lunes, febrero 20, 2006

En la frontera del silencio: la poesía después de Auschwitz

¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, la célebre pregunta de Adorno, sólo encuentra respuesta no con argumentos morales-ideológicos ni con lagrimeos lastimeros, sino, justamente, con esta transvaloración, con esta Übermenschlichkeit benniana mencionadas. ¡De allí la importancia que tienen su escritura y su pensamiento!

Responsabilidad mayor, ciertamente; inevitable por otra parte. También pesada carga. Indudablemente, hay algo que en primera instancia parece inhumano en este tipo de relación con la palabra, eso que he llamado su magmaticidad. No se trata de que lo escrito sea transparente, o se entregue a primer golpe de lectura, como una bailarina que se paga el intelecto o la pasión en días de asueto o de parranda.

No es casual la extrañeza que a muchos narradores, por ejemplo, les causa este tipo de escritura. No pocos confiesan su dificultad para desentrañar un poema. Por ejemplo, la siguiente confesión de Liliana V. Blum (aparecida en http://lasalasdelalacran.blog.com/ de enero 20 de 2006) —narradora de al parecer no despreciable talento, apunto al margen— refleja, justamente, esta problemática: “Confieso que siempre prefiero una novela, un libro de narraciones, a uno de poemas. Simplemente tengo el casco muy duro, soy insensible o poco versada, no entiendo mucho de poesía. A lo mejor es algún tipo de inmunidad. Así que son pocos los poemas que en verdad me causan algo. Por lo mismo, eso los vuelve más especiales.” Ella hace esta confesión a propósito de un “poema” del novelista chileno Isaac Goldemberg. Este pseudo-poema evidencia su raigambre narrativa, anecdótica, y tiene muy poco que ver con esta relación efervescente con la palabra, para no usar todo el tiempo la misma terminología.

El “poema” en cuestión es una suerte de afirmación de la hebraicidad (confieso que nunca me ha agradado del todo el apelativo judío por su en ocasiones inevitable carga semántico-cultural despectiva) del autor, con la cual Liliana naturalmente se identifica. Eso no tiene nada de malo, excepto que tiene muy poco que ver con la verdadera valía del texto de Goldemberg como poema, que por supuesto, en mi opinión, es nula, pues es una exposición semi-versificada, pero que no es, en absoluto, un poema, una obra en el que la palabra se sostenga por sí misma. Aquí la exposición se basa en algo externo a la palabra, algo que puede ser medido sociológicamente, justificado en términos ideológicos, sociales, políticos, raciales, nacionales, territoriales, es decir desde muchos parámetros externos a la palabra, pero no desde la palabra misma.

Este sentimiento de incomprensibilidad hacia la poesía no es, por supuesto, exclusivo de Liliana; tampoco lo es con respecto a la mayoría de los narradores o incluso del público lector. Para la mayoría de ellos se requiere de un hilo conductor más o menos evidente, una historia con la cual identificarse, algo concreto. La palabra como relación pura, como elemento eruptivo les dice muy poco, y en cierto sentido les puede sonar como el lenguaje matemático: algo demasiado abstracto e impenetrable en cierto sentido.

Es notable el éxito de algunos narradores que deciden afrontar el ejercicio de la poesía. Usualmente quienes los leen son sus mismos lectores, que encuentran en esta “poesía” más o menos los mismos elementos de identificación que hallan en su narrativa, y que se resume básicamente en una suerte de anecdoticidad externa. Es más o menos asombroso el número de narradores que un buen día deciden ser poetas y pergeñan “poesía” con más o menos la misma facilidad con la que conciben una historia. Para los lectores de este tipo de “poesía” la extrañeza ante poemas como los últimos de José Ángel Valente o los de Paul Celan, por no mencionar los de Benn, resulta explicable.

Hay una suerte de transparencia, de uso del lenguaje sin complicaciones en estos autores, y sin embargo no pocos lectores se sienten como en una tierra ajena, sin referentes directos, sin saber qué hacer ni cómo desentrañar el sentido de lo que las palabras expresan. Indudablemente, se trata de una poesía que franquea el borde de la incomunicación, de un silencio que la lectura en voz alta no hace sino acrecentar, en una suerte de abismal experiencia de extrañeza frente a este tipo de escritura. ¿Dónde está la anécdota, la historia que permita al lector relacionarse, identificarse con la voz del poeta? En verdad, pareciera que los poetas, o algunos de ellos, han decidido callar, o al menos mantener su voz en un ámbito de extrema frialdad, de absoluta extrañeza, en ese interregno donde el silencio y la vigilia parecen haberse borrado, donde todo semeja hallarse en estado latente, donde las emociones no parecen tener lugar, y sólo parece haber espacio para una fría voluntad de expresar algo que a falta de mejor terminología llamamos inefable, incomprensible.

(Sólo a manera de anécdota personal, recordaré aquí que una vez un amigo narrador me dijo que en algún sitio estaban armando una antología de textos sobre la ciudad, y me preguntó si yo tendría alguno, a lo que respondí que sí. Le envié un poema sobre la influencia de la cultura árabe en la arquitectura del Centro de la ciudad, y una vez que hubo leído el poema su comentario fue un poco risible pero característico: “No entendí ni madres, así que debe de estar bueno. Ya lo envié a... [no recuerdo dónde me dijo]” Por supuesto, el poema no fue incluido, tal vez sólo me dijo que lo había enviado pero en realidad no lo hizo, o sí lo envió y lo rechazaron. La verdad es que no importa ese hecho, sino su respuesta: “No entendí ni madres, así que debe de estar bueno”.)

Y en efecto, este tipo de poesía surge y expresa, justamente experiencias que rayan con lo inefable. Y como bien se sabe, lo inefable no se expresa nunca de manera directa sino a través de eso que Pablo llamaba prodigios. Ya he señalado que esta experiencia, esta Erlebnis —para usar la certera terminología de Dilthey que ya he usado en otro momento—, puede dar lugar a un solo poema o a toda una literatura, a una gramática particular, que hace que una voz sea absolutamente inconfundible, y agrego ahora: imprescindible. No es allí donde se da esa identificación, esa relación que el lector busca y halla de manera más directa en la narrativa, aunque a la postre resulte menos efectiva, menos perdurable.

El caso de Liliana (perdón por la familiaridad, no se piense que la conozco salvo de manera indirecta, superficial y lejana) es muy característico de esta relación mit die Erde. No es muy distinto de los ejemplos mencionados antes de quienes acuden a un concierto porque hay una identificación de índole nacional o ideológica. Es indudable que el “poema” de Goldemberg es de tan dudosa calidad literaria como lo son los de Saramago, los de Benedetti, los de Grass, los de Fernando del Paso, más recientemente entre nosotros los de Cristina Rivera Garza, y un largo etcétera de narradores que creen que la poesía es como cocinar un platillo nuevo y que basta sólo con mezclar los ingredientes. Lamentablemente no es así. Que este tipo de publicaciones tenga éxito tampoco demuestra absolutamente nada. Good for them. En esos “poemas” no hay tensión lírica, no hay poder fundante a través de la palabra, no hay comunidad stricto sensu. Hay un contexto ideológico, nacional, regional, o de cualquier otra índole, pero la palabra en sí misma pierde su carácter fundacional. En otras palabras, hay un discurso que puede ser seguido, e incluso compartido.

Probablemente el caso más paradigmático que acude a mi memoria de este tipo de escritores narradores que deciden incursionar en la poesía, con lamentables resultados, sea el de James Joyce, cuya “poesía” resulta no sólo vergonzosamente mala, sino que en comparación con la magmaticidad de su prosa es de una pobreza semántica, rítmica y melódica verdaderamente notables. Esto es verificable en prácticamente todos los casos de narradores que se les ocurre incursionar en el ámbito de la expresión lírica. No solamente está el aspecto abiertamente narrativo en estos casos, sino el hecho de que su expresión resulta, casi siempre, absolutamente pedestre, sin brillo ni relevancia alguna. Podría poner ejemplos, pero basta con lo dicho hasta aquí.

No se trata, por supuesto, de establecer compartimientos estancos, fronteras inexistentes, o prohibiciones apriorísticas. En principio, no es malo ni censurable que un narrador se aproxime al ejercicio lírico; lo que puede serlo son los resultados, que en todos los casos son pavorosamente desalentadores. No hay magia de la palabra, no hay concentración del lenguaje, no hay intensidad lingüística ni fundación comunitaria. El “poema” es más bien una versificación en prosa sin mayor gracia ni mérito, salvo que el autor puede tener o no un cierto prestigio, un cierto nombre dentro de la comunidad literaria local o internacional. Esta clase de “poemas” expresan algo, lo que sea, de manera directa, sin mediación lingüística y a veces sin mayor talento ni virtud que un deseo de querer ser poeta, que podría resumirse simplemente en querer ser.

Su puede afirmar, entonces, que la verdadera poesía es, justamente, un querer ser, es decir una manifestación del Ser, la cual no puede fabricarse a priori, ni darse sólo por una mera voluntad del intelecto. Tiene razón Heidegger cuando señalaba que el sitio del Ser es, justamente, la poesía. Esta “poesía” de narradores se afirma, precisamente, por su carencia de Ser, por constituirse como un edificio de palabras vacías y sin sentido, por robarle al lector la responsabilidad hermenéutica que está relacionada con el proceso creativo. Se trata de una escritura desdibujada en sí misma a través de una negación de la esencia de la poesía como origen, como lenguaje en estado puro. Esto es algo que al narrador, necesariamente, le resulta incomprensible, y para lo cual carece de herramientas para acceder.

Este sentido de incomprensibilidad que porta cierta poesía, más allá del lenguaje usado, es uno de los signos de esa última actividad metafísica del hombre que Nietzsche definió muy claramente en su momento. Es una poesía que parece desarrollarse sin la necesidad de lectores, aunque no sea así. En realidad busca un tipo de lector que no se deslumbra con los oropeles de la modernidad, de la discursividad lógica y convencional. No es casual que esta poesía, como ha dicho Giualiano Baioni al referirse a la de Benn, se halle bajo el signo de Dionisos, la deidad arbustiva e irruptiva a la que tanto temía el Panteón griego.

La irrupción de la palabra, de esta forma, aparece ligada a su poder eruptivo, no a orbes ajenos y temporales. Atención, no digo que la palabra no esté ligada a nada sino a sí misma. A lo que puede y necesariamente ha de vincularse es a esa Erlebnis de carácter fundacional ya mencionada. Es el caso de la poesía de Paul Celan. Es, como lo he mostrado en su momento, el de la poesía de Amelia Vértiz, de su único poema.

Por ello, es comprensible que a un narrador le resulte incomprensible este tipo de poesía. Su relación con la palabra es más distante que la que el poeta establece. Aquél ve la palabra como un medio para expresar y contar algo. Éste no ve en la palabra sino el único medio posible de expresión para expresar eso que sólo el poema puede. El poema auténtico —y me disculpo por la tautología— es pura esencia, Ser puro. Hay muchas formas de contar una historia, pero sólo una en la que el poema surja en toda su potencia eruptiva. De ahí que el narrador prefiera “poetas” abiertamente narrativos, en donde la relación es con la historia, o con la ideología. Es decir, con algo externo pero comprensible, no con algo interno y que requiere de un verdadero ejercicio hermenéutico en su más amplio sentido. El “poeta” narrador, como los antes señalados y muchos otros, dan a su obra un carácter digamos cerrado, dado de una sola vez; el poema auténtico es una obra necesariamente abierta, o en otro sentido, incompleta, pues requiere, utilizando un poco libre y abusivamente el concepto de Lévy-Bruhl, de la participation mystique del lector. Esta obra nunca se da abiertamente, sino que exige ese ejercicio de responsabilidad hermenéutica de la que hablaba Geoffrey Hartman para completarse.

A la extrañeza de esta palabra, a su aparente frialdad, hay que agregar otra característica que parece hallarse en contraposición con los tiempos actuales, con los tiempos de las becas, los premios y la vida político-cultural oficial que condiciona buena parte de los comportamientos culturales de nuestro medio: el lento ejercicio de la creación lírica, de la maduración del poema. Los casos de Benn y Celan, cuan distintos y opuestos puedan serlo, son paradigmáticos en el sentido mencionado. El primero escribió cerca de 300 poemas a lo largo de su vida, y publicó menos de la mitad. El segundo publicaba un libro más o menos cada diez años. Una relación con la palabra que no tiene nada que ver con las ansias de celebridad, de fama pública, de aparecer en suplementos o revistas, de ejercer alguna influencia en la opinión pública o en la comunidad artística e intelectual, que consume y ocupa a la mayoría de nuestros escritores.

¿Palabras duras? Sin duda alguna. Pero la poesía, en el sentido nietzscheano ya mencionado, no puede ser concebida de otra forma. La tarea de la poesía no es sino eso que Nietzsche llamó la transvaloración de todos los valores, la Übermenschlichkeit benniana, lo que yo por mi parte denomino relación carnal con la palabra. Imposible ya ubicar la creación lírica en un hipotético inicio de todo, en un ficticio querer nombrar todo por vez primera. La responsabilidad que este ejercicio comporta no es menor. La función del arte lírico de nuestra época no es, entonces, la de complacer sino la de crear nuevos parámetros, una forma nueva de expresión basada en la responsabilidad compartida. No el ejercicio ideológico o partidario, grupal, sino el ejercicio último de nuestra época, metafísico en el sentido nietzscheano. Enorme responsabilidad, sí. Al ejercerla se llega a una nueva frontera donde los oropeles que seducen dejan de tener relevancia.

A eso se refiere Rodin cuando afirma que “es feo en el arte lo que es falso, lo que es artificial, lo que sonríe sin motivo, lo que amanera sin razón, o que arquea o se endereza sin causa, todo lo que carece de alma y verdad, todo lo que no es más que alarde de hermosura y de gracia, todo lo que miente”.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Just for the record...
Isaac Goldemberg no es chileno, sino peruano.
Saludos!

Anónimo dijo...

En estos tiempos sería más práctico tener el don de hacer dinero, relaciones con gente poderosa, o algo así; sin embargo, yo tengo el don de que me guste la poesía. Sí, suena pesadito, mamón, vaya, pero son lecturas que disfruto mucho. Aparte de esto, no siempre estoy en condiciones de apreciarla, me he dado cuenta que debo estar relajada, descansada, para apreciar mejor. Desde niña me gustaba leer poemas sencillos y actualmente disfruto leer a varios autores, de preferencia en ediciones bilingües para que sea en el idioma original. Casi siempre se puede, excepto en ruso o árabe. En griego tengo algunos, pero, ejem, ahí sí se me dificulta. Tengo algunos poetas preferidos y muchos poemas preferidos. Te leo y lo que dices es muy interesante. En verdad muchos no le “entran a la poesía” porque piensan que necesitan entenderla al cien por ciento, así como si fuese un libro de aventuras o algo parecido. Otros piensan que la poesía es cursi porque de seguro su única lectura sea el “Mamá soy Paquito no haré travesuras” o el pseudopoema del borracho que da un discurso, cómo se llama, ay, no me acuerdo. Y he de decir que en especial haber estudiado Letras en la UNAM no me ayudó demasiado. Creo que he leído más afuera y por gusto que lo que leí ahí por obligación.
Este post está muy egocéntrico, tú disculparás. Pero desde mi perspectiva, leer poesía sólo es meterte en el poema, nadar en él y disfrutarlo. Yo muchas veces me he ahogado pero disfruto mucho que las palabras me sumerjan. No sé cómo podría describirlo, disfruto cómo se oyen las palabras, su sonoridad (¿será lo que llamas magmaticidad?), su fuerza. Por ejemplo, Le cimitiére marin me gusta mucho, cada vez que puedo lo releo y no deja de asombrarme su belleza; o The waste land, Le bateau ivre, estos por su belleza y su fuerza. En cambio, los poemas de Pessoa me conmueven, él es uno de mis poetas preferidos, de cabecera. También Garcilaso de la Vega.
Bueno, lo que has escrito últimamente ¿lo podrías definir como una poética, de alguna manera así lo siento? ¿Cuándo sale tu libro de ensayos sobre poesía?
Ya sé que es repetitivo pero me han parecido interesantes tus últimas consideraciones sobre el arte y la poesía, lo que se hace en nuestro país en lo referente a esto y a la “crudeza” de lo que podría significar ser un verdadero artista, a quien en verdad le interese hacer “arte”. Me parecieron duras tus consideraciones pero coincido contigo. Espero que sigas con el tema y hasta estuve leyendo la traducción que se hizo de Gottfried Benn en la página de México volitivo en lo referente a si la poesía debe ayudar a mejorar la vida. Me quedé toda la tarde leyendo (en la oficina por supuesto) y qué puedo decir, son temas que no se pueden hablar con cualquiera, porque a casi nadie le interesan por desgracia pero que me hacen pensar mucho, evidentemente y creo que aquí también es una tautología porque este post es para decir que me gusta la poesía y no sé decir exactamente con un lenguaje, forma y expresión más ordenada el porqué. Y aquí entra las dudas, la poesía, ¿es una forma de vida?, ¿es una forma de ver la vida?, ¿es sólo una afición? ¿Así como que a uno le gusten los videojuegos o tejer?
Bueno, y hay otra cuestión que has tocado. Lo de la traducción. Y en poesía. De hecho, tengo varias versiones de un solo poema. Tengo varios ejemplos, como Le bateau ivre, en la edición de la traducción es literal, se escucha horrible, en cambio la traducción de José Emilio Pacheco es bastante disfrutable aunque ya no sea traducción sino interpretación. Y existen varios más, uno de mis poemas preferidos de Pessoa, el Vem a sentarte comigo Lidia a beira do rio; o el Miser Catulle desinas ineptire. Bueno, cualquiera que sea el caso lo interesante es que muchas veces la traducción, es literal. Cruda. Y en español se escucha horrible. Casi la mayoría de las veces es así. Y como tú dices, debería existir un traductor especializado, no sólo en Benn sino en cada autor. Pero qué estamos pidiendo, está en chino que suceda esto, al menos en México es como pedir que haya un escribano, estilo Edad Media, un monje dedicado exclusivamente a leer, traducir a un autor, interpretarlo. Yo creo que en otros países igual y sí suceda, aquí no, a menos que trabajes en la UNAM como investigador, El Colegio de México o algo así, lo cual también es muy reducido.
Bueno, estos son ideas caóticas sin orden pero dirigidas, creo, más o menos en la misma dirección. Después de tanta verborrea me despido, espero que después no me arrepienta de haber escrito esto. Saludos y espero que continúes con el tema por favor.

Anónimo dijo...

Fe de errata
Sólo una cosa, parece como si el Miser Catulle sea de Pessoa y por supuesto que es de Catulo de Verona.