en poesía, que por supuesto no debe ser tomada como un reproche a priori, sino como una consecuencia del uso y del abuso. Querer ser entendido a toda costa, como si ese fuera la finalidad del ejercicio lírico. No se trata de tener lectores, sino de hablarle al oído a éstos. Porque en el fondo, frente al estruendo y omnipresencia de los mass media, de las estaciones de radio y las televisoras, el poeta no tiene otra forma de comunicar y fundar una comunidad sino como en la antigüedad se hacía: a través del secreto de la palabra fundadora.

Por otro lado, es necesario volver a insistir en el hecho que el lenguaje se desgasta. Y al desgastarse, se transforma en moneda de uso corriente, en el que todo se da por sentado. El poeta no puede proceder de esa manera. Ocurre lo mismo que con la música. Como señala René Jacobs a su espléndida grabación de Le nozze di Figaro, cuando nos familiarizamos con una obra es natural que sintamos el deseo de regodearnos en ello, y de allí que sea comprensible que los tempi se alenten, y el escucha se regodee en una lentitud que nos facilita el acceso y el placer —en esto también tiene que ver el desarrollo de los instrumentos, que eran más pequeños en tiempos de Mozart y ahora son ostensiblemente más grandes; basta con escuchar el Gloria de Vivaldi de Alessandrini y comparar este volcánico Prette Rosso con sus similares anglificados, regodeándose en una ampulosidad que está muy lejos de ser meridional, mediterránea, incluso erótica. De igual forma, al familiarizarnos con un lenguaje, con un vocabulario, es natural que deseemos hallarnos a nuestras anchas, en territorio conocido. Pero ésa no es la labor del poeta.

Igual que en los ejemplos musicales mencionados, y de manera exactamente idéntica a lo que ocurrió con los colores originales del techo de la Capilla Sixtina, la labor del poeta es quitar esa capa de polvo que hace que las palabras se escleroticen, se regodeen en lo conocido, que la identificación se pierda en la indiferenciación de lo aceptado como general, en lugar de la identificación que proporcionan las palabras desafiantes ante lo ya dado por sentado, given for granted. La observación del sociólogo, una vez más, apoya nuestra argumentación: “La poesía no es un simple suplemento del alma, más o menos superficial según las épocas y los momentos sociales. Es la metáfora, el ejemplo acabado de todo opus. Es la obra por excelencia [... y al referirnos] al carácter divino de la obra artística, es porque en ella la trascendencia irrumpe” (Op. cit., pp. 200 y 278, respectivamente).

No perdamos de vista el uso de la terminología dionisiaca: irrupción. No aparición, ni siquiera materialización, sino irrupción, es decir algo que sale abruptamente, de improviso. Así nace la palabra poética, así nos confronta con la realidad. Es el poder oculto de la deidad arbustiva (nada más femenino que un árbol) la que se halla detrás de la palabra poética. Si el lector desea hallar comodidad, bien hace en no acercarse a la poesía. Es comprensible que una impresionante cantidad de narradores confiese abiertamente no entender la poesía: es natural.

La verdadera poesía es un fuego que consume.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ese lenguaje desgastado al que combaten estas reflexiones, yo quisiera aplastarlo no únicamente en mis poemas, sino en mi comunicación de toda hora con el mundo. Ahora mismo desearía hacerle saber a usted cuánto sus palabras pesan en mi conciencia. Como "joven creador" (y no de los premiados; esos apodos hacen más un lastre que un mérito auténtico), como "cuate", asimismo, de "jóvenes creadores", comprendo estos textos de un modo profundo y doloroso que nadie, ni usted, imagina. Hace días, un "viejo creador" (uno que parece a usted no le gusta pero a mí sí) declaraba a un periódico que los escritores nuevos trabajan dentro de un ambiente que merma las inteligencias; pero yo, y sé muy bien de lo que hablo, puedo rectificar: no es inteligencia lo que nos falta a los jóvenes. Inteligencia sobra (maña, astucia). Lo que hace mucho no existe en México, lo que hace mucho no refleja su arte es la perspicacia espiritual que, por vivir tan arraigada en el artista, no se echa de menos ni en las más "ligeras" obras de, por ejemplo, Tolstoi, Chejov o Wilde. Ni se echa de menos ni se reclama: en esos tres es lo más natural de la naturaleza. ¿Les ayudaba su cruel época? ¿México es muy bonito o qué chingaos nos pasa? ¿No está nuestra sociedad peor que nunca? ¿Entonces? Todos tenemos maestría y doctorado, hablamos tres idiomas, somos cultísimos, leemos lo que Shakespeare no pudo leer... y sin embargo nos asemejamos a un agujero negro que devora la luz sin ser capaz de devolverla.
En contraste con la pobreza de nuestra poesía, nuestra narrativa y nuestro teatro, de vez en cuando se dejan encontrar todavía críticas y ensayos valiosos. Estos últimos cuatro de usted son de los que no consentiré a mi memoria olvidar.
Atte.:
Un lector.