Pensé, mis cero lectores, que la curiosidad es un motivo suficiente para leer y asomarse a este espacio. Pero como ven, hay quienes o tienen poca curiosidad o sabrá Dios que traigan en la cabeza. ¿Alguien piensa de verdad que el tema de estos posts, a saber: la experimentación con sustancias psicoactivas y sus manifestaciones dionisiacas, sea un tema soporífero? ¿Alguien desea leer al respecto como si se tratara de una declaración ministerial? I don’t think so. Así que para despertarlos del sueño de los justos, les entrego esta segunda parte, recordándoles que es apenas la introducción del tema lo que se ha expuesto hasta aquí. Como aperitivo visual, ¿qué tal esta foto de Dionisos en China?
Decía entonces que Nietzsche llama nuestra atención sobre el siguiente pasaje de Schopenhauer [recuerden que se pronuncia Schopenauer, y no como casi todo mundo lo hace, erróneamente, Schopenjauer]: “En la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entorno ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente.” Asombrosa aseveración, la cual tiene su confirmación a través del aspecto erótico de la música, advertido no sólo por Schopenhauer y por Kierkegaard, sino mucho antes que por ellos, por la Iglesia misma, que sabía perfectamente a dónde podía conducir la armonía polifónica, a la cual se opuso mucho tiempo a través de la práctica del canto gregoriano y su característico ascetismo musical.
No parece casual que Rudolf Otto, al referirse a este respecto, nos advierta que “la letra de la canción expresa sentimientos naturales, como nostalgia del hogar, seguridad en el peligro, esperanza de un bien, alegría de una posesión; es decir, elementos que se pueden describir por conceptos. Pero la música en sí misma canta otra cosa completamente distinta. Como tal música, suscita alegría y beatitud, turbación y sobrecogimiento, una borrasca y un oleaje en el alma, sin que a nadie le sea dado decir ni explicar por conceptos qué es lo que propiamente en ella nos conmueve […] La música suscita y promueve emociones y ondulaciones emotivas de una clase peculiar, a saber: musical. Pero sus elevaciones y depresiones, sus varias formas poseen (solo en parte, bien entendido) cierta analogía y parentesco con los estados y movimientos corrientes y extramusicales del ánimo; de aquí que estos puedan resonar a la vez y fundirse con ellos” (Lo santo. Lo irracional y lo irracional en la idea de Dios. Alianza, 1991, p. 75). Lo mismo dice Nietzsche cuando afirma que “el éxtasis del estado dionisiaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene, en efecto, un elemento letárgico, en el que se sumergen todas las vivencias personales del pasado” (El nacimiento de la tragedia. Alianza, 1989, § 8, p. 78). Fundirse, sumergirse. ¿Pero cómo? Nietzsche lo dice con claridad meridiana: “Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior” (Ibíd., 1989, § 1, p. 45). No cualquier baile, pues “por sus gestos habla la transformación mágica”. Fundirse, sumergirse. Eso era lo que buscaba, afanosamente, Benn. No lo halló en los paraísos artificiales, ciertamente, pero se acercó a través de la suave melodía de sus mejores y más bellos poemas, los cuales, empero, ejercen un poderoso influjo en el lector, quien es, como se ha visto con frecuencia, seducido por su música, y pierde de vista el trabajo teórico e intelectual, apolíneo, que se oculta detrás de aquella, insidioso.
Al respecto, conviene recordar el siguiente pasaje de La corona de daturas, de Amelia Vértiz, en donde se describe la siguiente vivencia:
Me admira el momento en que el viento se convierte en vela, en que el mar se convierte en barco,
como si una inconcebible perfección se hiciera presente en estas cosas,
y entonces me pregunto cuál es la armonía que duerme bajo todo aparente desorden,
porque me resisto a negar la utilidad de los barcos y las velas,
me resisto a negar la belleza que encarna en los cuerpos que me rodean.
No es tan increíble que nadie haya detectado semejante potencia oculta en sus versos. Lo que sin duda puede desconcertar es la aparente abstracción de la expresión y la falta de referentes directos, pero, indudablemente, el aspecto dionisiaco se halla presente: el texto es el resultado de esa fusión a la que me he referido hace unos instantes. Como en el caso de los griegos, aquí la música ha desaparecido para siempre, queda el testimonio de esa inmersión con lo Uno-primordial de que hablaba Nietzsche. Pero si la música de La corona de daturas, como la de los griegos, se ha perdido para siempre, no significa que sólo nos quede el sucedáneo de los paraísos artificiales para fundirnos con ese mundo primordial (Urwelt) que tanto buscó Benn y, en menor medida, los expresionistas y no pocos de los artistas plásticos de los albores del siglo XX.
Nietzsche buscó también, infatigablemente, hallar la música que le diera la oportunidad de fundirse con la naturaleza. Pero en Occidente siempre ha habido escasa música que pueda brindarnos semejante vía. Apenas en Wagner, Mozart, Beethoven, Mahler, Debussy, tal vez cierto Stravinsky, algún Ligeti. Después de ellos, tal vez ocasionalmente algunos pasajes de la escuela minimalista, que sin embargo, por estar tan sujeta al orbe de lo apolíneo y a la repetición imbécil, impide toda posibilidad de fusión con lo primordial. ¿Sumergirse en ese orbe a través de la música de Boulez, de Stockhausen o de Berio? Imposible. Son los epítomes de lo apolíneo.
¿Dónde hallar el elemento músico-dionisiaco en el mundo actual tan dominado por lo apolíneo? Tal vez habría que dirigir la mirada a Oriente, como lo hizo el propio Nietzsche, como lo hizo Schopenhauer, en las ragas, y en las extensas y complejas composiciones hindúes, en la música tradicional de la Polinesia. En Occidente, probablemente, en donde menos uno pensaría, pero en donde Nietzsche ubica justamente el origen de la Volkslied, y en lo que esta constituye “el perpetuum vestigium [vestigio perpetuo] de una unión de lo apolíneo y lo dionisiaco” (Op. cit., 1989, § 6, p. 68). Luego entonces, debemos buscar esa manifestación estético-artística en donde estos dos elementos se encuentren en perfecta armonía. Para ello, por supuesto, es necesario dejar de lado toda apreciación teórica apriorística que deforme nuestra perspectiva y apreciación del fenómeno mismo. Ya mencioné cómo Benn combinó estos dos elementos en su mejor poesía: música y concepto, logrando ese equilibrio seductor, esa maestría que lo caracteriza. Ese puede ser un ejemplo. Hay otros, por supuesto.
Pero si la música popular ha ido paulatinamente desaparecido tal y como existió durante siglos en los villorrios y poblados en Europa y buena parte del resto del mundo, es decir como una música anónima y con una clara función social, como alguna vez me señalara Víctor Rasgado: celebratoria de bodas y bautizos, de fiestas, de funerales y conmemoraciones diversas, entonces la búsqueda se debe realizar en una manifestación musical que pueda recorrer el mundo de hoy y, que aún perteneciendo a alguien concreto, a un género específico, se funda con otras, pierda su apariencia original, y nos sumerja en un mundo donde la identidad del individuo se desvanezca, igual que las fronteras musicales, hasta transformarse en un amplio tejido de melodías y combinaciones sonoras, rítmicas y tímbricas que parecieran no tener fin, y que en ella se combine tanto el aspecto apolíneo como el dionisiaco, en perfecto equilibrio. Asombrosamente, esa música existe, y nada tiene que ver con la música de la tragedia griega ni con Wagner ni con las absurdas demandas apolíneas de casi toda la música académica desde el siglo XIX.
Esta fusión de lo apolíneo y lo dionisiaco se da, sin más, en las fiestas raves, en el asombroso ejercicio de los dee-jays [dj], disc-jockeys, cuya labor detrás de la tornamesa tiene muy poco que ver con lo que en la penúltima y antepenúltima década del siglo XX hacían sus similares, quienes simplemente mezclaban un disco detrás de otro, para amenizar las fiestas. Los nuevos dee-jays son, en el más amplio sentido de la palabra, artistas y sacerdotes ante quienes se reúnen cientos y hasta miles de concelebrantes, esperando fusionarse en una orgía de sonidos, ritmos, timbres, melodías y danza. Como ocurría con las fiestas dedicadas a Dionisos, la elaboración de estas reuniones masivas tiene muy poco que ver con lo racional, con los cultos cívicos oficiales, y más con una actividad subversiva del orden establecido. Y no puede haber mejor descripción del dionisismo: una actividad subversiva del orden establecido.
No parece casual que Rudolf Otto, al referirse a este respecto, nos advierta que “la letra de la canción expresa sentimientos naturales, como nostalgia del hogar, seguridad en el peligro, esperanza de un bien, alegría de una posesión; es decir, elementos que se pueden describir por conceptos. Pero la música en sí misma canta otra cosa completamente distinta. Como tal música, suscita alegría y beatitud, turbación y sobrecogimiento, una borrasca y un oleaje en el alma, sin que a nadie le sea dado decir ni explicar por conceptos qué es lo que propiamente en ella nos conmueve […] La música suscita y promueve emociones y ondulaciones emotivas de una clase peculiar, a saber: musical. Pero sus elevaciones y depresiones, sus varias formas poseen (solo en parte, bien entendido) cierta analogía y parentesco con los estados y movimientos corrientes y extramusicales del ánimo; de aquí que estos puedan resonar a la vez y fundirse con ellos” (Lo santo. Lo irracional y lo irracional en la idea de Dios. Alianza, 1991, p. 75). Lo mismo dice Nietzsche cuando afirma que “el éxtasis del estado dionisiaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene, en efecto, un elemento letárgico, en el que se sumergen todas las vivencias personales del pasado” (El nacimiento de la tragedia. Alianza, 1989, § 8, p. 78). Fundirse, sumergirse. ¿Pero cómo? Nietzsche lo dice con claridad meridiana: “Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior” (Ibíd., 1989, § 1, p. 45). No cualquier baile, pues “por sus gestos habla la transformación mágica”. Fundirse, sumergirse. Eso era lo que buscaba, afanosamente, Benn. No lo halló en los paraísos artificiales, ciertamente, pero se acercó a través de la suave melodía de sus mejores y más bellos poemas, los cuales, empero, ejercen un poderoso influjo en el lector, quien es, como se ha visto con frecuencia, seducido por su música, y pierde de vista el trabajo teórico e intelectual, apolíneo, que se oculta detrás de aquella, insidioso.
Al respecto, conviene recordar el siguiente pasaje de La corona de daturas, de Amelia Vértiz, en donde se describe la siguiente vivencia:
Me admira el momento en que el viento se convierte en vela, en que el mar se convierte en barco,
como si una inconcebible perfección se hiciera presente en estas cosas,
y entonces me pregunto cuál es la armonía que duerme bajo todo aparente desorden,
porque me resisto a negar la utilidad de los barcos y las velas,
me resisto a negar la belleza que encarna en los cuerpos que me rodean.
No es tan increíble que nadie haya detectado semejante potencia oculta en sus versos. Lo que sin duda puede desconcertar es la aparente abstracción de la expresión y la falta de referentes directos, pero, indudablemente, el aspecto dionisiaco se halla presente: el texto es el resultado de esa fusión a la que me he referido hace unos instantes. Como en el caso de los griegos, aquí la música ha desaparecido para siempre, queda el testimonio de esa inmersión con lo Uno-primordial de que hablaba Nietzsche. Pero si la música de La corona de daturas, como la de los griegos, se ha perdido para siempre, no significa que sólo nos quede el sucedáneo de los paraísos artificiales para fundirnos con ese mundo primordial (Urwelt) que tanto buscó Benn y, en menor medida, los expresionistas y no pocos de los artistas plásticos de los albores del siglo XX.
Nietzsche buscó también, infatigablemente, hallar la música que le diera la oportunidad de fundirse con la naturaleza. Pero en Occidente siempre ha habido escasa música que pueda brindarnos semejante vía. Apenas en Wagner, Mozart, Beethoven, Mahler, Debussy, tal vez cierto Stravinsky, algún Ligeti. Después de ellos, tal vez ocasionalmente algunos pasajes de la escuela minimalista, que sin embargo, por estar tan sujeta al orbe de lo apolíneo y a la repetición imbécil, impide toda posibilidad de fusión con lo primordial. ¿Sumergirse en ese orbe a través de la música de Boulez, de Stockhausen o de Berio? Imposible. Son los epítomes de lo apolíneo.
¿Dónde hallar el elemento músico-dionisiaco en el mundo actual tan dominado por lo apolíneo? Tal vez habría que dirigir la mirada a Oriente, como lo hizo el propio Nietzsche, como lo hizo Schopenhauer, en las ragas, y en las extensas y complejas composiciones hindúes, en la música tradicional de la Polinesia. En Occidente, probablemente, en donde menos uno pensaría, pero en donde Nietzsche ubica justamente el origen de la Volkslied, y en lo que esta constituye “el perpetuum vestigium [vestigio perpetuo] de una unión de lo apolíneo y lo dionisiaco” (Op. cit., 1989, § 6, p. 68). Luego entonces, debemos buscar esa manifestación estético-artística en donde estos dos elementos se encuentren en perfecta armonía. Para ello, por supuesto, es necesario dejar de lado toda apreciación teórica apriorística que deforme nuestra perspectiva y apreciación del fenómeno mismo. Ya mencioné cómo Benn combinó estos dos elementos en su mejor poesía: música y concepto, logrando ese equilibrio seductor, esa maestría que lo caracteriza. Ese puede ser un ejemplo. Hay otros, por supuesto.
Pero si la música popular ha ido paulatinamente desaparecido tal y como existió durante siglos en los villorrios y poblados en Europa y buena parte del resto del mundo, es decir como una música anónima y con una clara función social, como alguna vez me señalara Víctor Rasgado: celebratoria de bodas y bautizos, de fiestas, de funerales y conmemoraciones diversas, entonces la búsqueda se debe realizar en una manifestación musical que pueda recorrer el mundo de hoy y, que aún perteneciendo a alguien concreto, a un género específico, se funda con otras, pierda su apariencia original, y nos sumerja en un mundo donde la identidad del individuo se desvanezca, igual que las fronteras musicales, hasta transformarse en un amplio tejido de melodías y combinaciones sonoras, rítmicas y tímbricas que parecieran no tener fin, y que en ella se combine tanto el aspecto apolíneo como el dionisiaco, en perfecto equilibrio. Asombrosamente, esa música existe, y nada tiene que ver con la música de la tragedia griega ni con Wagner ni con las absurdas demandas apolíneas de casi toda la música académica desde el siglo XIX.
Esta fusión de lo apolíneo y lo dionisiaco se da, sin más, en las fiestas raves, en el asombroso ejercicio de los dee-jays [dj], disc-jockeys, cuya labor detrás de la tornamesa tiene muy poco que ver con lo que en la penúltima y antepenúltima década del siglo XX hacían sus similares, quienes simplemente mezclaban un disco detrás de otro, para amenizar las fiestas. Los nuevos dee-jays son, en el más amplio sentido de la palabra, artistas y sacerdotes ante quienes se reúnen cientos y hasta miles de concelebrantes, esperando fusionarse en una orgía de sonidos, ritmos, timbres, melodías y danza. Como ocurría con las fiestas dedicadas a Dionisos, la elaboración de estas reuniones masivas tiene muy poco que ver con lo racional, con los cultos cívicos oficiales, y más con una actividad subversiva del orden establecido. Y no puede haber mejor descripción del dionisismo: una actividad subversiva del orden establecido.
1 comentario:
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