Con mis cero lectores deseo compartir la experiencia de la lectura de un libro de Luis Vicente de Aguinaga, publicado por la UNAM: Signos vitales. Verso, prosa y cascarita. Se trata de un libro que no oculta su origen periodístico, o mejor aún: periodiquero. Sí, se trata de una recopilación de artículos que seguramente aparecieron en algunos suplementos o revistas, pues más o menos todos tienen la misma estructura, el mismo tono conversacional, de escritura inmediatista, de bote pronto como el propio autor señala en alguno de los textos, que tanto disfrutan algunos entre nosotros. Desconozco en qué periódico o suplemento habrá sido, pero eso importa poco, porque es otra más de las estrategias literarias del libro. Ya me referiré a eso un poco más adelante. En virtud de este origen espurio, casi bastardo, el libro es apenas aceptable, nada del otro mundo, pero que trajo a mi mente algunos recuerdos de mis ya lejanos treinta años, más o menos, cuanto tendría ya algunos años de andar en la brega literaria, antes de que una depresión me hundiera —y no lo lamento, viéndolo bien— en el aislamiento literario que desde hace ya casi una década vivo.
El libro de Luis Vicente de Aguinaga tiene, entre sus virtudes, el empuje del entusiasmo que sólo una fe inquebrantable en la literatura puede dar. Eso de entrada es digno de encomio, aunque si a su edad uno no tiene esa fe entonces está perdido. Sin embargo, el entusiasmo del autor no me seduce demasiado, pues como sucede en muchas ocasiones, me parece que le gusta más la divagación que la verdadera reflexión o el análisis. O como diría Jorge Solís —es otra variante del mismo asunto—: está más interesado en el viaje en sí que en el destino —una posición zen. Y si alguna presencia recorre el libro, sin duda ésa es la de Jorge Luis Borges, no sólo como un referente que aparece constantemente, sino incluso en la manufactura de algunos ensayos, que son evidentes versiones, palimpsestos de los del argentino. Nuevamente, el entusiasmo que despierta Borges en la juventud encuentra en De Aguinaga un ejemplo digno de mención, aunque no sea por otra razón que la del buen discípulo. Pero lo que en Borges es verdadera luz, erudición y rigor literario, en De Aguinaga es apenas ocurrencia, fuego fatuo y divertimento. Me referí hace un párrafo a las estrategias literarias del autor, y es justamente Borges la coartada de éstas, pues si se tratara de textos un poco más serios, más rigurosos, De Aguinaga no dudaría en señalar en dónde aparecieron publicados sus ensayos, en el sentido más cercano a intentos, tentativas, literarios. Al ocultar deliberadamente lo que llamé su origen espurio, De Aguinaga busca, como Borges, crear una estructura autónoma que justifique y autonomice la escritura, como si el sólo hecho de leerla no fuese un acto de autonomía y liberación de la escritura. En este caso, imagino que De Aguinaga quiere que su escritura se autonomice, pero sin alejarse mucho de su mano rectora. Es decir, no se decide a otorgarle plenos poderes al lector, a que ejerza su responsabilidad. Es como un padre que teme perder a sus hijos, y se aleja un poco, sin perder de vista a sus vástagos.
Pero, hay que reconocerlo, desde el título el libro no deja lugar a dudas de qué es lo que desea ofrecernos. Los signos vitales de quien se toma la literatura como una cascarita futbolera, en mangas de camisa, sin importarle mucho las reglas de la academia. Y sin embargo, sigue otras reglas, quizá más lamentables. La del divertimento, la de la comida chatarra, que por definición no es comida. En ese mismo sentido, el libro de De Aguinaga no es un libro y él no es un autor, sino que el primero no es más que un montón de hojas encuadernadas que llevan su nombre en la primera hoja. Por definición, eso no es literatura, el resultado no es un libro, y no estamos, en consecuencia, ante un autor, en el sentido de un creador o un pensador.
Desde hace tiempo he pensado que la literatura mexicana, o mejor aún, ciertos procedimientos creativos —y, mis queridos cero lectores, observen que uso el término “creativo” de una manera un tanto arbitraria y a lo pendejo, pero es que no hay de otra, como veremos— de sus cultivadores es el fruto de una enorme ocurrencia. Dos ejemplos vienen a mí, al respecto. El primero, tiene que ver con esa lamentable frase de José Emilio Pacheco de que los libros no se terminan sino que se abandonan. Claro, por eso Pacheco se pasa más tiempo haciéndole enmiendas a sus versos malacas y maltrechos. La otra viene de Alfonso Reyes, cuando señaló, entre sus muchas ocurrencias, que el ensayo era el centauro de los géneros. ¿Cómo entender esta ocurrencia? No como una reflexión seria, sino a la luz de las muchas barrabasadas que entre nosotros se aplauden y celebran como ensayos. El caso de De Aguinaga nos ofrece una respuesta muy clara. Al referirse Reyes a un centauro no se refiere a un ser fantástico mitológico, sino a un pinche adefesio, una suerte de lamentable Frankenstein, o mejor aún, como una suerte de tullido que va de un vagón del Metro a otro apelando a la lástima que pueda despertar de nosotros para recibir una limosna. Pero todos los tullidos se chingan conmigo, porque yo los mando a chingar a su madre sin contemplaciones. Si apelan a una moral de esclavos, lo que recibirán serán latigazos, ni más ni menos.
Y el caso de De Aguinaga, sin ser tan abiertamente lastimero, se halla en el del espectro de los libros escritos por tullidos. O dicho de otra manera, en tierra de ciegos, el tuerto es rey. Yo no sé si se trate, en efecto, de “uno de los poetas más notables de su generación” ni a qué generación se refieran los editores, pero lo que sí sé es que eso de joven crítico, joven poeta, o joven lo que sea, es una mamada: como dinero confederado que sigue circulando entre nosotros, pues “la juventud es una de las formas de la esterilidad del espíritu humano” (Ricardo Garibay). Con esto quiero decir que si el mérito del libro de De Aguinaga es que “son los artículos de un joven crítico que es, además, uno de los poetas más notables de su generación”, pues tal vez otros se vayan con la finta, pero a mí no me dice nada y más bien me alejaría de su compra, ya no se diga de su lectura. ¿Que cómo conseguí el libro? Me lo regalaron. Yo difícilmente compraría un libro sólo porque es el fruto de una beca, de un premio o porque el autor se un joven. ¿Qué podría decir de interesante un joven? Con muy pocas excepciones, nada; y, de veras, cuando digo muy pocas me refiero a que es posible contarlas con los dedos de una mano y sobrarían la mitad más uno.
Si estos ensayos —y vuelvo a repetirlo, uso el término ensayo a lo puro pendejo— son los signos vitales de un joven escritor, pues no son signos muy vitales que digamos. Son divertimentos, ocurrencias que en una columna semanal o mensual en una revista o suplemento están bien, pero no para un libro, donde en teoría deberían aparecer textos más rigurosos y pensados. Pero ya sabemos que entre nosotros el suplemento es la antesala del excusado, donde literalmente cualquier cagada se ofrece a la venta y es consumida, sabiendo que después nos ofrecerán todo el kilo completo. No miento. También en la literatura hay fast food. Ya lo dijo en su momento Ernst Jünger, hoy día la literatura se consume como los cigarrillos, en los dos sentidos de la palabra consumir y consumirse.
Y si alguien duda que estos signos vitales sean ocurrencias, sólo basta leer el lamentable ensayo que abre el libro: Arte y oficio de la cascarita. En lugar de ofrecer su mejor ensayo de entrada, De Aguinaga nos ofrece una mamada que parece digna de los lobotómicos del programa La dichosa palabra, o de esas ocasiones en que el imbécil de Juan Villoro cree que hablar de fútbol lo va a redimir como sociólogo de lo cotidiano. ¡No por favor! Si no fuera porque me recomendaron ampliamente el libro, en el momento de terminar el ensayo inicial lo abría tirado a la basura o le habría prendido fuego.
Pero continué con la lectura, a lo puro pendejo, hartándome una y otra vez de las ocurrencias. Y no es que el libro sea como un largo chistorete repetido hasta el cansancio. Es evidente que De Aguinaga está fascinado por Borges, pero ni de lejos tiene la cultura y la astucia literaria del argentino, así que lo imita a lo tonto y de la manera más burda posible, citándolo una y otra vez, ocultando las fuentes, agregando citas apócrifas, datos supuestamente histórico-biográficos, jugando el juego de la sincronicidad, pero todo el orbe filosófico-metafísico del argentino, por supuesto, brilla por su ausencia. Y al no haber una verdadera autenticidad literaria —de la cual, por supuesto, De Aguinaga se burla, como una suerte de coartada del que sabe será pillado en el acto— sólo queda el dinero confederado, carente de todo valor de cambio, un objeto sólo para fetichistas que usan una erudición de café para deslumbrar en la tele, en la reunión entre escritores o en el cafetín con los cuates y amigos.
Yo no sé si a De Aguinaga le ocurran todas las coincidencias que afirma le han sucedido, ni sé si es un gran poeta ni a qué generación pertenezca ni qué rasgos estilísticos, vivenciales, de formación, de lecturas, y de resultados tenga la tal generación malaca de marras, ni quiénes más pertenezcan a ella o si tengan un carnet de identidad de la misma. Lo que sí sé, es que no es un crítico. Más bien es alguien que usa la literatura como coartada, como pretexto para obtener otros fines: respeto, prestigio, dinero, adulación, qué sé yo. Lamento decir que de mí no va a recibir nada de eso. Ya dije qué es lo que reciben los tullidos de mí. Me precio de no haber dado, jamás, un centavo partido a la mitad, para el Teletón. Y si este libro pertenece a la literatura Teletón de nuestro país, pues ya se chingó la cosa, porque no pienso comprar jamás un libro proveniente de semejantes cloacas.
Es todo lo que quería decir.
El libro de Luis Vicente de Aguinaga tiene, entre sus virtudes, el empuje del entusiasmo que sólo una fe inquebrantable en la literatura puede dar. Eso de entrada es digno de encomio, aunque si a su edad uno no tiene esa fe entonces está perdido. Sin embargo, el entusiasmo del autor no me seduce demasiado, pues como sucede en muchas ocasiones, me parece que le gusta más la divagación que la verdadera reflexión o el análisis. O como diría Jorge Solís —es otra variante del mismo asunto—: está más interesado en el viaje en sí que en el destino —una posición zen. Y si alguna presencia recorre el libro, sin duda ésa es la de Jorge Luis Borges, no sólo como un referente que aparece constantemente, sino incluso en la manufactura de algunos ensayos, que son evidentes versiones, palimpsestos de los del argentino. Nuevamente, el entusiasmo que despierta Borges en la juventud encuentra en De Aguinaga un ejemplo digno de mención, aunque no sea por otra razón que la del buen discípulo. Pero lo que en Borges es verdadera luz, erudición y rigor literario, en De Aguinaga es apenas ocurrencia, fuego fatuo y divertimento. Me referí hace un párrafo a las estrategias literarias del autor, y es justamente Borges la coartada de éstas, pues si se tratara de textos un poco más serios, más rigurosos, De Aguinaga no dudaría en señalar en dónde aparecieron publicados sus ensayos, en el sentido más cercano a intentos, tentativas, literarios. Al ocultar deliberadamente lo que llamé su origen espurio, De Aguinaga busca, como Borges, crear una estructura autónoma que justifique y autonomice la escritura, como si el sólo hecho de leerla no fuese un acto de autonomía y liberación de la escritura. En este caso, imagino que De Aguinaga quiere que su escritura se autonomice, pero sin alejarse mucho de su mano rectora. Es decir, no se decide a otorgarle plenos poderes al lector, a que ejerza su responsabilidad. Es como un padre que teme perder a sus hijos, y se aleja un poco, sin perder de vista a sus vástagos.
Pero, hay que reconocerlo, desde el título el libro no deja lugar a dudas de qué es lo que desea ofrecernos. Los signos vitales de quien se toma la literatura como una cascarita futbolera, en mangas de camisa, sin importarle mucho las reglas de la academia. Y sin embargo, sigue otras reglas, quizá más lamentables. La del divertimento, la de la comida chatarra, que por definición no es comida. En ese mismo sentido, el libro de De Aguinaga no es un libro y él no es un autor, sino que el primero no es más que un montón de hojas encuadernadas que llevan su nombre en la primera hoja. Por definición, eso no es literatura, el resultado no es un libro, y no estamos, en consecuencia, ante un autor, en el sentido de un creador o un pensador.
Desde hace tiempo he pensado que la literatura mexicana, o mejor aún, ciertos procedimientos creativos —y, mis queridos cero lectores, observen que uso el término “creativo” de una manera un tanto arbitraria y a lo pendejo, pero es que no hay de otra, como veremos— de sus cultivadores es el fruto de una enorme ocurrencia. Dos ejemplos vienen a mí, al respecto. El primero, tiene que ver con esa lamentable frase de José Emilio Pacheco de que los libros no se terminan sino que se abandonan. Claro, por eso Pacheco se pasa más tiempo haciéndole enmiendas a sus versos malacas y maltrechos. La otra viene de Alfonso Reyes, cuando señaló, entre sus muchas ocurrencias, que el ensayo era el centauro de los géneros. ¿Cómo entender esta ocurrencia? No como una reflexión seria, sino a la luz de las muchas barrabasadas que entre nosotros se aplauden y celebran como ensayos. El caso de De Aguinaga nos ofrece una respuesta muy clara. Al referirse Reyes a un centauro no se refiere a un ser fantástico mitológico, sino a un pinche adefesio, una suerte de lamentable Frankenstein, o mejor aún, como una suerte de tullido que va de un vagón del Metro a otro apelando a la lástima que pueda despertar de nosotros para recibir una limosna. Pero todos los tullidos se chingan conmigo, porque yo los mando a chingar a su madre sin contemplaciones. Si apelan a una moral de esclavos, lo que recibirán serán latigazos, ni más ni menos.
Y el caso de De Aguinaga, sin ser tan abiertamente lastimero, se halla en el del espectro de los libros escritos por tullidos. O dicho de otra manera, en tierra de ciegos, el tuerto es rey. Yo no sé si se trate, en efecto, de “uno de los poetas más notables de su generación” ni a qué generación se refieran los editores, pero lo que sí sé es que eso de joven crítico, joven poeta, o joven lo que sea, es una mamada: como dinero confederado que sigue circulando entre nosotros, pues “la juventud es una de las formas de la esterilidad del espíritu humano” (Ricardo Garibay). Con esto quiero decir que si el mérito del libro de De Aguinaga es que “son los artículos de un joven crítico que es, además, uno de los poetas más notables de su generación”, pues tal vez otros se vayan con la finta, pero a mí no me dice nada y más bien me alejaría de su compra, ya no se diga de su lectura. ¿Que cómo conseguí el libro? Me lo regalaron. Yo difícilmente compraría un libro sólo porque es el fruto de una beca, de un premio o porque el autor se un joven. ¿Qué podría decir de interesante un joven? Con muy pocas excepciones, nada; y, de veras, cuando digo muy pocas me refiero a que es posible contarlas con los dedos de una mano y sobrarían la mitad más uno.
Si estos ensayos —y vuelvo a repetirlo, uso el término ensayo a lo puro pendejo— son los signos vitales de un joven escritor, pues no son signos muy vitales que digamos. Son divertimentos, ocurrencias que en una columna semanal o mensual en una revista o suplemento están bien, pero no para un libro, donde en teoría deberían aparecer textos más rigurosos y pensados. Pero ya sabemos que entre nosotros el suplemento es la antesala del excusado, donde literalmente cualquier cagada se ofrece a la venta y es consumida, sabiendo que después nos ofrecerán todo el kilo completo. No miento. También en la literatura hay fast food. Ya lo dijo en su momento Ernst Jünger, hoy día la literatura se consume como los cigarrillos, en los dos sentidos de la palabra consumir y consumirse.
Y si alguien duda que estos signos vitales sean ocurrencias, sólo basta leer el lamentable ensayo que abre el libro: Arte y oficio de la cascarita. En lugar de ofrecer su mejor ensayo de entrada, De Aguinaga nos ofrece una mamada que parece digna de los lobotómicos del programa La dichosa palabra, o de esas ocasiones en que el imbécil de Juan Villoro cree que hablar de fútbol lo va a redimir como sociólogo de lo cotidiano. ¡No por favor! Si no fuera porque me recomendaron ampliamente el libro, en el momento de terminar el ensayo inicial lo abría tirado a la basura o le habría prendido fuego.
Pero continué con la lectura, a lo puro pendejo, hartándome una y otra vez de las ocurrencias. Y no es que el libro sea como un largo chistorete repetido hasta el cansancio. Es evidente que De Aguinaga está fascinado por Borges, pero ni de lejos tiene la cultura y la astucia literaria del argentino, así que lo imita a lo tonto y de la manera más burda posible, citándolo una y otra vez, ocultando las fuentes, agregando citas apócrifas, datos supuestamente histórico-biográficos, jugando el juego de la sincronicidad, pero todo el orbe filosófico-metafísico del argentino, por supuesto, brilla por su ausencia. Y al no haber una verdadera autenticidad literaria —de la cual, por supuesto, De Aguinaga se burla, como una suerte de coartada del que sabe será pillado en el acto— sólo queda el dinero confederado, carente de todo valor de cambio, un objeto sólo para fetichistas que usan una erudición de café para deslumbrar en la tele, en la reunión entre escritores o en el cafetín con los cuates y amigos.
Yo no sé si a De Aguinaga le ocurran todas las coincidencias que afirma le han sucedido, ni sé si es un gran poeta ni a qué generación pertenezca ni qué rasgos estilísticos, vivenciales, de formación, de lecturas, y de resultados tenga la tal generación malaca de marras, ni quiénes más pertenezcan a ella o si tengan un carnet de identidad de la misma. Lo que sí sé, es que no es un crítico. Más bien es alguien que usa la literatura como coartada, como pretexto para obtener otros fines: respeto, prestigio, dinero, adulación, qué sé yo. Lamento decir que de mí no va a recibir nada de eso. Ya dije qué es lo que reciben los tullidos de mí. Me precio de no haber dado, jamás, un centavo partido a la mitad, para el Teletón. Y si este libro pertenece a la literatura Teletón de nuestro país, pues ya se chingó la cosa, porque no pienso comprar jamás un libro proveniente de semejantes cloacas.
Es todo lo que quería decir.
2 comentarios:
Amigo Manolo, sin leer el libro se que tienes razón, de entrada ¿que pinche "poeta" anda escribiendo ensayos como cascaritas de fut? si se va a jugar al fut pues hasta para eso hay que ir a romperse la madre al entrenamiento y apuntarle a la primera división y no andar con cascaritas. Espero que no haya más de 500 ejemplares de ese desperdicio de papel.
Lávate el hocico antes de hablar mal de un poeta así. Es premio nacional de poesía Aguascalientes,algo que ninguno de ustedes dos logrará.
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