Antes de continuar con la segunda parte de mi reflexión en torno al lenguaje lírico, debo recordarle a mis cero lectores que es idóneo leer primero el post previo a fin de seguir los razonamientos y ejemplos. Al mismo tiempo, les informo que a quienes nos interesa el fútbol americano, finalmente Pittsburg nos dio la alegría de obtener su quinto súper tazón, y aunque no se vio dominador ni poderoso en extremo, hizo el mínimo necesario para ganar. Ya escribiré más tarde un comentario al respecto. Mientras tanto, los dejo con el post de hoy.
II. En la concreción de la escritura se configuran, o deben configurarse, los signos de la fractura entre individuo y realidad, dando como resultado un lenguaje único a disposición del poeta. Este lenguaje puede ser heredado, en le sentido que se le da a la tradición (por ejemplo, el lenguaje de los románticos), o puede forjarlo el poeta a través de su propio ejercicio lírico (el lenguaje de Celan). Pero esta fractura no es experimentada de manera colectiva, aunque socialmente pueda explicarse de esa forma genérica, y la razón de esta separación es muy simple: la escritura, la literatura, es un ejercicio puesto en marcha por un individuo, no por una masa. Puede haber obras anónimas, de autores desconocidos, pero no hay obras colectivas, por más que haya quienes afirmen que las hay. Lo que puede existir es la transmisión colectiva, pero no la autoría colectiva. Ello se verifica en la literatura, pero también en la música. Por ejemplo, Las folías o Greensleaves o La Chanson del’homme armé son algunas de las melodías populares más célebres de todos los tiempos (aunque la popularidad de la tercera sólo abarcó el Medievo), pero el hecho de que sean de autoría anónima no significa que ésta sea colectiva. Necesariamente alguien tuvo que componerlas, idear la melodía base que después sedujo a generaciones de escuchas y músicos.
Al referirme al ensayo de Vicente Quirarte sobre el mar en la poesía mexicana señalé que en su exposición no llegaba a ningún punto. Bien podría haber elegido Quirarte cualquier otro tema: las flores, las calles, las montañas, los ocios, el resultado no habría variado sensiblemente. La razón no es tanto el tema o la geografía de los poemas, sino el lenguaje. O más bien, lo que hay detrás del lenguaje, que es nada. No hay nada que respalde a ese lenguaje. Es decir, aunque suene repetitivo, lo que suele haber en esos poemas no es el resultado de una experiencia, cualquiera que ésta sea, transfigurada en experiencia verbal viva.
Es muy significativo que uno de los versos más célebres de José Emilio Pacheco afirme que “nada altera el desastre”. Se pueden dar diversas interpretaciones a este verso, de acuerdo al contexto histórico o lírico a considerar. Pero ésta bien podría ser la divisa de la poesía mexicana de los últimos veinte o treinta años. La pregunta más directa es, ¿por qué nada la altera? ¿Por qué los poetas escriben como si nada sucediera a su alrededor? De alguna manera podríamos señalar que esto tiene que ver no sólo con la presencia o no de esa fractura lingüística, sino más profundamente aún con las motivaciones que llevan a alguien a la escritura, a la literatura.
Es curioso, pero una parte importante de la literatura mexicana que a mi generación le tocó leer (y aquí uso el término generación en un sentido mucho más amplio que el que usualmente se le usa) carece por completo de relevancia, de peso específico, de algo que decirle al lector. Esa literatura germinó dentro de un periodo específico de bienestar y crisis al unísono, en el que lo único que se transparente en ella es lo primero y no lo segundo. Como si los poetas hubiesen vivido en un capullo que los aisló del horror del mundo exterior. Fue la época, última, de los talleres literarios, que se multiplicaban con singular alegría, y de escritores y antologías y suplementos y revistas. Cualquiera podía aspirar a ser escritor, a ver publicadas sus ocurrencias. Y lo cierto es que muchas de aquellas oportunidades, de aquellas publicaciones que despertaron el afán por publicar de no pocos de los miembros de mi generación (y algunos más jóvenes) no dejaron la menor huella y no veo que nadie llore o añore aquellos días.
Pero el punto no es quiénes aprovecharon (o cómo) y quiénes no aquella vorágine. La fractura social no se ve por ningún lado. Es mentira que el temblor de 1985 haya sido el despertar de la sociedad, como afirman Monchifláis y Poniatowska. Fue el despertar de absolutamente nada. El vacío dejado por el poder fue llenado por la población, como el agua que llena una palangana vacía. Después no pasó nada. Ni social ni cultural ni literariamente. No hay siquiera una sola película sobre aquellos acontecimientos. No hay una gran novela que recupere la memoria.
Y este es el punto clave. La memoria.
Contrario a lo que creen nuestros intelectuales y escritores, cuyas opiniones no suelen diferir mucho en profundidad y objetividad de lo que opinaría un carnicero o un peluquero, somos un pueblo sin memoria. Que haya monumentos históricos, pirámides, museos, bibliotecas, en cualquier calle (o en casi cualquiera) no significa que haya memoria.
No se trata, una vez más, de agregar topónimos o de honrar a los caídos. Ver el asunto desde esa perspectiva es errar el blanco. Se trata de ver el asunto desde adentro, desde, justamente, la fractura que hace posible la escritura, no desde la comodidad de una poltrona a media sala. Es decir, de la relación entre literatura y realidad, en esa unión donde la realidad se transfigura en gramática, en una gramática personal, en esa voz inconfundible que sólo puede darse cuando a la literatura se le pide lo único que ella puede dar, lo único que puede ser: creación.
Una buena parte de la literatura mexicana, de la poesía en particular, de las últimas dos o tres décadas del pasado siglo es irrelevante porque parece haberse condenado a un autismo auto-impuesto, a un no reflejar la realidad en términos de lenguaje. Casi todo lo escrito en esos treinta o veinte años es una suerte de emasculación colectiva en nombre de la inanidad. Casi podría decirse que esa literatura escrita en las tres últimas décadas muestra una salud mental envidiable.
“Nada altera el desastre”.
Si los amores o desamores ocurren, nadie se entera. Si muere un hermano, el padre o la madre, el dolor permanece oculto, aunque se le escriba. Todo está escrito con demasiado pudor, con demasiada corrección. Incluso aquellos que se sienten, más de un siglo tarde, escritores malditos, que quieren espantar a las buenas conciencias, no espantan a nadie, dan pena ajena.
Si alguien no me cree, basta con revisar los libros premiados con el Premio de poesía Aguascalientes para comprobarlo. ¿Qué libro fundamental ha sido premiado? ¿Qué versos pueden ser repetidos por generaciones de lectores que ameriten nuestra memoria? Que yo sepa, ninguno. Treinta años o más y no ha habido un solo libro que sea digno de recordar, de releer, de compartir gustosamente con otros. El premio, y con él la literatura, se ha estandarizado.
Es casi natural que no haya lectores de poesía. Ningún lector se deja engañar impunemente, salvo los propios escritores, los propios poetas, que son capaces de aplaudir lo que sea si ello les puede atraer algún beneficio ulterior. Pero el lector, que no busca esos chanchullos, esas transas literarias, no tiene porqué transigir con versos mediocres, directos o esotéricos, porque lo que quiere es vivir una experiencia fundamental, que sólo el lenguaje en estado magmático puede ofrecer, sea a través de una explosión verbal o a través de una contrición lingüística. El lector de verdad no se deja engañar. Por eso es más fácil ver a alguien leyendo a Cavafis o a Neruda o a Rilke, que a cualquier poetastro nacional que haya ganado un premio o sea becario.
Pero este es otro de los grandes mitos finiseculares. No hay lectores. La coartada perfecta para vivir en el autismo lírico más lamentable. Justamente, si no hay lectores, si no hay realidad externa a la cual deba responder el poeta, entonces cualquier mediocridad está permitida. La escritura se vuelve algo tan sintomático como el sarpullido juvenil; es decir un fenómeno temporal que puede volverse permanente. En tal sentido, no existe relación entre palabra ni realidad sino como un mero accidente, no como una auténtica transfiguración de la realidad a través de la palabra vuelta experiencia fundamental.
A propósito de esta experiencia fundamental, la filosofía de Dilthey elabora el concepto básico de Erlebnis, que he utilizado para justificar teóricamente mi acercamiento a la poesía de algunos de mis contemporáneos a través, justamente, de experiencias fundacionales de la escritura, experiencias que alteran el orden y la relación del escritor con el mundo, transformado por esta Erlebnis en experiencia verbal. No voy a exponer aquí los resultados de esa investigación porque espero que pronto vea la luz, pero puedo señalar que esa Erlebnis que altera el equilibrio, ese orden que podríamos llamar, un poco excesivamente, natural en el que vive el individuo. Igual que la experiencia del mal, que debe entenderse como aquel fenómeno que altera el orden del universo, la Erlebnis que en verdad importa es aquella que posibilita esta relación carnal con la palabra, esta transfiguración de la realidad en lenguaje manifiestamente magmático y transformador.
En un análisis que hice sobre un poema de El fulgor, de José Ángel Valente, publicado en http://mexicovolitivo.com/2004/Junio_Julio/joseangel.html, indiqué la forma en que la realidad es transfigurada por la palabra; el análisis de este breve poema ejemplifica el tipo de poesía, el tipo de relación con la realidad y la palabra que me interesan. Pero lo que me interesa señalar aquí no es sino que este tipo de poesía es el fruto de una alteración, de una fragmentación de la realidad en la cual el lector tiene una responsabilidad enorme: la de interpretar y ejercer su autonomía como lector, aquella que posibilita el diálogo auténtico a través del ejercicio hermenéutico en su más elevado sentido.
¿Cómo se dan estas experiencias fundacionales de la poesía, de la palabra? De muy diversas formas, en lo individual, en el corazón mismo del poeta. Es posible que aquel que viva esta experiencia fundacional tenga o no talento. Es posible que tenga un manejo óptimo con la palabra. Estos dos aspectos son totalmente irrelevantes para con respecto esta Erlebnis. Es justamente ésta la que importa, porque es a partir de ella que surgirá el nuevo ser encarnado: el poema. También en otro sitio he señalado mi interés por la relación poesía e insania, o poesía y melancolía, o poesía y locura, o poesía y depresión, es decir por esos fenómenos del espíritu que la ciencia sólo consigue delimitar, diseccionar, pero nunca entender a cabalidad. Es esta Erlebnis la puede originar el poema, pero más aún, puede desencadenar la escritura. Esta gradación es importante. Ya Platón habló en su momento de cómo incluso alguien que fuese un pésimo poeta podría escribir un gran poema y cómo es que podía darse ese caso. No voy a referir aquí nuevamente la teoría platónica de la posesión daimónica, pues además de medianamente conocida, ya he abordado el asunto en un extensísimo ensayo que espero vea también la luz algún día; lo que sí me interesa señalar es, justamente, un ejemplo de ese tipo de posesión divina, de Erlebnis fundacional que permite el surgimiento de la escritura o del poema, como es el caso que voy a referir.
En estos últimos treinta años no ha habido prácticamente un solo poema digno de recordar entre nosotros, con excepción probablemente del siguiente ejemplo, que transcribo completo. Se trata de un poema escrito por un poeta sin ningún talento ni mérito alguno, y que jamás pudo volver a escribir algo como lo que en este poema se conjuga. Es el caso de alguien poseído por las potencias divinas de que hablaba Platón, y que sin mayor talento ni mérito, escribe uno de los poemas más memorables de nuestra poesía en el último cuarto de siglo pasado. Es un poema que ha pasado de mano en mano, o más bien de boca en boca, durante años, y no conozco a nadie que no resulte embelesado y sorprendido por su fuerza abismal. Su ritmo y su fuerza verbal recuerdan a la de cierto Huidobro, pero lejos de divertirse en juegos y prodigios lingüísticos, entrega su magma con la fuerza de una explosión de materia incandescente, como una nube piroclástica que arrasa con todo a su paso, incluyendo al autor.
Caidal mi pinche extrañación vino de golpe
a balbucir sepa qué tantas pendejadas;
venía dizque a escombrar lo que el almaje me horadaba,
y a tientas tentoneó para encontrarse
un agujero tal de tal tamaño que en su adentro
mi agujereaje y yo no dábamos no pie
sino siquiera mentábamos finar
de donde a rastras pudiera retacharse nuestro aullido
Eso es lo que me queda —dije— de tanta extrañación
como he tenido; un hueco nada más, y ya me crujo
del tanto temblequear de que ese hueco
del mucho adolorar se me deshueque
y ya ni hueco en que caer tengamos
ni mi agujero ni mi yo
tan deshuecado invertebral volvido
que ni a madrazos mi almaraje quiera
ponerse a recoger su trocerío.
Caidal mi pinche extrañación se fue de golpe
luego de extremaunciar sepa qué tantas pendejadas;
no le entendí ni madres de todo lo que dijo,
pero sentí que era de cosas que desgracian.
A buena hora se te ocurre —dije—
venirme a jorobar con lo pasado,
cuando que a puro ferretear me atasco el alma;
si no fuera por tanto pinche clavo que me clavo,
ya ni memoria ni aulladar tendría.
A mí de sopetón una mujer me destazó en lo frío,
y desde entonces
a puro pinche ardor me estoy enfriando.
Ni lumbre en el finar del almaraje y sus trocitos queda,
y sólo el agujero está y estamos dentro
mi esqueletada y yo y mis agujeros,
a trompicones tentaleando fondo
para por fin tener donde aventar el alma
y de una vez echar la moridera.
Luego de extremaunciarme el esqueleto,
mi pinche extrañación se fue de golpe;
a tales rumbos me aventó de lejos
que pura mugre soledad me fui encontrando;
de arrempujón en empujón llegué a mis huecos,
todo ya de oquedad hallado hoyado,
y sin huesaje ya y sin nada
en que la agonición llevar acabo.
Es frío —me dije— lo de agonir que tanto escalda,
pero el asunto es memoriar lo que en trocitos
del almaje va quedando de esa mujer, y yo memorio
de cuando me hoyancó, y luego hubo un desmadre tal
que estropició la elevación de los San Ángel,
y memoreo, también, que al destazarme
los huesos se me fueron hasta un deshuesadero tal
que, entonces, mi agujereaje y yo crujímonos de frío,
y a puro pinche enfriar hemos andado desde entonces.
Extremahumado ya,
ni un chinguirito de lumbre en el almaje y sus retazos queda
para lumbrar siquiera el huésar donde a tumbos
velorio a esa mujer que desahució mi almario
y cascajó, de paso, la ardidera.
Una llagada me dejó, y qué llagada,
y a luego hubo un friadal y un chingo más de cosas
que a chingadazos, pues, me auparon la caída.
Si así —me dije—, sin nada de huesar
y a puro bújero velorearé por siempre a esa mujer
mientras chinguitos del almar me queden,
y siendo como es de frío lo de agonir que tanto escalda,
mejor ya de una vez me descerrajo el alma
y a ver en qué lugar la moridera boto.
Ya ni mi triste corazón me aguanta nada,
y ya que en éstas del morir me esculco muerto,
dada la extremaunción, el último traguito
mi agujereaje y yo nos lo echaremos solos.
Briagados ya, y a tarascazos, dando fondo,
vidriaremos por ahí a ver en qué mugre velorio
nos aceptan:
resurreccir como que está bastante del carajo,
y este pinche camión de Tizapán que ya no pasa,
como que nada más hasta un barranco hubo llegado.
[junio de 1971]
Se trata de un poema de Max Rojas, El turno del aullante, que ha sido literalmente aprendido de memoria por quien ha leído esta furia lingüística y transmitido verbalmente desde su aparición hace ya más de treinta años. Mi opinión es que estamos ante una absoluta obra maestra lírica de nuestra poesía, en donde las referencias a topónimos son más bien parte de un magma incontrolable que describe con su furia el raudal desasosiego del abandono amoroso como jamás había sido descrito entre nosotros. Y sin embargo, el autor jamás logró alcanzar de nuevo este nivel verbal de expresividad, de reflejo de una realidad cotidiana transformada en pura experiencia del lenguaje.
Caidal mi pinche extrañación, probablemente los versos más célebres entre los lectores que no acuden a suplementos ni revistas, que no se fijan en prestigios espurios, en premios, en becas, en toda esa parafernalia que tanto gusta el medio literario, y que ya en otro momento he señalado como algo que no tiene nada que ver con la literatura. No sorprende entonces que alguien critique este tipo de poesía que tanto se celebra con un verso medio cojo pero que resume muy bien el sentir de no pocos lectores: ¡Chinguen a su puta madre! si se puede (publicado en http://cangrejoinmortal.blogspot.com/2006/01/la-poesia.html).
Caidal mi pinche extrañación es un ejemplo de cómo aparece una experiencia fundacional, que en este caso sólo alcanzó para un poema, pero que en otros casos puede dar origen a toda una literatura, como es el caso de la de Paul Celan. ¿Nada altera el desastre? Sí, hay cosas que lo alteran, y si se da una feliz conjunción, es posible asistir al surgimiento de algo digno de ser leído, algo que nos obliga a no olvidar, más allá de la geografización o desgeografización del poema, del lenguaje. Cuando esto ocurre, no importa ya el paisaje o los sitios que se mencionen en el poema, porque el único sitio que verdaderamente importa es el paisaje interior, el del espíritu en estado de gracia, o de desgracia, según se quiera ver.
II. En la concreción de la escritura se configuran, o deben configurarse, los signos de la fractura entre individuo y realidad, dando como resultado un lenguaje único a disposición del poeta. Este lenguaje puede ser heredado, en le sentido que se le da a la tradición (por ejemplo, el lenguaje de los románticos), o puede forjarlo el poeta a través de su propio ejercicio lírico (el lenguaje de Celan). Pero esta fractura no es experimentada de manera colectiva, aunque socialmente pueda explicarse de esa forma genérica, y la razón de esta separación es muy simple: la escritura, la literatura, es un ejercicio puesto en marcha por un individuo, no por una masa. Puede haber obras anónimas, de autores desconocidos, pero no hay obras colectivas, por más que haya quienes afirmen que las hay. Lo que puede existir es la transmisión colectiva, pero no la autoría colectiva. Ello se verifica en la literatura, pero también en la música. Por ejemplo, Las folías o Greensleaves o La Chanson del’homme armé son algunas de las melodías populares más célebres de todos los tiempos (aunque la popularidad de la tercera sólo abarcó el Medievo), pero el hecho de que sean de autoría anónima no significa que ésta sea colectiva. Necesariamente alguien tuvo que componerlas, idear la melodía base que después sedujo a generaciones de escuchas y músicos.
Al referirme al ensayo de Vicente Quirarte sobre el mar en la poesía mexicana señalé que en su exposición no llegaba a ningún punto. Bien podría haber elegido Quirarte cualquier otro tema: las flores, las calles, las montañas, los ocios, el resultado no habría variado sensiblemente. La razón no es tanto el tema o la geografía de los poemas, sino el lenguaje. O más bien, lo que hay detrás del lenguaje, que es nada. No hay nada que respalde a ese lenguaje. Es decir, aunque suene repetitivo, lo que suele haber en esos poemas no es el resultado de una experiencia, cualquiera que ésta sea, transfigurada en experiencia verbal viva.
Es muy significativo que uno de los versos más célebres de José Emilio Pacheco afirme que “nada altera el desastre”. Se pueden dar diversas interpretaciones a este verso, de acuerdo al contexto histórico o lírico a considerar. Pero ésta bien podría ser la divisa de la poesía mexicana de los últimos veinte o treinta años. La pregunta más directa es, ¿por qué nada la altera? ¿Por qué los poetas escriben como si nada sucediera a su alrededor? De alguna manera podríamos señalar que esto tiene que ver no sólo con la presencia o no de esa fractura lingüística, sino más profundamente aún con las motivaciones que llevan a alguien a la escritura, a la literatura.
Es curioso, pero una parte importante de la literatura mexicana que a mi generación le tocó leer (y aquí uso el término generación en un sentido mucho más amplio que el que usualmente se le usa) carece por completo de relevancia, de peso específico, de algo que decirle al lector. Esa literatura germinó dentro de un periodo específico de bienestar y crisis al unísono, en el que lo único que se transparente en ella es lo primero y no lo segundo. Como si los poetas hubiesen vivido en un capullo que los aisló del horror del mundo exterior. Fue la época, última, de los talleres literarios, que se multiplicaban con singular alegría, y de escritores y antologías y suplementos y revistas. Cualquiera podía aspirar a ser escritor, a ver publicadas sus ocurrencias. Y lo cierto es que muchas de aquellas oportunidades, de aquellas publicaciones que despertaron el afán por publicar de no pocos de los miembros de mi generación (y algunos más jóvenes) no dejaron la menor huella y no veo que nadie llore o añore aquellos días.
Pero el punto no es quiénes aprovecharon (o cómo) y quiénes no aquella vorágine. La fractura social no se ve por ningún lado. Es mentira que el temblor de 1985 haya sido el despertar de la sociedad, como afirman Monchifláis y Poniatowska. Fue el despertar de absolutamente nada. El vacío dejado por el poder fue llenado por la población, como el agua que llena una palangana vacía. Después no pasó nada. Ni social ni cultural ni literariamente. No hay siquiera una sola película sobre aquellos acontecimientos. No hay una gran novela que recupere la memoria.
Y este es el punto clave. La memoria.
Contrario a lo que creen nuestros intelectuales y escritores, cuyas opiniones no suelen diferir mucho en profundidad y objetividad de lo que opinaría un carnicero o un peluquero, somos un pueblo sin memoria. Que haya monumentos históricos, pirámides, museos, bibliotecas, en cualquier calle (o en casi cualquiera) no significa que haya memoria.
No se trata, una vez más, de agregar topónimos o de honrar a los caídos. Ver el asunto desde esa perspectiva es errar el blanco. Se trata de ver el asunto desde adentro, desde, justamente, la fractura que hace posible la escritura, no desde la comodidad de una poltrona a media sala. Es decir, de la relación entre literatura y realidad, en esa unión donde la realidad se transfigura en gramática, en una gramática personal, en esa voz inconfundible que sólo puede darse cuando a la literatura se le pide lo único que ella puede dar, lo único que puede ser: creación.
Una buena parte de la literatura mexicana, de la poesía en particular, de las últimas dos o tres décadas del pasado siglo es irrelevante porque parece haberse condenado a un autismo auto-impuesto, a un no reflejar la realidad en términos de lenguaje. Casi todo lo escrito en esos treinta o veinte años es una suerte de emasculación colectiva en nombre de la inanidad. Casi podría decirse que esa literatura escrita en las tres últimas décadas muestra una salud mental envidiable.
“Nada altera el desastre”.
Si los amores o desamores ocurren, nadie se entera. Si muere un hermano, el padre o la madre, el dolor permanece oculto, aunque se le escriba. Todo está escrito con demasiado pudor, con demasiada corrección. Incluso aquellos que se sienten, más de un siglo tarde, escritores malditos, que quieren espantar a las buenas conciencias, no espantan a nadie, dan pena ajena.
Si alguien no me cree, basta con revisar los libros premiados con el Premio de poesía Aguascalientes para comprobarlo. ¿Qué libro fundamental ha sido premiado? ¿Qué versos pueden ser repetidos por generaciones de lectores que ameriten nuestra memoria? Que yo sepa, ninguno. Treinta años o más y no ha habido un solo libro que sea digno de recordar, de releer, de compartir gustosamente con otros. El premio, y con él la literatura, se ha estandarizado.
Es casi natural que no haya lectores de poesía. Ningún lector se deja engañar impunemente, salvo los propios escritores, los propios poetas, que son capaces de aplaudir lo que sea si ello les puede atraer algún beneficio ulterior. Pero el lector, que no busca esos chanchullos, esas transas literarias, no tiene porqué transigir con versos mediocres, directos o esotéricos, porque lo que quiere es vivir una experiencia fundamental, que sólo el lenguaje en estado magmático puede ofrecer, sea a través de una explosión verbal o a través de una contrición lingüística. El lector de verdad no se deja engañar. Por eso es más fácil ver a alguien leyendo a Cavafis o a Neruda o a Rilke, que a cualquier poetastro nacional que haya ganado un premio o sea becario.
Pero este es otro de los grandes mitos finiseculares. No hay lectores. La coartada perfecta para vivir en el autismo lírico más lamentable. Justamente, si no hay lectores, si no hay realidad externa a la cual deba responder el poeta, entonces cualquier mediocridad está permitida. La escritura se vuelve algo tan sintomático como el sarpullido juvenil; es decir un fenómeno temporal que puede volverse permanente. En tal sentido, no existe relación entre palabra ni realidad sino como un mero accidente, no como una auténtica transfiguración de la realidad a través de la palabra vuelta experiencia fundamental.
A propósito de esta experiencia fundamental, la filosofía de Dilthey elabora el concepto básico de Erlebnis, que he utilizado para justificar teóricamente mi acercamiento a la poesía de algunos de mis contemporáneos a través, justamente, de experiencias fundacionales de la escritura, experiencias que alteran el orden y la relación del escritor con el mundo, transformado por esta Erlebnis en experiencia verbal. No voy a exponer aquí los resultados de esa investigación porque espero que pronto vea la luz, pero puedo señalar que esa Erlebnis que altera el equilibrio, ese orden que podríamos llamar, un poco excesivamente, natural en el que vive el individuo. Igual que la experiencia del mal, que debe entenderse como aquel fenómeno que altera el orden del universo, la Erlebnis que en verdad importa es aquella que posibilita esta relación carnal con la palabra, esta transfiguración de la realidad en lenguaje manifiestamente magmático y transformador.
En un análisis que hice sobre un poema de El fulgor, de José Ángel Valente, publicado en http://mexicovolitivo.com/2004/Junio_Julio/joseangel.html, indiqué la forma en que la realidad es transfigurada por la palabra; el análisis de este breve poema ejemplifica el tipo de poesía, el tipo de relación con la realidad y la palabra que me interesan. Pero lo que me interesa señalar aquí no es sino que este tipo de poesía es el fruto de una alteración, de una fragmentación de la realidad en la cual el lector tiene una responsabilidad enorme: la de interpretar y ejercer su autonomía como lector, aquella que posibilita el diálogo auténtico a través del ejercicio hermenéutico en su más elevado sentido.
¿Cómo se dan estas experiencias fundacionales de la poesía, de la palabra? De muy diversas formas, en lo individual, en el corazón mismo del poeta. Es posible que aquel que viva esta experiencia fundacional tenga o no talento. Es posible que tenga un manejo óptimo con la palabra. Estos dos aspectos son totalmente irrelevantes para con respecto esta Erlebnis. Es justamente ésta la que importa, porque es a partir de ella que surgirá el nuevo ser encarnado: el poema. También en otro sitio he señalado mi interés por la relación poesía e insania, o poesía y melancolía, o poesía y locura, o poesía y depresión, es decir por esos fenómenos del espíritu que la ciencia sólo consigue delimitar, diseccionar, pero nunca entender a cabalidad. Es esta Erlebnis la puede originar el poema, pero más aún, puede desencadenar la escritura. Esta gradación es importante. Ya Platón habló en su momento de cómo incluso alguien que fuese un pésimo poeta podría escribir un gran poema y cómo es que podía darse ese caso. No voy a referir aquí nuevamente la teoría platónica de la posesión daimónica, pues además de medianamente conocida, ya he abordado el asunto en un extensísimo ensayo que espero vea también la luz algún día; lo que sí me interesa señalar es, justamente, un ejemplo de ese tipo de posesión divina, de Erlebnis fundacional que permite el surgimiento de la escritura o del poema, como es el caso que voy a referir.
En estos últimos treinta años no ha habido prácticamente un solo poema digno de recordar entre nosotros, con excepción probablemente del siguiente ejemplo, que transcribo completo. Se trata de un poema escrito por un poeta sin ningún talento ni mérito alguno, y que jamás pudo volver a escribir algo como lo que en este poema se conjuga. Es el caso de alguien poseído por las potencias divinas de que hablaba Platón, y que sin mayor talento ni mérito, escribe uno de los poemas más memorables de nuestra poesía en el último cuarto de siglo pasado. Es un poema que ha pasado de mano en mano, o más bien de boca en boca, durante años, y no conozco a nadie que no resulte embelesado y sorprendido por su fuerza abismal. Su ritmo y su fuerza verbal recuerdan a la de cierto Huidobro, pero lejos de divertirse en juegos y prodigios lingüísticos, entrega su magma con la fuerza de una explosión de materia incandescente, como una nube piroclástica que arrasa con todo a su paso, incluyendo al autor.
Caidal mi pinche extrañación vino de golpe
a balbucir sepa qué tantas pendejadas;
venía dizque a escombrar lo que el almaje me horadaba,
y a tientas tentoneó para encontrarse
un agujero tal de tal tamaño que en su adentro
mi agujereaje y yo no dábamos no pie
sino siquiera mentábamos finar
de donde a rastras pudiera retacharse nuestro aullido
Eso es lo que me queda —dije— de tanta extrañación
como he tenido; un hueco nada más, y ya me crujo
del tanto temblequear de que ese hueco
del mucho adolorar se me deshueque
y ya ni hueco en que caer tengamos
ni mi agujero ni mi yo
tan deshuecado invertebral volvido
que ni a madrazos mi almaraje quiera
ponerse a recoger su trocerío.
Caidal mi pinche extrañación se fue de golpe
luego de extremaunciar sepa qué tantas pendejadas;
no le entendí ni madres de todo lo que dijo,
pero sentí que era de cosas que desgracian.
A buena hora se te ocurre —dije—
venirme a jorobar con lo pasado,
cuando que a puro ferretear me atasco el alma;
si no fuera por tanto pinche clavo que me clavo,
ya ni memoria ni aulladar tendría.
A mí de sopetón una mujer me destazó en lo frío,
y desde entonces
a puro pinche ardor me estoy enfriando.
Ni lumbre en el finar del almaraje y sus trocitos queda,
y sólo el agujero está y estamos dentro
mi esqueletada y yo y mis agujeros,
a trompicones tentaleando fondo
para por fin tener donde aventar el alma
y de una vez echar la moridera.
Luego de extremaunciarme el esqueleto,
mi pinche extrañación se fue de golpe;
a tales rumbos me aventó de lejos
que pura mugre soledad me fui encontrando;
de arrempujón en empujón llegué a mis huecos,
todo ya de oquedad hallado hoyado,
y sin huesaje ya y sin nada
en que la agonición llevar acabo.
Es frío —me dije— lo de agonir que tanto escalda,
pero el asunto es memoriar lo que en trocitos
del almaje va quedando de esa mujer, y yo memorio
de cuando me hoyancó, y luego hubo un desmadre tal
que estropició la elevación de los San Ángel,
y memoreo, también, que al destazarme
los huesos se me fueron hasta un deshuesadero tal
que, entonces, mi agujereaje y yo crujímonos de frío,
y a puro pinche enfriar hemos andado desde entonces.
Extremahumado ya,
ni un chinguirito de lumbre en el almaje y sus retazos queda
para lumbrar siquiera el huésar donde a tumbos
velorio a esa mujer que desahució mi almario
y cascajó, de paso, la ardidera.
Una llagada me dejó, y qué llagada,
y a luego hubo un friadal y un chingo más de cosas
que a chingadazos, pues, me auparon la caída.
Si así —me dije—, sin nada de huesar
y a puro bújero velorearé por siempre a esa mujer
mientras chinguitos del almar me queden,
y siendo como es de frío lo de agonir que tanto escalda,
mejor ya de una vez me descerrajo el alma
y a ver en qué lugar la moridera boto.
Ya ni mi triste corazón me aguanta nada,
y ya que en éstas del morir me esculco muerto,
dada la extremaunción, el último traguito
mi agujereaje y yo nos lo echaremos solos.
Briagados ya, y a tarascazos, dando fondo,
vidriaremos por ahí a ver en qué mugre velorio
nos aceptan:
resurreccir como que está bastante del carajo,
y este pinche camión de Tizapán que ya no pasa,
como que nada más hasta un barranco hubo llegado.
[junio de 1971]
Se trata de un poema de Max Rojas, El turno del aullante, que ha sido literalmente aprendido de memoria por quien ha leído esta furia lingüística y transmitido verbalmente desde su aparición hace ya más de treinta años. Mi opinión es que estamos ante una absoluta obra maestra lírica de nuestra poesía, en donde las referencias a topónimos son más bien parte de un magma incontrolable que describe con su furia el raudal desasosiego del abandono amoroso como jamás había sido descrito entre nosotros. Y sin embargo, el autor jamás logró alcanzar de nuevo este nivel verbal de expresividad, de reflejo de una realidad cotidiana transformada en pura experiencia del lenguaje.
Caidal mi pinche extrañación, probablemente los versos más célebres entre los lectores que no acuden a suplementos ni revistas, que no se fijan en prestigios espurios, en premios, en becas, en toda esa parafernalia que tanto gusta el medio literario, y que ya en otro momento he señalado como algo que no tiene nada que ver con la literatura. No sorprende entonces que alguien critique este tipo de poesía que tanto se celebra con un verso medio cojo pero que resume muy bien el sentir de no pocos lectores: ¡Chinguen a su puta madre! si se puede (publicado en http://cangrejoinmortal.blogspot.com/2006/01/la-poesia.html).
Caidal mi pinche extrañación es un ejemplo de cómo aparece una experiencia fundacional, que en este caso sólo alcanzó para un poema, pero que en otros casos puede dar origen a toda una literatura, como es el caso de la de Paul Celan. ¿Nada altera el desastre? Sí, hay cosas que lo alteran, y si se da una feliz conjunción, es posible asistir al surgimiento de algo digno de ser leído, algo que nos obliga a no olvidar, más allá de la geografización o desgeografización del poema, del lenguaje. Cuando esto ocurre, no importa ya el paisaje o los sitios que se mencionen en el poema, porque el único sitio que verdaderamente importa es el paisaje interior, el del espíritu en estado de gracia, o de desgracia, según se quiera ver.
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