La asistencia a la celebración bacántica del baile y de la música, en donde todo origen social desaparece ante la potencia de la fusión en una masa de concelebrantes unidos por el baile y su poder orgiástico, no puede menos que desconcertar, alejar o molestar, pero representa la única opción de unión con ese orbe primordial (
Urwelt) al que tantas veces hizo referencia Benn en sus poemas. No en balde la más grande fiesta planetaria tiene como nombre
Love parade, el desfile, la fiesta del amor. ¿Se quiere un poder más abrumador, más cercano en lo individual con la fusión de dos o más seres distintos en uno solo? Ahora, piénsese en esa fusión realizada entre miles de almas unidas por una fuerza más poderosa que ellos, la cual parece de la nada irrumpir – no es casual que utilice este verbo, tan vinculado con la vid y Dionisos – y se entenderá por qué el aspecto abiertamente dionisiaco de la fiesta planetaria mantiene su poder eversivo, que inquieta y desconcierta a no pocos, incluyendo, por supuesto, a la mayoría de la clase intelectual y académica, que prefiere pasar sin ver semejantes manifestaciones, sin siquiera intentar comprenderlas, antes bien satanizándolas bajo el despectivo apelativo de
globalización. Hasta la izquierda, tradicionalmente más abierta, es en este sentido un ejemplo de miopía y de prejuicio en el más amplio sentido de la palabra.
(Es en este punto que conviene hacer el paréntesis sociológico hace poco mencionado, para señalar la diferencia entre el análisis sociológico de estos fenómenos verdaderamente subterráneos y un tipo de manifestaciones más o menos similar, por cierto bastante conocidos: los tradicionales salones de baile. Un sociólogo podría suponer que si de baile se trata, da igual que se trate de
disco music, dance music, cumbias, salsa, o cualquiera de los géneros caribeños de tanto éxito en el mundo, pues uno de los temas de fondo es el identitario. Pero si bien hay una cierta distancia, no muy lejana, ciertamente, entre la
disco music y los géneros caribeños, ésta se vuelve abismal entre estos géneros y la llamada
dance music, a la que nos venimos refiriendo. Porque en el salón de baile donde hay una o varias orquestas interpretando música caribeña, o en la pista de baile de las discotecas donde la música
disco alterna con las luces y nubes de hielo seco, se cumple más o menos el mismo ritual social, más cercano a lo erótico, al roce corporal, a la seducción inmediata, que a la fusión colectiva, por más que ciertas piezas muy insertadas en la memoria colectiva puedan despertar resortes colectivos. La
dance music no aspira a esta seducción de lo inmediato, ni se agota en ello, y lejos de ello, solicita del asistente no sólo la participación como escucha, sino la audición atenta, la
participación y la
comunión; más aún, como se puede constatar fácilmente, en estas concelebraciones se derriban todas las barreras sociales establecidas. Por el contrario, el salón de baile o la
discothèque son un festín social de clases muy bien estratificadas, se trate del salón de baile popular en México, de la
disco clasemediera, de los burdeles de clase baja donde se
ficha por cada pieza de baile o de los salones de baile de la burguesía de la Austria finisecular, por ejemplo, en donde una misma clase social convive bajo un mismo techo y bajo claves socio-culturales similares, ocultas detrás de una complicada reglamentación como en la Austria prusiana, o de reglas más sencillas e inmediatas, como en los salones de baile o las
discos. Estos son elementos que el sociólogo fácilmente puede observar y estudiar, incluso medir de alguna forma. Pero en el caso de los
dee-jays el elemento estético forma una parte importantísima de su trabajo, algo que de ninguna manera interesa al músico del salón de baile. Basta observar la forma mecánica y carente de gracia con que la mayoría de las orquestas interpretan melodías de las cuales poco o nada importa la fidelidad instrumental, interpretativa, por no hablar de la calidad de sus interpretaciones. Lo que en esos casos importa es que la gente baile: nadie va a un salón de baile a escuchar a la orquesta y a juzgar su interpretación, salvo en pocas ocasiones, cuando se trata de una orquesta o grupo de reconocido prestigio. En ese sentido, el ejercicio del baile se asemeja muchísimo al del deporte, pues igual que éste, se agota en sí mismo, como el mero ejercicio físico que en el fondo baile y deporte son, en donde no hay asomo de espiritualidad o trascendencia alguna. Y por supuesto, en ninguno de estos casos hay el más mínimo asomo de algún dionisismo, de alguna fusión totalizante, de comunidad y ruptura de las barreras sociales, musicales y genéricas [la comparación deporte-baile aquí esbozada tampoco ha sido estudiada, que yo sepa, pero si se realiza el mismo ejercicio comparativo puesto en marcha (nótese el uso del lenguaje similar, con ecos militares) se hallarían más puntos de contacto de índole social; no hay que olvidar que Ricardo Garibay señaló (
circa 1985) que las figuras deportivas encarnan más poderosa, más seductora y más efectivamente la identidad nacional, los valores de la nación, cualquiera que ésta sea, que nuestros intelectuales o políticos; tal vez habría que agregar a estas figuras clave, a algunos artistas populares]. Como sea, allí sólo hay un triste, y a veces tristísimo repetir mecánico de canciones escuchadas o más bien oídas hasta el cansancio, y tocadas rutinariamente con la misma pulsión y monotonía con que se trabaja en una línea de producción industrial. Aquí Dionisos no reina y no podría hacer acto de presencia jamás, pues esta deidad eruptiva no puede ser medida por ninguna metodología científica, se le escapa al estudioso de los fenómenos sociales, cotidianos, de masa, precisamente por su carácter eversivo, eruptivo, arborescente y fusional; para éstos, Dionisos aparece más como una metáfora más o menos feliz, eficaz, para describir ciertos fenómenos de masa, que como fenómeno
per se. De hecho, lo que ocurre en la
dance music, en el
trance, es justamente lo contrario de lo que en el salón de baile, desde el momento en que muchas de esta reuniones no se dan de frente a la sociedad, a la luz pública, sino en espacios abiertos, ocultos, semi-secretos, en grandes fábricas o almacenes abandonados, en las afueras de la ciudad, sin anuncios visibles, antes bien como una celebración para iniciados. Es cierto que en ambas manifestaciones se puede observar un fenómeno de identificación, pero éstas no podrían ser más diversas ni más opuestas. En el salón de baile tradicional, la identificación se da con algo ya conocido, con una canción específica. Se puede decir que es una identificación de tipo epidérmica, que hace que las parejas se aproximen a la pista de baile según lo que se esté tocando en ese momento. Por el contrario, en las fiestas
rave, en los recitales de los
dee-jays todo es una abierta expectativa, un inesperado encuentro con la potencia latente que la música apenas puede ocultar. La entrega a la pulsión dancística puede durar horas, ininterrumpidamente, incesante, consumiendo a los participantes. Es por ello que no queda más que entregarse a su poder abrasador. Por lo mismo, porque no equilibra sino abrasa, porque fusiona antes que identifica, halla su mejor definición a través de eso que en italiano se denomina, con un feliz atajo lingüístico, como
capovolgimento, y que pensadores como Nietzsche llamaron, en otro contexto y probablemente con otros fines, la
transvaloración de todos los valores, y Weber el
politeísmo de los valores, términos todos que buscan aferrar una realidad escurridiza, evanescente y polimorfa, tal y como el arte de los
dee-jays, pero cuya verdadera raíz etimológica se halla en Dionisos, que como sabemos, es el dios del verbo [Ruth Padel,
A quien los dioses destruyen. Elementos de la locura griega y trágica, México, 2005, p. 49 y ss.]. El sociólogo, naturalmente, tiene un interés muy distinto del aquí manifiesto. Es cierto que hay algunos casos, todavía pocos, que se han acercado al fenómeno de la música electrónica y los
raves, pero tanto el acercamiento metodológico como el marco teórico, así como el campo de estudio, tiene que ver más con fenómenos sociales [y no por algo la sociología tiene esa raíz etimológica sumamente clara] que van desde la identidad juvenil, las nuevas tecnologías y el consumo de drogas y usos indumentarios específicos [Montenegro, 2003] hasta culturas juveniles y problemas identitarios [Ospina, 2004]; como sea, tales trabajos no son, en absoluto, despreciables, aunque su interés para nuestro caso sea tangencial, pues están más centrados en el colectivismo juvenil
in situ, que en alguno de sus simbolismos, justamente el aquí tratado. Damos constancia, sin embargo, de estos trabajos, al parecer, pioneros entre nosotros al respecto. Es probable también que en los Gemode, Gretech, y Gremes, del CEAQ, de la Universidad La Sorbonna, París 5, se hagan trabajos similares al respecto.)
El elemento subversivo de estas manifestaciones dionisiacas modernas me recuerda ese aspecto que Elémire Zolla denomina
conocimiento esotérico de la droga y cuyo esoterismo “se entiende [como] el pensamiento que ignora toda barrera del interés social o personal, que se extiende libremente más allá de donde leyes o costumbres, instintos conservadores o revolucionarios dirigen su camino [por lo que] se suele murmurarlo al oído” (E. Zolla,
Op. cit., 1998, p. XCVI, traducción mía). Es lo que, por su parte, Michel Maffesoli denomina, con un lenguaje sociológico, el Estar-juntos, un
zusammen-Sein, similar a ese Uno-primordial nietzscheano del que los expresionistas se hicieron eco en su momento. En el fondo poco importa la denominación que se le quiera dar, y desde qué ámbito se le quiera otorgar, el resultado, a fin de cuentas, es el mismo.
Es la ebullición del barroco en su máxima expresión, desatado de toda limitante apolínea, de todo elemento que lo constriña a una regla simple y llana: la del clasicismo y su serenidad. Si Bach viene a la memoria al escuchar a estos
dee-jays, entonces el nombre de Haydn sería su exacto opuesto, el maestro del clasicismo musical por excelencia. Basta recordar sus cuartetos de cuerda para percatarse exactamente de eso. Por el contrario, la
Passacaglia en do menor de Bach es el mejor ejemplo de ampulosidad y derroche sonoro del periodo barroco. No por algo el maestro de Leipzig la tenía entre sus obras más representativas. Tampoco es casual que la fuga, procedimiento musical de alternancia y proliferación estructural, halla encontrado en Bach a su máximo exponente, y tampoco parece casual que su célebre
Kunst der Fuge, probablemente su última composición, concluya con una sobrecogedora interrupción, que parece ser no el fruto de una simple paralización de vida, sino antes bien la cesura que el éxtasis produce antes de o durante la revelación. Se puede discutir a placer al respecto, pero es un hecho innegable cómo afecta al escucha esa portentosa interrupción, justo cuando se espera el desarrollo y conclusión de la obra. Sin duda, se trata del silencio más elocuente de toda la historia musical de Occidente. Se trata, en otro sentido, de un pavoroso barroco a la inversa. Esta efervescencia musical no sólo es evidente en Bach, sino en compositores menos conocidos, en donde esto que podría llamarse el principio efervescente del barroco, se manifiesta con particular elocuencia. El nombre de Jan Dismas Zelenka – uno de mis compositores predilectos, debo agregar – y su obra, un compositor bohemio contemporáneo de Bach y de Vivaldi, están allí para confirmarlo. Como pocas composiciones, las suyas son una invitación al despliegue imaginativo del intérprete tanto como del escucha. La enorme vivacidad de su música contrasta con el escaso renombre que en la actualidad tiene, lo que probablemente se deba al carácter difuso, a la ebullición y efervescencia musicales que recorren su obra. Como sea, es uno de tantos ejemplos de este hormigueo musical que caracteriza al barroco, tan preponderante hacia la proliferación y a la sobreabundancia.
Y si bien las grabaciones en disco apenas nos dan una ligera idea del poder que se oculta en estas celebraciones, a diferencia del resto de las producciones discográficas de la actualidad, en éstas lo más importante está, siempre, en la celebración comunitaria, subversiva, alejada de los canales oficiales, permisivos y permitidos por la sociedad. En tal sentido, el poder de abierta seducción que consigue Paul Oakenfold es verdaderamente abrumador, y su consumada capacidad de transformación melódica no tiene par. Es, sin duda alguna, uno de los grandes maestros de nuestro tiempo. Si Paul Oakenfold se halla en esta línea de trasgresión y eversión musical, hay un aspecto adicional que es necesario subrayar, y que hace que su labor compositiva llegue aun a un ámbito insospechado, por interpósita persona. La popularidad de su trabajo en las tornamesas del mundo ha hecho que no pocos de sus discos sean verdaderos objetos de culto. Entre éstos, uno de los más sorprendentes es
A Voyage into Trance, un disco que no sólo hace justicia a su título, sino que a través de la creatividad del japonés Yo Suzuki y su productora Love Mushroom Psychedelic Visual Arts, alcanza un nivel inimaginable. En efecto, Suzuki elaboró para este exitosísimo disco de culto una serie de sorprendentes y apabullantes imágenes que no sólo realzan este estado como de trance de la
dance music, sino el aspecto abiertamente alucinatorio de esta obra. Probablemente sólo Stanley Kubrick en su célebre
2001. A Space Odissey había logrado crear un grupo de imágenes audiovisuales cercanas a eso que en la década de los sesenta se llamaba, sin más, psicodelia. La célebre secuencia de imágenes alucinatorias hacia el fin de su película es un ejemplo de su maestría consumada como artista cinematográfico. Empero, nadie había intentado crear un discurso auténticamente alucinatorio, psicodélico, fantasmagórico, hasta que Suzuki decidió hacerlo para Oakenfold; al menos no de la duración de éste. Se trata, de nuevo, de un ejercicio de parodia y barroquización en su máxima expresión, a través de la cual el consumado arte de Oakenfold alcanza sus más elevadas cotas. En efecto, a través del arte de Suzuki, el de Oakenfold nos entrega una experiencia audiovisual cercana a esas alucinaciones de que hablaba Huxley en
Las puertas de la percepción; y de hecho,
A Voyage into Trance es lo más cercano a una experiencia alucinatoria y psicodélica que tanto buscaron los artistas hacia fines de los años sesenta en todo el mundo; a través de las poderosas imágenes de Suzuki, el espectador se hunde en un mundo irreal, cercano a la fantasmagoría pura, a la alucinación total, al derrumbe de la conciencia y a la fusión con el origen, con la magma primordial de donde todo surge y a donde todo anhela regresar. En tal sentido, es posible afirmar que
A Voyage into Trance es anhelo puro de ese origen primordial perdido para siempre, y no habría que tomar a la ligera esta afirmación; no al menos en un sentido apolíneo: si se quiere comprender en toda su magnitud, es necesario ceder al ímpetu dionisiaco que el arte de Suzuki desvela y manifiesta en el de Oakenfold.