martes, marzo 04, 2008

Contra Gombrowicz

Ah, mis cero lectores, cómo los he abandonado. Pero ustedes saben que ganarse el pan nuestro de cada día en esta mundo globalizado del capitalismo salvaje nos impone obligaciones y problemas que a veces nos distraen de lo que en verdad es importante. Por lo tanto, y habiéndome disculpado con ustedes por mi desidia, les dejo esta reflexión intempestiva, la llamaría Nietzsche, sobre un malhadado polaco llamado Witold Gombrowicz.
La aparición del ensayo Contra los poetas,1 de Witold Gombrowicz, casi medio siglo después de su publicación en polaco y francés, me deparó la emoción de hallar alguien que tal vez tenía algo importante que decir acerca del mal oficio que rodea al quehacer poético, particularmente entre nosotros. Pero una lectura detenida del mismo me provocó una terrible decepción. Gombrowicz no tiene nada inteligente que decir en contra de los poetas. Más aún, más que convertirse en defensor del hombre, como pretende, se transforma en un inquisidor, que con dedo flamígero acusa y condena, y sólo le falta tomar la leña, el hacha o la soga, para ser el verdugo también. Triste papel el de Gombrowicz en este ensayo.
Desde que Platón excluyó a los poetas de su república ideal, uno imaginaría que alguien después de él tendría algo más inteligente que decir al respecto, o al menos aportar pruebas concretas, tangibles, plausibles, para convencernos de sus argumentos. Pero no, Gombrowicz no ofrece una sola prueba, y como todo buen inquisidor, elabora un complicado edificio de acusaciones que, lamentablemente, están sustentadas en absolutamente nada que no sean malabares, prestidigitaciones intelectuales y en fuegos de artificios –así de fatuos y vanos me parecen sus argumentaciones. Veamos su caso, o más bien, para usar un término jurídico, su falta de caso.

El punto central de la acusación de Gombrowicz contra los poetas es más temerario que la de Platón, pues él simplemente afirma que “nadie (o casi nadie), en verdad, ama los versos y que el universo de la poesía en versos no es sino ficción y afectación” y que “las poesías no me producen ningún entusiasmo… es más, me aburren” (p. 25), y que en virtud de ello, “no soporto esa melopea, monótona y siempre sublime”. Para excusarse de cualquier reproche ante tal afirmación, y hay que decirlo, está en todo su derecho de decir que le aburre la poesía, Gombrowicz se parapeta en el argumento de que “ataco todas esas Formas que dejan de ser para el hombre un cómodo abrigo y se convierten en un rígido y pesado caparazón” (p. 63).


Obsérvese el atinado recurso del inquisidor: “Nadie (o casi nadie), en verdad, ama los versos”, un absoluto matizado, de forma que no haya manera de reprocharle casos específicos que aparentemente pudiesen refutar sus afirmaciones. Por eso el inquisidor se protege con ese “casi nadie”. Ah, qué recurso tan ramplón para una acusación tan seria. Y es que no tendría el mismo peso la acusación si sólo dijera que le aburren los versos, como de hecho lo dice. Y resulta curioso que después, en otro momento, Gombrowicz afirme “Me gusta la aritmética, me permite abordar no pocos problemas” (p. 76). Lo curioso es que esto lo dice casi quince años después para otro entramado teórico sustentado en malabarismos similares. En el caso de su diatriba contra los poetas, y a pesar de ese gusto por la aritmética, que seguramente le entretiene más que la poesía, no hay un solo ejemplo aritmético, un solo cálculo que apoye sus argumentaciones. Sólo ese absolutismo de que “nadie, en verdad, ama los versos”.

En una respuesta posterior Gombrowicz señala que sus detractores “deberían haber evaluado, ante todo, objetiva y positivamente, en qué medida mi afirmación de que ‘nadie, o casi nadie’ ama los poemas’ es cierta” (p. 63). Dado que parece que nadie lo ha hecho, ni siquiera el propio Gombrowicz, hagámoslo nosotros. Sólo como medida de contraste y de control, vayamos al summum, es decir, al libro más vendido –en este caso, a la saga de libros más vendidos. Me refiero, naturalmente, a la saga de Harry Potter.

Según algunos, hasta 2007 había vendido la nada despreciable cantidad de 400 millones de copias.2 That’s a lot! Comparemos esta asombrosa cantidad, con la población mundial, que en 2005 era de 6 mil 453 millones 628 mil.3 Esto significa que este libro, bueno… esta saga de libros, la más vendida de la historia, sólo interesó a algo así como a un poco más del 16 por ciento de la población mundial. De modo que estamos comprobando, empírica, objetiva y positivamente que la realidad le da la razón a Gombrowicz. Casi nadie gusta de la poesía. Basta ver los tirajes de libros del género en México (no más de mil por título) para sentir ese aire gélido como de muerte que debería colarse hasta por debajo de las ventanas para aquellos que escribimos poesía. Y no veo cómo un libro de poesía en ningún lugar del mundo pudiese darle un aire de respiro a su autor.


Lo que sorprende, entonces, es el simplismo de la argumentación de Gombrowicz. ¿Tenía que escribir un pequeño ensayo para decir solamente esto? ¡Qué triste papel el de este intelectual, quemando en infiernitos su pólvora! Pero bueno, no nos desviemos del asunto y revisemos sus argumentaciones, que no se detienen en una simple cuestión aritmética –la cual, matemáticamente, le da la razón. Dice Gombrowicz que no “carezco de sensibilidad poética, ya que ésta no me falta, hasta puedo decir que me sobra” (p. 25), y en apoyo de su dicho, afirma que “como cualquier mortal me conmuevo cuando la Poesía aparece no como verso sino mezclada con otros elementos más prosaicos –por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostoievski o Pascal, o simplemente al contemplar una puesta de sol” (p. 25).


Analicemos por un instante esta poesía mezclada que le agrada. Lo primero que podríamos pensar es que mencionar a Dostoievski o a Shakespeare es, por sí mismo, un lugar común. ¿Dónde está esa poesía con elementos prosaicos que tanto deleita a Gombrowicz en estos autores? No lo sabemos, pues no se molesta en dar siquiera un ejemplo. Pero podemos afirmar que esa supuesta poesía seguramente le llegó a Gombrowicz por medio de traducciones. ¿Alguien que no haya estudiado Letras inglesas ha tratado de leer a Shakespeare en inglés? … Lo mismo pienso yo. ¿Dostoievski? Es más probable que por cierta cercanía lingüística Gombrowicz lo hubiese leído. ¿Y Pascal? Seguramente sí. Y sin embargo, inmediatamente después compara esa poesía con elementos prosaicos con “una puesta de sol”. ¿Es posible hallar una escena más estereotipada, más cliché (es decir, una imagen fija, codificada, fácilmente repetible) que ésta? No creo. Es, de hecho, una imagen que la burguesía prodiga y consume con indiferente alegría. Y ese es el ejemplo de poesía prosaica que Gombrowicz quiere recetarnos. Una imagen, además, que no es, ni con mucho, poesía por sí misma si no es a través de constructos sociales, contra los cuales se supone Gombrowicz se opone. De modo que lo que a Gombrowicz le atrae es esta suerte de destilado aguado que, en definitiva, no es poesía.


Y vean la trampa que nuevamente pone el inquisidor. Estamos hablando de poesía, de versos, y de repente, Gombrowicz, como émulo de algún protestante citando la Biblia fuera de contexto, nos pregunta “¿Por qué me aburre tanto esa receta farmacéutica llamada ‘poesía pura’?” Ah, ¿entonces no es toda la poesía, sino la poesía pura, lo que le molesta a Gombrowicz? Ya cambió de tema. Si viviera hoy en día, diría que sólo está enmarcando la discusión, y que se mantiene firme en su rechazo. Pero véase la confusión que el autor ha generado ya en tan pequeño espacio. Para sustentar su dicho de que los poemas le aburren al cansancio, sin presentar pruebas, ahora señala al culpable: la poesía pura. Y de allí concluye que si a él le aburren esos versos, “esa melopea monótona”, entonces a nadie le interesa la poesía. Y usa una fraseología muy particular: “nadie ama los versos”. Y tiene razón. No sé de nadie que ame los versos –los enamorados los usan, pero no creo que ninguno los ame realmente. Pero allí está una de las primeras trampas lingüísticas del inquisidor, algo muy típico de ellos.


Y de repente, otra vuelta de tuerca, para ir acosando al culpable, a fin de hacer imposible cualquier respuesta. Dice inmediatamente después, “¡Cuántas cosas descubriríamos si intentáramos saber en qué medida las persona que se postra ante Bach es en verdad capaz de sentir la música en general y la de Bach en particular!” (p. 27), y nos remilga un ejemplo bastante barato, típico del inquisidor, en donde sólo faltan el gallo negro y el cuenco con sangre derramada. Y lo confieso, a mí me gusta Bach, pero no me postraría, ni me he postrado ante él, o si obra.


Pero si vamos leyendo con cuidado, y deshojando la margarita, veremos que ya podemos detectar el método gombrowicziano para ensartar sus perlas: exageración tras exageración rodeando sus absolutos mientras su malabares distraen para que no veamos de dónde saca realmente el conejo. Veamos esta otra perla, antes de seguir. En su respuesta a la carta de Milosz, como buen inquisidor, muestra ya sus garras y amenaza: “Por primera vez en mi vida he descubierto el placer del escritor, que rebelándose contra la tiranía, se convierte en portavoz del pueblo… ¡Temblad, poetas, temblad! […] vuestro poder está llegando a su fin” (p. 52).


No sé por qué, pero este improperio del polaco contra los poetas me recuerda a los inquisidores. Y no hablo, como él, de abstracciones, sino de casos concretos. “El juez actúa con absoluta seguridad; aquel que tiene delante es culpable, y si se defiende, todavía peor”. No, no lo dijo ningún poeta; lo dijo Jules Michelet en su opus magnum,4 al referirse a la forma en que los inquisidores persiguieron a las llamadas brujas y brujos durante toda la Edad Media. Y de hecho, nos pone un ejemplo de esta justicia divina que en nombre de un absoluto persiguió inclementemente a miles de hombres, mujeres y niños en toda Europa:



Remy, el excelente juez de Lorena, que llegó a quemar ochocientas brujas, explica triunfalmente el terror desencadenado: “Mi justicia es tan buena, que dieciséis, que fueron detenidas el otro día, no esperaron el juicio y se colgaron antes.5



¿Exagero? Veamos lo que le merece la respuesta de Milosz a Gombrowicz: “Con estupor leí la confesión del poeta que, con serenidad y extraña libertad, acepta el cuchillo que apunta en su pecho, apoya aquello que lo mata” (p. 53). ¿Puede alguien en verdad pretender apoyar las opiniones de Gombrowicz el inquisidor sin sentirse él mismo asqueado? Me gustaría verlo.


Y sólo para demostrar que los veros pueden gustarle incluso a los legos en la materia, referiré una anécdota que un amigo alguna vez nos refirió a varios. Según él, en su contestadora automática dejó un buen día un fragmento de un poema de un amigo poeta. Y si alguien llamaba, lo que escuchaba era ese pasaje que él había seleccionado, leído y grabado. Un buen día, llegó a la casa, el teléfono sonó, y él contestó. Del otro lado, una señora, desconcertada, le pidió que colgara, que no había marcado el teléfono para hablar con él, sino que quería escuchar el poema. Este amigo, entre divertido y sorprendido, colgó, y dejó que la buena señora escuchara el poema. Ella no sabía del prestigio del autor, ni quién era ni nada de lo que a los lectores, escasísimos, de poesía les importa. Cómo haya dado con el teléfono de este amigo es irrelevante, lo que sí lo es, es el hecho de que alguien ajeno al mundillo de la poesía, de los prestigios, reales o ficticios, de los premios y las becas, descubrió un poema que podía oír cada vez que deseara, con sólo marcar a ese número de teléfono. ¿Cuánta gente habrá hablado para escuchar ese poema? No importa cuánta, esa sola señora destruye la argumentación de Gombrowicz. ¿Entendería esa señora el fragmento de ese poema, alejado de su contexto? No importa la respuesta. Le agradó lo que escuchó, y marcaba sólo para volverlo a escuchar.


¡Oh, Gombrowicz, pobre Gombrowicz! ¡Con qué facilidad se destruye tu artificio absolutista! Todo su ejemplo de la fragmentación de textos para engañar a conocedores resulta absolutamente irrelevante, porque no demuestra nada. ¡Oh, Gombrowicz, con qué facilidad te engañaste! ¿Dónde están esos millares de los que habla Gombrowicz que admiran a los versificadores? En una simple y anónima señora, o en varias, no lo sabremos nunca, que marcaba un teléfono para escuchar un poema de un autor del que nada sabía. Y no dudo que en este mismo instante, alguien, al leer esto, decida, él también, de manera anónima, buscar un poema moderno que le agrade, elegir un fragmento, una cuarteta, y cambiar el mensaje de su contestadora por un poema por el simple regocijo de hacerlo, no para probar absolutamente nada, sino para compartirlo con otros, anónimos, que tal vez por equivocación hablen a su número, y descubran ese poema. Así ocurren los milagros y se derriban los absolutos intelectuales. ¡El rey va desnudo!


Y, bueno, luego Gombrowicz, desarrolla una retahíla de comparaciones históricas y literarias, sin dar un solo ejemplo: que si la poesía pura es como el azúcar pura, que si los poetas se multiplicaron a lo largo de los siglos (p. 28), para señalar más adelante, ya sin ocultar lo que en realidad él es, o fue: “De ahí que no debiéramos aceptar actitudes (sean las que fueren) que reducen nuestras posibilidades casi a la nada tapando nuestras bocas con mordazas –y ante actitud tan artificial, y tan pretenciosa, como la del ‘cantor’, deberíamos redoblar nuestra intolerancia” (p. 29). Por fin un ápice de honestidad, una confesión por parte del inquisidor, el rasgo que mejor caracteriza a éstos: la intolerancia.


Después vienen una serie de argumentaciones con las que no puedo menos que estar de acuerdo (pp. 29-33). ¿La razón? En todo este pasaje Gombrowicz se aleja de su tono inquisitivo, y aterriza sus ideas en asuntos concretos: la relación del artista con el mundo de los hombres. Pero inmediatamente después, vuelven las generalizaciones. De nuevo situaciones ridículas, más que hipotéticas, “imaginemos la siguiente escena…” (p. 33) ¡Pero qué estulticia! Podemos imaginar lo que se nos dé la gana para apuntalar la idiotez que nos venga en gana. ¿Por qué no pone un ejemplo concreto, histórica y metodológicamente comprobable? Porque es más fácil construir un edificio de ficción, sin relación con la realidad, que dar ejemplos concretos, que por lo demás nunca faltan.6 Porque en el fondo la sola propuesta del autor es una absoluta estulticia de principio a fin.


Y las perlas siguen unas tras otra, pero el colmo de la estulticia llega cuando señala Gombrowicz la siguiente perla (me ahorro la pena de citar otros ejemplos y disertaciones previas): “¿Acaso creen que si no fuera porque en el colegio nos obligaron a entusiasmarnos por el Arte, de mayores se entusiasmarían espontáneamente? ¿Qué si la organización cultural no nos impusiera el arte, nos someteríamos voluntariamente a él?” (p. 40) Cualquier fiscal o abogado defensor en cualquier juzgado del mundo diría que la pregunta lleva su propia respuesta. ¿Cómo pregunta Gombrowicz una estupidez de este tamaño? Me da más vergüenza a mí citarla que la que le debería haber dado a él en su momento. Todo lo que rodea al hombre, incluyendo el arte, es un constructo social. Todo lo que nos parece natural, espontáneo, es el fruto de esas elaboraciones culturales y sociales que determinan todo lo que somos y lo que no somos. Comer y beber, algo tan natural. Todos bebemos algo durante la comida. Y usamos cubiertos, y una serie de adminículos: platos, vasos, copas, servilletas, manteles. Incluso, el hecho de acompañar la comida de bebidas, todo es un constructo social. Los leones y demás animales, comen primero, y sólo beben después, si tienen sed. El hombre, al menos el hombre occidental, bebe mientras come, acompaña sus alimentos de bebidas, que, strictu sensu, no son necesarias. Todo, absolutamente todo lo que nos rodea y nos hace hombres, seres humanos, es el fruto de diversos constructos sociales, que de tan consuetudinarios, nos parecen naturales.7 Y todos esos constructos, por laxos o naturales que nos parezcan, nos son y nos han sido impuestos. La ropa, el calzado, los horarios, incluso el dormir de noche y trabajar de día. Todo es una larga imposición.


Y a la estupidez señalada, Gombrowicz agrega otra, de similar catadura: “Se trata, por tanto, de un error, o de una lamentable ingenuidad, pretender de la poesía, o de cualquier arte, que sea, tan sólo, un motivo de gozo para los seres humanos. Sólo así, pueden justificarse todo el ridículo y todo el absurdo que imperan en el mundito de los poetas: sí, les resulta normal que el arte (y la admiración que provoca) sea fruto del espíritu colectivo antes que de una espontánea reacción individual” (p. 41). Es increíble la soberbia de Gombrowicz. ¿Quién, que no sea él mismo en este panfleto, ha dicho semejante estupidez? Ni siquiera se molesta en inventar un nombre ficticio que pudiera darle cierta verosimilitud a sus barbaridades. Simplemente, de un plumazo, decide que todos los poetas piensan algo así. ¿Cuál es su fuente? ¿De dónde saca semejante idea? Imposible saberlo.


Toda la diatriba de Gombrowicz contras la poesía y los poetas se desgasta, como hemos visto, en afirmaciones gratuitas, en exageraciones, en absolutos que apoyan su aburrimiento universal, su extrema sensibilidad ante algo que no es poesía ni tiene nada que ver con ésta (una puesta de sol). Y lo más divertido es que en realidad no se trata de una diatriba sino, de hecho, de un mero berrinche. ¿Por qué Gombrowicz no usa la aritmética, que según él le ayuda a resolver muchos problemas, para sustentar su enojo frente a los poetas? Porque si lo hiciera no podría elaborar esta complicada coreografía de arbitrariedades y estupideces. Decir que a nadie le importa la poesía, basado sólo en datos estadísticos es algo que, como ya vimos, se demuestra en un santiamén. Justificar nuestra oposición hacia los poetas es otra cosa. Y eso, infortunadamente, no logra demostrarlo Gombrowicz –¡Cómo me hubiera gustado leer una argumentación inteligente y sustentada en vez de este triste espectáculo de soberbia e ignorancia!


Notas
1 Sequitur, Madrid, 2006. Todas las citas corresponden, por supuesto, a esta edición. Las cursivas, salvo indicación contraria, son siempre mías.
2 Jenny Booth y agencias [noticiosas]. “J. K. Rowling publishes Harry Potter spin-off”, en Times UK, noviembre 1, 2007, cfr. http://entertainment.timesonline.co.uk/tol/arts_and_entertainment/books/article2784397.ece
3 http://es.wikipedia.org/wiki/Poblaci%C3%B3n_humana
4 La bruja. Un estudio de las supersticiones en la Edad Media. Akal, Barcelona, 2004, p. 34.
5 Ibíd, p. 32.
6 Al lector interesado lo remito a http://jmrecillas.blogspot.com/2006/05/creacin-y-responsabilidad-primera.html#links y http://jmrecillas.blogspot.com/2006_02_01_archive.html donde encontrará una exposición más amplia y concreta sobre esta clase de asuntos.
7 Véase, Norbert Elias, La sociedad cortesana, FCE, México, 1996.

1 comentario:

Gerardo de Jesús Monroy dijo...

En "El rey está desnudo" (http://www.magma.ca/~elrey), website de Pablo Urbanyi, tus lectores podrán encontrar una versión del ensayo al que dedicas tu entrada de esta vez. Te diré que "Contra los poetas" me gustó mucho; creo que posee una enorme virtud: su sentido del humor. No es poca cosa.

Es probable que la irritación que despierta la poesía en Gombrowicz se deba a esa vieja falta de entendimiento que se ha agrandado entre los oficiantes de las dos grandes ramas de la literatura: los que cuentan historias (W.G. destacó como novelista y dramaturgo) y los que crean un lenguaje no narrativo: los poetas. Se sabe que, en un primer momento de la lengua (de todas las lenguas), la poesía era narrativa; pero, conforme ha ido envejeciendo el mundo, la poesía se ha independizado de la narración. Del mismo modo que la pintura contemporánea no encuentra ya un estímulo fuerte en "copiar el paisaje" según lo miran nuestros ojos (si de copiar se trata, la fotografía o el cine lo hacen mil veces mejor que la pintura), la poesía se divorció de cualquier necesidad descriptiva o narrativa. De la tensión entre palabra y mundo deriva la parte más original de la poesía de nuestra hora, así como los cuestionamientos más interesantes para el lector de esta poesía y que tiene la intención de "apreciarla".

Estamos acostumbrados, como público (no sé desde cuándo; ¿el Renacimiento?), a ver el arte como algo que se debe "apreciar": "llegar a gustar" o a "entender", y es justo en esta hora (siglos XX y XXI) cuando menos podemos entender o disfrutar el arte. En parte, esto se debe a que el artista se niega a hacerse entender. Pero es que no le queda otra cosa: si el artista obedece a su propia voluntad de novedad, forzosamente se alejará del lenguaje común.

Puede que lo de Gombrowicz sea soberbia e ignorancia, pero también otra cosa, que no condenaría: una actitud de negarse a congeniar con la hipocresía de los que van a las salas de arte a hacer como que admiran algo que se sitúa muy lejos de ellos. Ciertamente, a Gombrowicz le falta profundizar en su objetivo, y esto frustra el alcance de su ataque; pero, por lo pronto, le da voz al desconcierto del lector de poesía. Para mí, esto es un punto a favor del polaco.

Volviendo al supuesto sentido del humor, quiero creer que lo de la puesta de sol es un chiste (más bien malito). Si no es un chiste, se trata de una ingenuidad imperdonable en un ironista de la calidad de Gombrowicz, a mi parecer muy agudo.

Y más: ¿no es misterioso que este ataque provenga de uno de los narradores más conscientes de las dificultades de su trabajo? ¿Alguien que, entre los herederos de Joyce, experimentó en carne propia esa contradicción (propia de la poesía moderna) entre decir y no-decir? ¿Una contradicción quizá más dura de vivir para un narrador que para un poeta?

Bueno, pues ahí mi tienes mi punto de vista, querido José Manuel. Un poco una "vindicación de Gombrowicz". ¡Gracias por hacernos pensar a tus cero lectores!