martes, marzo 18, 2008

Otra apostilla a Gombrowicz

Buscando aquí y allá encontré algo que me parece capital para entender, así sea parcialmente, la diatriba de Gombrowicz contra los poetas. Digo parcialmente, porque explica cuál es el motivo de las generalizaciones en su pobre argumentación. Y señala algo que ya había yo mencionado cuando, por ejemplo, me referí a Mozart. Es algo que escribió Stephen Vizinczey, un novelista polaco poco apreciado hoy en día, pero cuyas obras parecen estar marcadas por una honestidad digna no sólo de encomio, sino de admiración y respeto, algo que difícilmente se podría decir de la mayoría de los escritores vivos en lengua española. Lo tomé de su Decálogo del escritor, y valdría la pena leerlo con atención.
NO DEJARÁS PASAR UN SOLO DÍA SIN RELEER ALGO GRANDE
En mi adolescencia estudié para ser director de orquesta y de mi educación musical adopté una costumbre que considero esencial para los escritores: el estudio constante y diario de las obras maestras. La mayor parte de los músicos profesionales de cierta categoría conocen de memoria centenares de partituras; la mayor parte de los escritores, en cambio, sólo tienen el más vago recuerdo de los clásicos, lo cual explica que haya más músicos expertos que escritores expertos. Un violinista que poseyera la pericia técnica de la mayor parte de los novelistas publicados, no encontraría nunca una orquesta donde tocar. Lo cierto es que sólo absorbiendo las obras perfectas, los modos específicos inventados por los grandes maestros para desarrollar un tema, construir una frase, un párrafo, un capítulo, se puede aprender todo lo que hay que aprender sobre la técnica.

Nada de lo que ya se ha hecho puede decirte cómo hacer algo nuevo, pero si comprendes las técnicas de los maestros, tienes una mayor posibilidad de desarrollar las propias. Para decirlo en términos de ajedrez: aún no ha existido un gran maestro que no conociera de memoria las partidas de campeonato de sus predecesores.

No se debe cometer el error común de intentar leerlo todo para estar bien informado. Estar bien informado sirve para brillar en las fiestas, pero resulta absolutamente inútil para un escritor. Leer un libro para poder charlar sobre él no es lo mismo que comprenderlo. Es mucho más útil leer una y otra vez unas cuantas grandes novelas hasta comprender por qué son buenas y cómo las han construido los escritores. Hay que leer una novela unas cinco veces para comprender su estructura, qué la hace dramática y qué le presta ritmo e impulso. Sus variaciones en compás y escala de tiempo, por ejemplo: el autor describe un minuto en dos páginas y luego cubre dos años con una frase... ¿por qué? Cuando hayas comprendido esto, sabrás realmente algo.

Cada escritor elegirá sus propios favoritos entre aquellos de quienes cree que puede aprender más, pero desaconsejo con firmeza la lectura de novelas victorianas, que están infestadas de hipocresía e hinchadas de redundancias. Incluso George Eliot escribió demasiado sobre demasiado poco. Cuando te sientas tentado de escribir cosas superfluas, deberás leer los relatos de Heinrich von Kleist, quien dijo más con menos palabras que cualquier otro escritor en la historia de la literatura occidental. Lo leo constantemente, así como a Swift y a Sterne, a Shakespeare y a Mark Twain. Por lo menos una vez al año releo algunas obras de Pushkin, Gógol, Tolstoi, Dostoyevski, Stendhal y Balzac. A mi juicio, Kleist y estos novelistas franceses y rusos del siglo xix son los más grandes maestros de la prosa, una constelación de genios no superados como los que encontramos en la música, de Bach a Beethoven, y todos los días intento aprender algo de ellos. Ésta es mi «técnica».
Pues bien, tiene absolutamente razón Vizinczey. Y esto explica la generalización y las vaguedades de Gombrowicz. Un músico puede decir cosas más concretas de otor, de lo que un escritor puede o debería de otro. ¿La razón? Porque ellos estudian en verdad su tradición. Y yo agregaría algo que, como Vizinczey, también aprendí del orbe de la música. No des por sentada tu tradición. Nunca he olvidado cómo, por ejemplo, Nikolaus Harnoncourt transformó la manera en que escuchamos la música llamada clásica. No dio por sentado que Beethoven o Bach debían tocarse de la forma en que durante medio siglo previo sen había hecho. Harnoncourt optó por releer la tradición musical occidental con sus propios ojos, y para eso abandonó las partituras ya conocidas, y se remitió a sus fuentes: las obras autógrafas, o al menos a las ediciones príncipe; después se preguntó por qué no tocar con los instrumentos que se habrían tocado en el siglo XVII o XVIII o XIX, y eso hizo. Así surgió, allá en los albores de los años 50 del siglo XX, lo que hoy llamamos interpretación historicista, que es tocar con instrumentos de época.
Harnoncourt y toda su generación, un conjunto de jóvenes rebeldes, devidieron interpretar la tradición occidental de una forma totalmente nueva, remitiéndose a los instrumentos originales y a reflexiones propias sobre ese tesoro que es la música occidental de los últimos cuatro siglos. Ello significó re-escuchar a Claudio Monteverdi y sus óperas de una forma como probablemnete nunca antes se había escuchado. La oposición de las generaciones previas fue enorme. Pero medio siglo después las interpretaciones con instrumentos de época son una sana costumbre, que ha liberado la imaginación del intérprete, y también la del escucha. Pero esto se debió a que esa herencia, la tradición, dejó de ser vista como un monumento inamovible, ante el cual sólo restaba la repetición ad nauseam, como quien repite una letanía hasta el fin de los tiempos.
En el caso de nuestra triste literatura nacional vemos ese amodorramiento que da lo conocido, esa soberbia de quien no conoce la tradición no sólo porque no la ha leído, sino porque la tradición ha de reinventarse cada cierto tiempo, ha de modificarse, de verse con otros ojos, desde otro sitio y con otra perspectiva. René Jacobs, el superlativo director de orquesta, al referise a su versión del Così fan tutte de Mozart, dijo que "cuando nos acostumbramos a algo solemos tocarlo con mayor lentitud porque nuestro oído desea regodearse en lo ya conocido". Parafraseándolo, es lícito decir que cuando vemos la tradición como un paisaje de Turner (¿recuerdan el atardecer poético de Gombrowicz?) todo se vuelve más poético, más estable, más conocido, y deseamos regodearnos en sus anchas planicies.
Así pues, no es casual que Gombrowicz no mencione a nadie en particular en su diatriba contra los poetas, como tampoco lo es que haga generalizaciones e invente historias ficticias que sólo pasan en su cabeza de exiliado: está más preocupado pro lo que sucede afuera que por conocerse con precisión, y tales vaguedades y exageraciones en su argumentación sólo confirman lo que ya había sospechado previamente: Gombrowicz no habla de ningún poeta en particular porque no ha leído a ninguno, porque se imagina, en su cabeza de narrador y dramaturgo, que los poetas hacen esto o hacen aquello, pero no tiene una sola evidencia que apoyen su dicho. Por eso, al referirme a su argumentación, dije, usando una terminología jurídica, que Gombrowicz no tenía un caso.
Ya ven que así es.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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