martes, marzo 21, 2006

Un poema: Noche, mar, eternidad

No, mis cero lectores, no he abandonado el blog. Como se pueden imaginar, he estado sumamente ocupado en labores nada despreciables, que se reducen a ganarse el pan. Como no he podido avanzar en las reflexiones ofrecidas previamente, les ofrezco una disculpa, y en lugar de ellas, les dejo un poema que acabo de concluir, y que desde hace varios días pugnaba por salir, en espera de sus comentarios.

Noche, mar, eternidad

Tú no vas a cambiar el mundo,
no vas más que un sentido a darle,
oficiando tal vez en vano tu palabra
sabiendo que en el templo está la clave
y el tiempo en que la sangre se unifica.

Tú no ves más que un río fluir,
un ir de aguas que nadie más ve,
todo un orbe que lentamente va
hacia el decantamiento en soledad,
un todo que en silencio vas nombrando.

Al templo tú te debes, y al templo tú te das,
y habrás de ir como presencia inmaterial
a dar lo que te corresponde dar:
noche, mar, eternidad...

Hay quienes no ven o escuchan ese río,
a ti te toca en él hundir lo que eres,
de un tajo abrir la tierra y entregar
lo que de ti quedando va,
lo que de ti quedado ha...

21.marzo.2006

viernes, marzo 10, 2006

¿Constructores de un México libre?

Van a disculpar mis cero lectores que use este espacio para una queja. Hace rato que no me quejaba de nada, pero hay veces que hay que elevar la voz. Probablemente algunos de ustedes ya habrán visto que TV Azteca abrió la señal del Proyecto 40, que es el resucitado Canal 40, sin Denisse ni Ciro. Para ser una señal de la televisora más nefasta de los últimos años, debo decir que el resultado es bastante decoroso. Sin embargo (ya salió el pelo en el arroz), hay algo que sólo puedo llamarlo como un apelar a la desmemoria y la vil mentira. Resulta que en las cortinillas del canal suelen aparecer diversos personajes de la vida pública del país, bajo el lema de Él ayudo a contruir un México libre. Desfilan, entre otros, Alí Chumacero y José Luis Cuevas. ¿Cuál es el problema? Alí Chumacero fue mi asesor en el desaparecido Centro Mexicano de Escritores (que dicho sea de paso, desapareció, además de por problemas económicos, por la desidia y el papel de diva que Carlos Montemayor asumió, creyéndose un defensor de los indios, un tenor que no canta en ninguna casa de ópera del mundo, convirtiéndose en un opinólogo del Canal de las Estrellas, pero que no supo defender una de las instituciones más importantes de la cultura de este país en el último medio siglo; a Carlitos Montemamón sólo le queda asumir su papel de Labastida de la cultura literaria; o sea, escupo sobre su nombre y maldigo su estirpe); José Luis Cuevas ilustró mi primera publicación poética. ¡¿Cuál es el problema?! El problema es la desmemoria. La mentira con que nos venden la idea de que justamente ellos ayudaron a construir un México más libre. Yo aquí les grito que eso es una mentira del tamaño de la Luna. ¿Alí Chumacero ayudó a construir un México más libre? Me haceis reír don Gonzalo. Alí Chumacero no ayudó a construir ni madres. Para quienes ya no se acuerdan, les diré que Alí es hermano de Blas Chumacero, uno de los personajes más nefastos de la política laboral y sindical del priísmo que representa Roberto Madrazo y toda su caterva de dinosaurios. Tal vez alguien me dirá, no es culpa de Alí las chingaderas que hacía su hermano, y tendría razón si no fuera por el hecho de que Alí Chumacero estuvo presente, cada vez que se hacía el destape presidencial en el PRI. Allí estaba el cabrón, apoyando con su presencia a cualquier personaje, sin importar cuán nefasto haya resultado para el país. ¿Alguna vez algún periodista se ha atrevido a confrontarlo? ¿Alguna vez Ciro Gómez Leyva o Denisse Maerker le han pedido una explicación por ello? ¿Alguna vez le ha pedido Alí Chumacero una disculpa al pueblo de México, a los intelectuales, a los demás escritores, por el apoyo a tan despreciables sujetos? No lo ha hecho, y nadie lo ha cuestionado al respecto, ¿verdad? Además, la poesía de Chumacero es sólo un refrito de la de Contemporáneos, y como ha afirmado Evodio Escalante, no por nada uno de sus libros, el último, se llama Palabras en reposo. Se me ocurre leer ese reposo de las palabras como el de alguien que prefiere que las cosas se mantengan en reposo, en lugar de en constante dinamismo. Alguna vez, además, Chumacero me dijo, respecto a alguna queja que yo le comentaba, que él estaba de acuerdo con mis palabras, pero que eso no debía decirse en público. ¿Se imaginan la catadura que se necesita para no comprometerse con nada, porque hay ciertas cosas que no deben decirse en público? ¿Qué tal denunciar la hipocresía de tipejos como él? El caso de Cuevas es idéntico, y hasta candidato a diputado o algo así fue. ¿Cómo pueden decir que ellos ayudaron a construir un México más libre? No, mis cero lectores, no dejemos que nos vendan cuentas de vidrio como si fueran de rubíes o diamantes. Alí Chumacero y José Luis Cuevas no ayudaron a construir un México más libre. Son dos de los cabrones más hipócritas que ha conocido la cultura de este país. Y desde ahora lo digo: Nadie llore el día que estos dos cabrones, cada uno por su lado, mueran. Yo escupiré, como dice el libro de Boris Vian, sobre vuestras tumbas. No sería la primera vez que lo haga, ni la última.

Vivencia absoluta del dionisismo y la actualidad

Para cerrar esta semana de dionisismos y dj’s, mis cero lectores, anónimos y reconocidos, les dejo la conclusión de lo que ha sido esta reflexión, esperando les haya resultado atractiva y que, en algunos casos, les permita asomarse a este orbe menospreciado de la llamada música electrónica; también espero que esta reflexión les permita ver que Dionisos, al transformarse en Baco, por los romanos, se volvió un dios bastante soso y ridículo, relacionado sólo con el vino. Pobre dios jodido que eligieron los romanos. Nos toca a nosotros devolverle su dignidad a través de su verdadera identidad pluriforme. Por lo pronto, les dejo una foto de Matt Darey, uno de los pioneros del género trance, y amigo de Paul Oakenfold, el dj número uno del mundo, en la foto del post previo.


Como señalé previamente, el trabajo en vivo de estos maestros es asombroso porque permite observar el proceso creativo que a veces pasa desapercibido a la hora de sólo escuchar una grabación. Afortunadamente, en Internet hay una cantidad considerable de grabaciones en vivo de muchos de esto dee-jays, en donde es poco el trabajo de post-producción. Una de estas asombrosas grabaciones en vivo es la realizada por la estación radiofónica londinense Radio One, de una de las múltiples visitas de Paul Oakenfold al Home at Space in Ibiza: casi dos horas de mezclas fuera de serie. Cualquiera pensaría que mezclar discos no tendría mayor mérito, sin embargo lo que hace Oakenfold en el clímax de esta grabación al mezclar cuatro discos al unísono para crear una sola canción distinta a la original, tomando como melodía nueva de base una versión propia e inédita del Adagio para cuerdas de Samuel Barber, no es algo que se vea o escuche todos los días. De hecho, lo hizo en la mencionada visita a México, y pocos se percataron de ello. Y seguramente es algo que hace en casi cualquier sitio donde se presenta. Y prácticamente ninguna de las mezclas y versiones de esta grabación, como de muchas otras que circulan subterráneamente, existen en disco. No es algo inusual en estos sacerdotes, por cierto.

Tampoco es casual que otro de los grandes iniciados en este orbe, Matt Darey, haya realizado, en los albores de la década de 1990, su célebre serie que no por nada llamó Pure Euphoria, cuatro espectaculares discos que constituyeron, de hecho, una guía de iniciación al género. Y no por nada, como Benn con der Blaue, Darey tituló esta serie Euforia pura, como Oakenfold el suyo Un viaje hacia el trance. Si bien es posible considerar esos discos como trabajos de juventud, su madurez se daría casi una década o más después, cuando aparecería una nueva serie, Ibiza Euphoria, dos discos que testimonian no sólo el crecimiento del género, sino la madurez alcanzada por este gran maestro de la belleza y el equilibrio, de la exquisitez y la trasgresión. Y tampoco parece casual que Oakenfold haya grabado, después del asombroso éxito del precedente, una segunda versión de A Voyage into Trance, vol. 2, con atmósferas igualmente asombrosas y transgresoras, y un ambiente verdaderamente alucinante. Igualmente, tampoco es que uno de los más célebres trabajos de Paul van Dyk, The Politics of Dancing ahora tenga un segundo volumen, tan espectacular o más incluso que su predecesor. Y tampoco es casual que mencione a estos artistas, que en tanto se parecen y se diferencian. Todos ellos, principalmente, parecen vinculados de manera inevitable con estos términos: trance, euforia, baile.

Pero el aspecto que en verdad resulta de mayor importancia no es estas descripciones, por cuan incompletas y torpes puedan ser, del trabajo de estos nuevos sacerdotes de la música. Ya he mencionado este aspecto verdaderamente revolucionario de esta world music, y no resulta en balde regresar a ello. Porque, en efecto, el aspecto más relevante de esta labor de los dee-jays (y aquí agradezco las observaciones y reflexiones, en ámbitos íntimamente relacionados, de Daniel Gutiérrez) es la cuestión de la identificación, de la identidad, de la ruptura de fronteras. Efectivamente, al tratarse de un fenómeno y una experiencia evidentemente dionisiacos, lo que esta labor musical pone sobre el tapete de la discusión es el de la multiculturalidad, el de la forma en que lo diverso se unifica, se transforma en un orbe en el cual géneros distintos se convierten en algo nuevo, en una nueva moneda de cambio, en cómo lo subterráneo disuelve fronteras de todo tipo, y en cómo se debe, o se puede, afrontar el tema de la diversidad, de la multiculturalidad. Es un hecho que aún está por estudiarse cómo artistas de tan diversos orígenes pueden dar lugar a un discurso – el cual no es sólo musical ni estético (aunque éste sea el aspecto que a mí en lo particular me interese) – unificador, identitario, en un mundo globalizado donde las fronteras parecen haberse quebrantado.

Yo señalo el aspecto que me parece más relevante para mis intereses, mis particulares gustos o perversiones, pero es importante señalar que el abierto desprecio, o incomprensión, que muchos sienten por esta música – empezando por las despreciativas disminuciones nominales, punchis punchis como en México se le denomina por no pocas personas – indica esta predominancia de lo apolíneo, esta firme convicción de que todo el discurso musical aquí desplegado es siempre el mismo. Nada más falso. Pienso que aquí el conocimiento sociológico puede resultar de enorme utilidad. No por nada Michel Maffesoli ha hablado de un instante eterno. ¿Qué mejor prueba de esto que lo que hacen estos sacerdotes de nuestro tiempo? Y es que, en efecto, al realizar todo este trabajo de entramado – perdón por el término abiertamente arquitectural – musical, los dee-jays elaboran un tejido en donde la ruptura de fronteras musicales, de ritmos, de atmósferas, como si se tratara de una auténtica labor de subversión no sólo estética, sino incluso ética, se manifiesta con una fuerza que va de lo pavoroso a lo conmovedor. Como ya lo mencioné, si esto no fuera importante, ¿entonces para qué mezclar cuatro discos al mismo tiempo, para qué improvisar sobre el escenario, para qué interactuar con el público, si todo esto es irrelevante, si carece de sentido? ¿Para qué hacer algo que, como el acto sexual en la pornografía, se agota en sí mismo y carece de sentido? O en otro sentido, asistir al recital o al rave, o al escuchar no pocos de estos trabajos musicales – pienso, por ejemplo, en el primer disco de su NuBreed de Satoshiie Tomiie– , ¿en qué momento mezclan y cómo transforman el material original en algo tan abrumadoramente sorprendente? Y es que el poder subversivo de estas manifestaciones artístico-estéticas aún espera su tiempo de análisis, sin agotarse en el aspecto más evidente, el del puro y más absoluto placer musical. A mí no me interesa el aspecto de la masa, que es el que suele interesar a los sociólogos, sino el proceso creativo, estético, pero sería una necedad, una absoluta ceguera, negar su importancia en fenómenos sociales. Pero si sólo se ve este aspecto, entonces no se está viendo el aspecto verdaderamente revolucionario de la labor que realizan un Paul Oakenfold, un Paul van Dyk, y difícilmente se entendería porqué sus solos nombres despiertan entusiasmos y fenómenos de masas que difícilmente despiertan otra clase de artistas, más vinculados con la producción, con la enajenación, con la masificación, con la industria del disco.

En este sentido, los dee-jays no operan, para mencionar sólo el caso mexicano, como ciertos conjuntos musicales que explotan, de una manera sesgada (y este sería otro asunto a estudiar), la pobreza y la explotación que sufren los obreros y campesinos de ciertas regiones, so pretexto de denunciar estas vejaciones, llenándose los bolsillos mientras lo hacen, y mientras explotan a su vez a aquellos que sufren de aquello que hipócritamente denuncian – algo que tampoco ha sido estudiado. Comparado con esto, el trabajo de estos sacerdotes no puede ser más transparente. Al mismo tiempo, no puede ser más humilde. Muchos de ellos reconocen no ser músicos, ni saber mucho al respecto. Sólo aprovechan la tecnología a su disposición. Podría incluso decirse, sin exagerar, que el suyo es un discurso que sólo podría haber surgido en la modernidad, o posmodernidad (dejo que otros discutan sobre la relevancia o no de los calificativos); pero más importante aún, que siendo hijos de la era, construyen un discurso de carácter abiertamente subversivo. Y esta subversividad se halla, por supuesto, sellada, como he mencionado, por la egregia figura de Dionisos, lo sepan o no ellos.

¿Qué figura más abiertamente subversiva, eversiva, contestataria, de la modernidad puede haber que la de Dionisos? Ninguna, por supuesto. Y la falta de reflexión al respecto, de estudios, muestra su potencia, en sentido nietzscheano. Si todo este trabajo de los dee-jays careciera de relevancia, como ya lo señalé, si las mezclas y la construcción de esta imbricación musical fueran nimias, entonces, ¿para qué tanto cuidado en la ruptura de fronteras musicales, de ritmos? ¿Para qué todo este elemento apolíneo que actúa en contra de sí mismo? Aquí hallamos, mejor que en ninguna otra parte, los problemas más acuciantes de nuestro tiempo. Y al referirme a aquí, no me refiero en lo que la masa experimenta (por importante que sociológicamente sea), sino precisamente en lo que hacen, noche tras noche, estos dee-jays, pero que en realidad es algo que se hace subversivamente, al amparo del anonimato. Lo asombroso, en lo que a mí concierne, es justamente la cantidad de variantes, o posibilidades, de barroquización que puede haber de una misma pieza, de una misma canción, que sin embargo al tener tantos aspectos, deja de ser la misma, sin dejar de ser ella misma. ¿Qué mejor prueba de coniunctio oppositorum, sea junguiana, maffesoliana o duraniana, puede haber? ¿No es acaso esto la problemática de nuestro tiempo? Y sin embargo, casi todos buscan repuestas en los casos generales, no en lo particular. ¿Será por eso que no hay una respuesta universalmente válida? Hago estas preguntas más retóricamente que con un interés por hallar una respuesta, pues lo que me interesa es el viaje, y no tanto el destino, la ruta a seguir.

Por eso es que dije antes que frente a manifestaciones tan poderosas como las aquí señaladas, era necesario abandonar toda apreciación teórica previa. Dije bien. Para el mundo académico, incluso estético, podría parecer extraño que no existan manifiestos estéticos, declaraciones de principios, elaboraciones teóricas de qué es lo que buscan estos artistas. Pero se trata de una absoluta pérdida de tiempo en este caso: ¿para qué reflexionar con algo que es pura celebración y regocijo? ¿Hace falta racionalizarlo o justificarlo de alguna manera? Quien haya vivido la maravillosa experiencia de sumergirse en la ebriedad meridional, sabrá muy bien que este emerger de poderes superiores se justifica por sí solo, y demanda del participante, del concelebrante, la vivencia absoluta. Por eso, frente al impulso apolíneo de autocontrol y conocimiento, el poder de lo dionisiaco exige la fusión y unión con el todo. En eso consiste el poder de eversión de estas fiestas dionisiacas de nuestro tiempo: en unir dos orbes diversos en una misma realidad: en ser motivo de disolución y a la vez de fusión social, y en ser comunión de uno en muchos disperso. En eso ha consistido siempre su poder absoluto y abrumador.

En este sentido, podría resultar irrelevante que las manifestaciones locales de dee-jays, por ejemplo en México, no estén siempre a la altura estética de sus contrapartes europeas. Sin duda el ámbito apolíneo, en este sentido, estorba y hace que su labor se reduzca a mezclar, con más o menos alguna habilidad, la música que han elegido para la fiesta. Es imposible hallar entre ellos la transformación estético-musical que Oakenfold o Seaman alcanzan. El equilibrio entre lo dionisiaco y lo apolíneo no se da jamás, y es probable que nunca se dé, pero el dionisismo parece sí manifestarse, aunque, ciertamente, no gracias a su habilidad. De cualquier forma, en estas regiones el dionisismo tiene sus propias formas, sus manifestaciones muy particulares, y sería necio desear que se diera de igual forma a como se da en Europa, aunque en el plano estético uno pueda sufrir lo indecible ante lo estético, debido a la incompetencia y oportunismo de no pocos dee-jays. El solo hecho de que convivan al unísono los neófitos con los enterados, los maestros con los aprendices de brujo, es una muestra más de esta irrupción de lo dionisiaco, que rompe todas las barreras que buscan, siempre, separar y establecer jerarquías, no siempre del todo reprochables, pero que aquí aparecen desdibujadas, incluyendo no sólo las ya mencionadas, sino incluso las sociales y económicas.

No obstante esto, sin duda Nietzsche se habría sorprendido de ver dónde y cómo surge hoy en día el impulso dionisiaco, pero indudablemente lo habría reconocido, y lo habría celebrado. No en balde afirmó que “las orgías dionisiacas de los griegos tienen el significado de festividades de redención del mundo y de días de transfiguración. Sólo en ellas alcanza la naturaleza su júbilo artístico, sólo en ellas el desgarramiento del principium individuationis se convierte en un fenómeno artístico” (El nacimiento de la tragedia. § 2, p. 48). Ni más ni menos lo que sucede en esta fiesta planetaria del Love parade, la fiesta dionisiaca del amor.

jueves, marzo 09, 2006

Fiesta y celebración, disolución y comunión, los rostros de Dionisos

La asistencia a la celebración bacántica del baile y de la música, en donde todo origen social desaparece ante la potencia de la fusión en una masa de concelebrantes unidos por el baile y su poder orgiástico, no puede menos que desconcertar, alejar o molestar, pero representa la única opción de unión con ese orbe primordial (Urwelt) al que tantas veces hizo referencia Benn en sus poemas. No en balde la más grande fiesta planetaria tiene como nombre Love parade, el desfile, la fiesta del amor. ¿Se quiere un poder más abrumador, más cercano en lo individual con la fusión de dos o más seres distintos en uno solo? Ahora, piénsese en esa fusión realizada entre miles de almas unidas por una fuerza más poderosa que ellos, la cual parece de la nada irrumpir – no es casual que utilice este verbo, tan vinculado con la vid y Dionisos – y se entenderá por qué el aspecto abiertamente dionisiaco de la fiesta planetaria mantiene su poder eversivo, que inquieta y desconcierta a no pocos, incluyendo, por supuesto, a la mayoría de la clase intelectual y académica, que prefiere pasar sin ver semejantes manifestaciones, sin siquiera intentar comprenderlas, antes bien satanizándolas bajo el despectivo apelativo de globalización. Hasta la izquierda, tradicionalmente más abierta, es en este sentido un ejemplo de miopía y de prejuicio en el más amplio sentido de la palabra.

(Es en este punto que conviene hacer el paréntesis sociológico hace poco mencionado, para señalar la diferencia entre el análisis sociológico de estos fenómenos verdaderamente subterráneos y un tipo de manifestaciones más o menos similar, por cierto bastante conocidos: los tradicionales salones de baile. Un sociólogo podría suponer que si de baile se trata, da igual que se trate de disco music, dance music, cumbias, salsa, o cualquiera de los géneros caribeños de tanto éxito en el mundo, pues uno de los temas de fondo es el identitario. Pero si bien hay una cierta distancia, no muy lejana, ciertamente, entre la disco music y los géneros caribeños, ésta se vuelve abismal entre estos géneros y la llamada dance music, a la que nos venimos refiriendo. Porque en el salón de baile donde hay una o varias orquestas interpretando música caribeña, o en la pista de baile de las discotecas donde la música disco alterna con las luces y nubes de hielo seco, se cumple más o menos el mismo ritual social, más cercano a lo erótico, al roce corporal, a la seducción inmediata, que a la fusión colectiva, por más que ciertas piezas muy insertadas en la memoria colectiva puedan despertar resortes colectivos. La dance music no aspira a esta seducción de lo inmediato, ni se agota en ello, y lejos de ello, solicita del asistente no sólo la participación como escucha, sino la audición atenta, la participación y la comunión; más aún, como se puede constatar fácilmente, en estas concelebraciones se derriban todas las barreras sociales establecidas. Por el contrario, el salón de baile o la discothèque son un festín social de clases muy bien estratificadas, se trate del salón de baile popular en México, de la disco clasemediera, de los burdeles de clase baja donde se ficha por cada pieza de baile o de los salones de baile de la burguesía de la Austria finisecular, por ejemplo, en donde una misma clase social convive bajo un mismo techo y bajo claves socio-culturales similares, ocultas detrás de una complicada reglamentación como en la Austria prusiana, o de reglas más sencillas e inmediatas, como en los salones de baile o las discos. Estos son elementos que el sociólogo fácilmente puede observar y estudiar, incluso medir de alguna forma. Pero en el caso de los dee-jays el elemento estético forma una parte importantísima de su trabajo, algo que de ninguna manera interesa al músico del salón de baile. Basta observar la forma mecánica y carente de gracia con que la mayoría de las orquestas interpretan melodías de las cuales poco o nada importa la fidelidad instrumental, interpretativa, por no hablar de la calidad de sus interpretaciones. Lo que en esos casos importa es que la gente baile: nadie va a un salón de baile a escuchar a la orquesta y a juzgar su interpretación, salvo en pocas ocasiones, cuando se trata de una orquesta o grupo de reconocido prestigio. En ese sentido, el ejercicio del baile se asemeja muchísimo al del deporte, pues igual que éste, se agota en sí mismo, como el mero ejercicio físico que en el fondo baile y deporte son, en donde no hay asomo de espiritualidad o trascendencia alguna. Y por supuesto, en ninguno de estos casos hay el más mínimo asomo de algún dionisismo, de alguna fusión totalizante, de comunidad y ruptura de las barreras sociales, musicales y genéricas [la comparación deporte-baile aquí esbozada tampoco ha sido estudiada, que yo sepa, pero si se realiza el mismo ejercicio comparativo puesto en marcha (nótese el uso del lenguaje similar, con ecos militares) se hallarían más puntos de contacto de índole social; no hay que olvidar que Ricardo Garibay señaló (circa 1985) que las figuras deportivas encarnan más poderosa, más seductora y más efectivamente la identidad nacional, los valores de la nación, cualquiera que ésta sea, que nuestros intelectuales o políticos; tal vez habría que agregar a estas figuras clave, a algunos artistas populares]. Como sea, allí sólo hay un triste, y a veces tristísimo repetir mecánico de canciones escuchadas o más bien oídas hasta el cansancio, y tocadas rutinariamente con la misma pulsión y monotonía con que se trabaja en una línea de producción industrial. Aquí Dionisos no reina y no podría hacer acto de presencia jamás, pues esta deidad eruptiva no puede ser medida por ninguna metodología científica, se le escapa al estudioso de los fenómenos sociales, cotidianos, de masa, precisamente por su carácter eversivo, eruptivo, arborescente y fusional; para éstos, Dionisos aparece más como una metáfora más o menos feliz, eficaz, para describir ciertos fenómenos de masa, que como fenómeno per se. De hecho, lo que ocurre en la dance music, en el trance, es justamente lo contrario de lo que en el salón de baile, desde el momento en que muchas de esta reuniones no se dan de frente a la sociedad, a la luz pública, sino en espacios abiertos, ocultos, semi-secretos, en grandes fábricas o almacenes abandonados, en las afueras de la ciudad, sin anuncios visibles, antes bien como una celebración para iniciados. Es cierto que en ambas manifestaciones se puede observar un fenómeno de identificación, pero éstas no podrían ser más diversas ni más opuestas. En el salón de baile tradicional, la identificación se da con algo ya conocido, con una canción específica. Se puede decir que es una identificación de tipo epidérmica, que hace que las parejas se aproximen a la pista de baile según lo que se esté tocando en ese momento. Por el contrario, en las fiestas rave, en los recitales de los dee-jays todo es una abierta expectativa, un inesperado encuentro con la potencia latente que la música apenas puede ocultar. La entrega a la pulsión dancística puede durar horas, ininterrumpidamente, incesante, consumiendo a los participantes. Es por ello que no queda más que entregarse a su poder abrasador. Por lo mismo, porque no equilibra sino abrasa, porque fusiona antes que identifica, halla su mejor definición a través de eso que en italiano se denomina, con un feliz atajo lingüístico, como capovolgimento, y que pensadores como Nietzsche llamaron, en otro contexto y probablemente con otros fines, la transvaloración de todos los valores, y Weber el politeísmo de los valores, términos todos que buscan aferrar una realidad escurridiza, evanescente y polimorfa, tal y como el arte de los dee-jays, pero cuya verdadera raíz etimológica se halla en Dionisos, que como sabemos, es el dios del verbo [Ruth Padel, A quien los dioses destruyen. Elementos de la locura griega y trágica, México, 2005, p. 49 y ss.]. El sociólogo, naturalmente, tiene un interés muy distinto del aquí manifiesto. Es cierto que hay algunos casos, todavía pocos, que se han acercado al fenómeno de la música electrónica y los raves, pero tanto el acercamiento metodológico como el marco teórico, así como el campo de estudio, tiene que ver más con fenómenos sociales [y no por algo la sociología tiene esa raíz etimológica sumamente clara] que van desde la identidad juvenil, las nuevas tecnologías y el consumo de drogas y usos indumentarios específicos [Montenegro, 2003] hasta culturas juveniles y problemas identitarios [Ospina, 2004]; como sea, tales trabajos no son, en absoluto, despreciables, aunque su interés para nuestro caso sea tangencial, pues están más centrados en el colectivismo juvenil in situ, que en alguno de sus simbolismos, justamente el aquí tratado. Damos constancia, sin embargo, de estos trabajos, al parecer, pioneros entre nosotros al respecto. Es probable también que en los Gemode, Gretech, y Gremes, del CEAQ, de la Universidad La Sorbonna, París 5, se hagan trabajos similares al respecto.)

El elemento subversivo de estas manifestaciones dionisiacas modernas me recuerda ese aspecto que Elémire Zolla denomina conocimiento esotérico de la droga y cuyo esoterismo “se entiende [como] el pensamiento que ignora toda barrera del interés social o personal, que se extiende libremente más allá de donde leyes o costumbres, instintos conservadores o revolucionarios dirigen su camino [por lo que] se suele murmurarlo al oído” (E. Zolla, Op. cit., 1998, p. XCVI, traducción mía). Es lo que, por su parte, Michel Maffesoli denomina, con un lenguaje sociológico, el Estar-juntos, un zusammen-Sein, similar a ese Uno-primordial nietzscheano del que los expresionistas se hicieron eco en su momento. En el fondo poco importa la denominación que se le quiera dar, y desde qué ámbito se le quiera otorgar, el resultado, a fin de cuentas, es el mismo.

Es la ebullición del barroco en su máxima expresión, desatado de toda limitante apolínea, de todo elemento que lo constriña a una regla simple y llana: la del clasicismo y su serenidad. Si Bach viene a la memoria al escuchar a estos dee-jays, entonces el nombre de Haydn sería su exacto opuesto, el maestro del clasicismo musical por excelencia. Basta recordar sus cuartetos de cuerda para percatarse exactamente de eso. Por el contrario, la Passacaglia en do menor de Bach es el mejor ejemplo de ampulosidad y derroche sonoro del periodo barroco. No por algo el maestro de Leipzig la tenía entre sus obras más representativas. Tampoco es casual que la fuga, procedimiento musical de alternancia y proliferación estructural, halla encontrado en Bach a su máximo exponente, y tampoco parece casual que su célebre Kunst der Fuge, probablemente su última composición, concluya con una sobrecogedora interrupción, que parece ser no el fruto de una simple paralización de vida, sino antes bien la cesura que el éxtasis produce antes de o durante la revelación. Se puede discutir a placer al respecto, pero es un hecho innegable cómo afecta al escucha esa portentosa interrupción, justo cuando se espera el desarrollo y conclusión de la obra. Sin duda, se trata del silencio más elocuente de toda la historia musical de Occidente. Se trata, en otro sentido, de un pavoroso barroco a la inversa. Esta efervescencia musical no sólo es evidente en Bach, sino en compositores menos conocidos, en donde esto que podría llamarse el principio efervescente del barroco, se manifiesta con particular elocuencia. El nombre de Jan Dismas Zelenka – uno de mis compositores predilectos, debo agregar – y su obra, un compositor bohemio contemporáneo de Bach y de Vivaldi, están allí para confirmarlo. Como pocas composiciones, las suyas son una invitación al despliegue imaginativo del intérprete tanto como del escucha. La enorme vivacidad de su música contrasta con el escaso renombre que en la actualidad tiene, lo que probablemente se deba al carácter difuso, a la ebullición y efervescencia musicales que recorren su obra. Como sea, es uno de tantos ejemplos de este hormigueo musical que caracteriza al barroco, tan preponderante hacia la proliferación y a la sobreabundancia.

Y si bien las grabaciones en disco apenas nos dan una ligera idea del poder que se oculta en estas celebraciones, a diferencia del resto de las producciones discográficas de la actualidad, en éstas lo más importante está, siempre, en la celebración comunitaria, subversiva, alejada de los canales oficiales, permisivos y permitidos por la sociedad. En tal sentido, el poder de abierta seducción que consigue Paul Oakenfold es verdaderamente abrumador, y su consumada capacidad de transformación melódica no tiene par. Es, sin duda alguna, uno de los grandes maestros de nuestro tiempo. Si Paul Oakenfold se halla en esta línea de trasgresión y eversión musical, hay un aspecto adicional que es necesario subrayar, y que hace que su labor compositiva llegue aun a un ámbito insospechado, por interpósita persona. La popularidad de su trabajo en las tornamesas del mundo ha hecho que no pocos de sus discos sean verdaderos objetos de culto. Entre éstos, uno de los más sorprendentes es A Voyage into Trance, un disco que no sólo hace justicia a su título, sino que a través de la creatividad del japonés Yo Suzuki y su productora Love Mushroom Psychedelic Visual Arts, alcanza un nivel inimaginable. En efecto, Suzuki elaboró para este exitosísimo disco de culto una serie de sorprendentes y apabullantes imágenes que no sólo realzan este estado como de trance de la dance music, sino el aspecto abiertamente alucinatorio de esta obra. Probablemente sólo Stanley Kubrick en su célebre 2001. A Space Odissey había logrado crear un grupo de imágenes audiovisuales cercanas a eso que en la década de los sesenta se llamaba, sin más, psicodelia. La célebre secuencia de imágenes alucinatorias hacia el fin de su película es un ejemplo de su maestría consumada como artista cinematográfico. Empero, nadie había intentado crear un discurso auténticamente alucinatorio, psicodélico, fantasmagórico, hasta que Suzuki decidió hacerlo para Oakenfold; al menos no de la duración de éste. Se trata, de nuevo, de un ejercicio de parodia y barroquización en su máxima expresión, a través de la cual el consumado arte de Oakenfold alcanza sus más elevadas cotas. En efecto, a través del arte de Suzuki, el de Oakenfold nos entrega una experiencia audiovisual cercana a esas alucinaciones de que hablaba Huxley en Las puertas de la percepción; y de hecho, A Voyage into Trance es lo más cercano a una experiencia alucinatoria y psicodélica que tanto buscaron los artistas hacia fines de los años sesenta en todo el mundo; a través de las poderosas imágenes de Suzuki, el espectador se hunde en un mundo irreal, cercano a la fantasmagoría pura, a la alucinación total, al derrumbe de la conciencia y a la fusión con el origen, con la magma primordial de donde todo surge y a donde todo anhela regresar. En tal sentido, es posible afirmar que A Voyage into Trance es anhelo puro de ese origen primordial perdido para siempre, y no habría que tomar a la ligera esta afirmación; no al menos en un sentido apolíneo: si se quiere comprender en toda su magnitud, es necesario ceder al ímpetu dionisiaco que el arte de Suzuki desvela y manifiesta en el de Oakenfold.

miércoles, marzo 08, 2006

Ebriedad y baile: el dionisismo subterráneo

Continuando con las reflexiones previas, mis cero lectores, entramos de lleno a la parte digamos práctica del asunto tratado en las dos entregas previas. De seguro muchos de ustedes desconocen el poder de Dionisos y sus manifestaciones. Brindo por aquellos de ustedes que ya saben algo de él, y mejor aún aquellos que ya han experimentado su presencia.

Michel Maffesoli ha estudiado algunas de estas actividades dentro de un marco mucho más amplio, que le ha valido una cierta marginalidad en el ámbito académico, más interesado por los asuntos estrictamente apolíneos. Sin embargo, su interés parece hallarse más en un aspecto general, social, que en el particular: la fiesta en sí. (Esto es comprensible, pues él es un sociólogo, interesado por la res publica, por la socialidad y la experiencia vivida, los asuntos que afectan la vida del hombre en su nido más íntimo: la cotidianidad. No en balde él se refiere a una ética de la estética. Yo por mi parte, me siento más atraído por la estética de una cierta ética. Un poco más adelante me detendré someramente en el aspecto meramente sociológico de nuestro asunto.)

Como sea, ¿en qué consiste la fusión dionisiaca de estas celebraciones? En La corona de daturas, por ejemplo, un poema de corte eminentemente dionisiaco, bacántico como decía Benn en un relato, asistimos a este movimiento in medias res. De los cuerpos danzantes emana una belleza incontenible, fruto de la fusión del Todo con lo Uno-primordial. Justamente, en las fiestas rave la música dance es una hidra de mil cabezas y denominaciones, que hace justo honor a lo que transmiten sus diversas denominaciones: trance, ambient, un sinfín de nombres que sólo enfatizan el elemento dionisiaco de esta música, a través del genérico apelativo, por demás apolíneo, de música electrónica. Los elevados sacerdotes de estas celebraciones se llaman Paul Oakenfold, Paul van Dyk, Dave Ralph, Matt Darey, Dave Seaman, Satoshi Tomiie, entre muchos otros, y no parece casual tanto que la capital mundial de esta música sea la meridional ciudad española de Ibiza – “no por nada digo azul”, afirmó Benn al referirse a la Sudwort, la palabra meridional, al hablar de las südlichkeiten, meridionalidades – como que muchos de estos nuevos sacerdotes provengan, igual que Benn, del frío norte europeo y busquen anhelantes este poderoso embrujo de lo meridional, ni que una de las disqueras que registra la labor de estos nuevos sacerdotes se llame Global Underground, es decir el Subterráneo Global.

La diferencia entre los dee-jays de décadas previas y éstos se halla en el ejercicio musical puesto en marcha, y, justamente, en el equilibrio entre lo dionisiaco y lo apolíneo. Este último, manifiesto a través del cabal aprovechamiento de la más alta tecnología de punta: reproductores de cee-dees cada vez más poderosos, mezcladoras, programas de computación que separan la música grabada para los fines rítmicos del dee-jay, cajas de ritmos, bases sonoras y atmosféricas creadas ex profeso para fundir y transformar la música seleccionada en algo nuevo, algo distinto, con una base rítmica totalmente nueva y espectacular, que vincula una y otra pieza, como un tejido sonoro sobre el cual se colocan melodías o pasajes cantados que en su origen suelen ser absolutamente distintos, hasta desarrollar una construcción musical sin fronteras, en un continuo y poderoso oleaje sonoro, rítmico y percusivo sin fin.

Este equilibrio entre ambos orbes – de los cuales Benn escribió a manera de epígrafe en Der Geburtstag: “A veces, durante una hora, eres; lo demás es lo que sucede. A veces los dos orbes se elevan en un solo sueño” (Gehirne. Edición crítica de Jürgen Fackert. Universal Bibliothek Nr. 9750. Philip Reclam jun., Stuttgart, 1974, pp. 52-53, traducción mía) – se da en varios niveles. Lo apolíneo no sólo se manifiesta por medio del aprovechamiento de la tecnología de punta, sino en la apreciación de la música misma y la forma en que se elabora el tejido musical que le sirve de base. Si no fuese relevante, los dee-jays no pondrían tanta atención en crearlo, el cual sirve como una suerte de fondo en el que se sumergen y funden melodías, timbres y colores a través de largas cadencias rítmicas y atmosféricas, seducciones como de trance a veces, generando un ambiente que puede ir desde la ensoñación hasta el estupor, pero que busca romper con las barreras tradicionales no sólo de géneros, sino de canciones, melodías y estados de ánimo. Es decir, la fusión de lo diverso en algo a lo que bien se le puede denominar un estado de unión y equilibrio perfecto con lo primordial, con lo Uno-primordial nietzscheano.

Si se considera poco relevante este aspecto, es en realidad porque no se le ha puesto la atención debida. Porque en la práctica, este ejercicio pone de manifiesto una nueva forma de concebir el arte creativo, y de romper, al mismo tiempo, con las barreras que un mercantilismo abusivo de nuestra época ha impuesto en todo el mundo, a saber: el de la autoría única. En efecto, los dee-jays recurren a artistas del orbe musical subterráneo europeo – y ocasionalmente Latinoamericano – frente a los cuales la preeminencia de lo comercial, de la transmisión machacona de las estaciones radiofónicas no ejerce ningún efecto, por lo que la transformación no sólo afecta menos a la obra original, sino que le permite una mayor libertad al dee-jay. Al realizar la transformación de la obra musical se rompe con la hegemonía mercantil de eso que se llama, en términos abusivamente capitalistas, propiedad intelectual, abriendo paso a una suerte de comunidad y hermandad fundada, como quería Rimbaud, sobre la base de que la poesía la hacemos todo. La interdisciplinariedad de este trabajo no puede sino ser opositora de esas condiciones que el mercado impone a propios y ajenos. Aquí hallamos una subterraneidad que no ha sido aún estudiada, y que probablemente jamás lo sea, pues la velocidad a la que ocurren estos fenómenos rebasa, con mucho, los tiempos que la academia pueda disponer para ellos.

Pero hay algo más en esta práctica de auténtica transfiguración musical. No se trata, en el ejercicio musical de Occidente, de algo del todo nuevo. Tomar una melodía que en su origen tenía un propósito específico y usarla, transformada, para otro, ya se hacía en el barroco. Esta técnica se llamaba pastiche, parodia, y fue utilizada a menudo con éxito por Bach y por otros compositores. Sin duda, aquella técnica barroca de transformación y reutilización musical alcanza niveles insospechados a través del ejercicio creativo de estos dee-jays. No parece casual que esta venerable técnica compositiva del barroco sea actualizada en toda su potencia por estos nuevos artistas. En efecto, hay algo de barroco, de proliferante, de efervescente, en todo este rejuego musical y de ecos sonoros sin fin. Tampoco es casual que dos composiciones del mundo de la música clásica, una de ellas barroca, se hayan convertido en auténticos íconos culturales de esa efervescencia subversiva, adoptados por una juventud que encuentra en ellas un vínculo de orden primordial: el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, y el Adagio de Albinoni, los cuales en manos de productores como William Orbit o dee-jays como Tiësto, Matt Darey o Paul Oakenfold, adquieren una potencia absolutamente abrumadora, un carácter subversivo y eversivo inusitado.

Así, por ejemplo, el prodigio musical exhibido por la absoluta maestría de un Paul Oakenfold no tiene similar en la música académica, ni siquiera en la música pop, o en los productos comerciales promocionados por la radio. Los aceleramientos o desaceleramientos de ritmo, las poderosas bases percusivas y rítmicamente sincopadas, los repetidos ecos de melodías que se fragmentan o se condensan, el flujo constante de beats y tramas rítmicas de diversos tempos, la asombrosa mezcla de ritmos y géneros, los loops que se repiten incansablemente, las poderosas olas sonoras y el constante flujo energético de ritmos diversos, hacen que su música parezca proyectarse hasta el infinito, hacia un orbe en donde la jubilosa concelebración masiva sólo es posible como única forma de liberación de las ataduras impuestas por lo apolíneo, y que sin embargo en este caso colabora para que tal fusión sea posible. De su consumada maestría y genio absolutos dan testimonio las grabaciones en disco, que representan apenas el aspecto apolíneo de esta fiesta, pero, sobre todo, los conciertos que a lo largo y ancho del orbe suele dar, y en donde suele hacer prodigios musicales más asombrosos incluso que los que sus discos testimonian – basta recordar sus estancias en sitios como los londinenses Cream y Gatecrasher así como en el inmenso Space at Home, en Ibiza, de los cuales existen grabaciones igualmente subterráneas o, para usar una terminología más precisa, informales.

Por su parte, el abrumador testimonio de tres horas del concierto dado por Tiësto –ciertamente, de los dee-jays pequeños, el más grande– en Holanda en septiembre de 2004, ante setenta mil personas, es la evidencia más poderosa e innegable de la fuerza de estos nuevos sacerdotes. En este testimonio acústico-visual es posible hallar uno de los ejercicios más cercano a eso que los románticos y los expresionistas alemanes denominaron con el certero término de Gesamtkunstwerk, obra de arte total, al combinar no sólo una maestría consumada en el arte de la mezcla, sino en la combinación y colaboración de músicos en vivo: un violinista y un coro infantil, magos, cantantes, bailarines y escenógrafos, ante el abierto regocijo y coparticipación de un público que no pierde la atención en el consumado arte de este dee-jay. No sólo observar al artista en escena es asombroso, más aún lo es observar cómo reacciona su público, al borde de las lágrimas, en verdaderos estados de euforia y trance colectivos, en una comunión asombrosa y conmovedora por momentos.

Y para dar testimonio de primera mano –agrego–, menciono aquí dos experiencias directas de estos fenómenos. En primer lugar, la abrumadora presencia del dee-jay japonés Satoshi Tomiie en Ciudad de México el 29 de octubre de 2005, quien ofreció un impresionante recital de seis horas ininterrumpidas de música inexistente en ninguno de sus discos en el mercado, y que habla de su portentosa capacidad creativa e inventiva, con impecables y magistrales mezclas que el público no sólo reconocía, sino aplaudía a rabiar. Y sin duda alguna, ningún artista popular podría ofrecer seis horas de concierto en horas de la madrugada, pues el recital comenzó a las 2:00 am y concluyó, con todo y cambio de horario, a las 7:30 am de ese mismo sábado; en segundo lugar, la visita de Hernán Cattaneo y Paul Oakenfold a la ciudad capital del país la madrugada del domingo 30 de octubre de 2005, aunque anunciada para el 29. La presencia de Oakenfold en el escenario no tiene paralelo. A diferencia de Tomiie, cuya relación con el público es más bien distante y fría, la de Oakenfold es más cálida y directa, pues no sólo interacciona con su público a través de gestos, saludos y poses para quienes le toman fotografías, sino que además es posible observar algo que no se ve en todos los dee-jays y que ya se mencionó: el proceso creativo. En efecto, mientras que incluso Cattaneo y Tomiie, pese a su despliegue creativo, muestran una enorme potencia musical, Oakenfold muestra cómo se crea el tejido musical. Sorprende verlo no sólo interactuar con su público, complacerlo y verlo amplia y gustosamente satisfecho, sino detenerse unos instantes, después de cada mezcla, y meditar sobre las abiertas posibilidades de mezclas nuevas en cada ocasión. Esto es algo que las grabaciones en disco ni en sueños puede transmitir, pues lo que entregan es el producto terminado, y todo este aspecto un tanto inefable, de gustosa espontaneidad y gozoso placer creativo, pasa inadvertido. Esto no lo ofrece prácticamente ningún dee-jay de la actualidad, salvo Oakenfold, el titán de los dee-jays.

Por otro lado, esta efervescencia proliferante nos proporciona una clave de signo diverso con respecto a las etiquetas musicales comerciales en boga. Global Underground suele registrar el trabajo de los dee-jays a lo largo y ancho del planeta, desde Buenos Aires hasta New York, desde Cape Town hasta Sydney, desde Melbourne hasta Singapur, en cuidadosas producciones discográficas que reproducen el trabajo de éstos en las ciudades más diversas en los cinco continentes. Se trata, de hecho, de un fenómeno global que puede verificarse a la vuelta de la esquina. Como fenómeno global subterráneo, Global Underground pone el énfasis no sólo en el trabajo estético, artístico, de los dee-jays, sino que incluso podría reclamar para sí misma el título de world music, música mundial, más que del mundo – como cierta denominación abusiva usada, entre otros, por disqueras como Putumayo, la cual ha equiparado un muy amplio espectro de música tradicional, como si se tratase siempre de un mismo tipo de manifestación popular, incluso estética (más certero es, en algunos casos, y con muchas reservas, el término sociológico reciente de músicas de resistencia, o nómadas, que igual que el antes señalado, alude sólo a un aspecto: el social, más que al aspecto estético, a la necesidad expresiva de cada manifestación, lo cual las hace por sí mismas, por esta necesidad expresiva diversa, una manifestación distinta, y por ello claramente diferenciables entre sí), y a la cual se le aplica, comercialmente, tal denominación, y bajo la cual se agrupa lo mismo la música tradicional boliviana que los cantos hindúes, la música folclórica ecuatoriana con su similar en Marruecos, Argelia o Sudáfrica. Es en ese sentido que lo que pudiese ser denominada como world music podría ser más bien este tipo de manifestación musical elaborada por los dee-jays, quienes no dudan en viajar al más apartado rincón del planeta para ofrecer sus potestades creativas, a diferencia de los músicos tradicionales, generalmente más interesados en conservar sus raíces y una autenticidad ligada más a lo étnico, a lo regional, y a veces también a lo subterráneo, que a lo global. Pero no sólo eso, también al reconocimiento de su peculiaridad, algo que, por supuesto, a los dee-jays no interesa n absoluto: ellos se sienten y son ciudadanos del mundo, hermanos de la juventud, compañeros de viaje, amigos y colegas más que competidores. Este fenómeno subterráneo se verifica no sólo en lo antes apuntado, sino en el hecho de que estos artistas y casas disqueras no apelan a la publicidad tradicional, o a la complicidad malévola de los mass media para promover bien sea sus producciones o bien sus recitales, sino en la promoción de viva voz de esa comunidad subterránea que está al tanto de las producciones y visitas de los dee-jays a sus ciudades. Antes bien, los media y la industria del reconocimiento discográfico oficial sistemáticamente han ignorado esta labor, la cual, empero, cada día reúne a mayores auditorios de escuchas que no escasos artistas en sentido tradicional logra reunir con la ayuda del aparato publicitario convencional.

martes, marzo 07, 2006

En busca de las huellas del dionisismo en el mundo de hoy

Pensé, mis cero lectores, que la curiosidad es un motivo suficiente para leer y asomarse a este espacio. Pero como ven, hay quienes o tienen poca curiosidad o sabrá Dios que traigan en la cabeza. ¿Alguien piensa de verdad que el tema de estos posts, a saber: la experimentación con sustancias psicoactivas y sus manifestaciones dionisiacas, sea un tema soporífero? ¿Alguien desea leer al respecto como si se tratara de una declaración ministerial? I don’t think so. Así que para despertarlos del sueño de los justos, les entrego esta segunda parte, recordándoles que es apenas la introducción del tema lo que se ha expuesto hasta aquí. Como aperitivo visual, ¿qué tal esta foto de Dionisos en China?

Decía entonces que Nietzsche llama nuestra atención sobre el siguiente pasaje de Schopenhauer [recuerden que se pronuncia Schopenauer, y no como casi todo mundo lo hace, erróneamente, Schopenjauer]: “En la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entorno ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente.” Asombrosa aseveración, la cual tiene su confirmación a través del aspecto erótico de la música, advertido no sólo por Schopenhauer y por Kierkegaard, sino mucho antes que por ellos, por la Iglesia misma, que sabía perfectamente a dónde podía conducir la armonía polifónica, a la cual se opuso mucho tiempo a través de la práctica del canto gregoriano y su característico ascetismo musical.

No parece casual que Rudolf Otto, al referirse a este respecto, nos advierta que “la letra de la canción expresa sentimientos naturales, como nostalgia del hogar, seguridad en el peligro, esperanza de un bien, alegría de una posesión; es decir, elementos que se pueden describir por conceptos. Pero la música en sí misma canta otra cosa completamente distinta. Como tal música, suscita alegría y beatitud, turbación y sobrecogimiento, una borrasca y un oleaje en el alma, sin que a nadie le sea dado decir ni explicar por conceptos qué es lo que propiamente en ella nos conmueve […] La música suscita y promueve emociones y ondulaciones emotivas de una clase peculiar, a saber: musical. Pero sus elevaciones y depresiones, sus varias formas poseen (solo en parte, bien entendido) cierta analogía y parentesco con los estados y movimientos corrientes y extramusicales del ánimo; de aquí que estos puedan resonar a la vez y fundirse con ellos” (Lo santo. Lo irracional y lo irracional en la idea de Dios. Alianza, 1991, p. 75). Lo mismo dice Nietzsche cuando afirma que “el éxtasis del estado dionisiaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene, en efecto, un elemento letárgico, en el que se sumergen todas las vivencias personales del pasado” (El nacimiento de la tragedia. Alianza, 1989, § 8, p. 78). Fundirse, sumergirse. ¿Pero cómo? Nietzsche lo dice con claridad meridiana: “Cantando y bailando manifiéstase el ser humano como miembro de una comunidad superior” (Ibíd., 1989, § 1, p. 45). No cualquier baile, pues “por sus gestos habla la transformación mágica”. Fundirse, sumergirse. Eso era lo que buscaba, afanosamente, Benn. No lo halló en los paraísos artificiales, ciertamente, pero se acercó a través de la suave melodía de sus mejores y más bellos poemas, los cuales, empero, ejercen un poderoso influjo en el lector, quien es, como se ha visto con frecuencia, seducido por su música, y pierde de vista el trabajo teórico e intelectual, apolíneo, que se oculta detrás de aquella, insidioso.

Al respecto, conviene recordar el siguiente pasaje de La corona de daturas, de Amelia Vértiz, en donde se describe la siguiente vivencia:

Me admira el momento en que el viento se convierte en vela, en que el mar se convierte en barco,
como si una inconcebible perfección se hiciera presente en estas cosas,
y entonces me pregunto cuál es la armonía que duerme bajo todo aparente desorden,
porque me resisto a negar la utilidad de los barcos y las velas,
me resisto a negar la belleza que encarna en los cuerpos que me rodean.

No es tan increíble que nadie haya detectado semejante potencia oculta en sus versos. Lo que sin duda puede desconcertar es la aparente abstracción de la expresión y la falta de referentes directos, pero, indudablemente, el aspecto dionisiaco se halla presente: el texto es el resultado de esa fusión a la que me he referido hace unos instantes. Como en el caso de los griegos, aquí la música ha desaparecido para siempre, queda el testimonio de esa inmersión con lo Uno-primordial de que hablaba Nietzsche. Pero si la música de La corona de daturas, como la de los griegos, se ha perdido para siempre, no significa que sólo nos quede el sucedáneo de los paraísos artificiales para fundirnos con ese mundo primordial (Urwelt) que tanto buscó Benn y, en menor medida, los expresionistas y no pocos de los artistas plásticos de los albores del siglo XX.

Nietzsche buscó también, infatigablemente, hallar la música que le diera la oportunidad de fundirse con la naturaleza. Pero en Occidente siempre ha habido escasa música que pueda brindarnos semejante vía. Apenas en Wagner, Mozart, Beethoven, Mahler, Debussy, tal vez cierto Stravinsky, algún Ligeti. Después de ellos, tal vez ocasionalmente algunos pasajes de la escuela minimalista, que sin embargo, por estar tan sujeta al orbe de lo apolíneo y a la repetición imbécil, impide toda posibilidad de fusión con lo primordial. ¿Sumergirse en ese orbe a través de la música de Boulez, de Stockhausen o de Berio? Imposible. Son los epítomes de lo apolíneo.

¿Dónde hallar el elemento músico-dionisiaco en el mundo actual tan dominado por lo apolíneo? Tal vez habría que dirigir la mirada a Oriente, como lo hizo el propio Nietzsche, como lo hizo Schopenhauer, en las ragas, y en las extensas y complejas composiciones hindúes, en la música tradicional de la Polinesia. En Occidente, probablemente, en donde menos uno pensaría, pero en donde Nietzsche ubica justamente el origen de la Volkslied, y en lo que esta constituye “el perpetuum vestigium [vestigio perpetuo] de una unión de lo apolíneo y lo dionisiaco” (Op. cit., 1989, § 6, p. 68). Luego entonces, debemos buscar esa manifestación estético-artística en donde estos dos elementos se encuentren en perfecta armonía. Para ello, por supuesto, es necesario dejar de lado toda apreciación teórica apriorística que deforme nuestra perspectiva y apreciación del fenómeno mismo. Ya mencioné cómo Benn combinó estos dos elementos en su mejor poesía: música y concepto, logrando ese equilibrio seductor, esa maestría que lo caracteriza. Ese puede ser un ejemplo. Hay otros, por supuesto.

Pero si la música popular ha ido paulatinamente desaparecido tal y como existió durante siglos en los villorrios y poblados en Europa y buena parte del resto del mundo, es decir como una música anónima y con una clara función social, como alguna vez me señalara Víctor Rasgado: celebratoria de bodas y bautizos, de fiestas, de funerales y conmemoraciones diversas, entonces la búsqueda se debe realizar en una manifestación musical que pueda recorrer el mundo de hoy y, que aún perteneciendo a alguien concreto, a un género específico, se funda con otras, pierda su apariencia original, y nos sumerja en un mundo donde la identidad del individuo se desvanezca, igual que las fronteras musicales, hasta transformarse en un amplio tejido de melodías y combinaciones sonoras, rítmicas y tímbricas que parecieran no tener fin, y que en ella se combine tanto el aspecto apolíneo como el dionisiaco, en perfecto equilibrio. Asombrosamente, esa música existe, y nada tiene que ver con la música de la tragedia griega ni con Wagner ni con las absurdas demandas apolíneas de casi toda la música académica desde el siglo XIX.

Esta fusión de lo apolíneo y lo dionisiaco se da, sin más, en las fiestas raves, en el asombroso ejercicio de los dee-jays [dj], disc-jockeys, cuya labor detrás de la tornamesa tiene muy poco que ver con lo que en la penúltima y antepenúltima década del siglo XX hacían sus similares, quienes simplemente mezclaban un disco detrás de otro, para amenizar las fiestas. Los nuevos dee-jays son, en el más amplio sentido de la palabra, artistas y sacerdotes ante quienes se reúnen cientos y hasta miles de concelebrantes, esperando fusionarse en una orgía de sonidos, ritmos, timbres, melodías y danza. Como ocurría con las fiestas dedicadas a Dionisos, la elaboración de estas reuniones masivas tiene muy poco que ver con lo racional, con los cultos cívicos oficiales, y más con una actividad subversiva del orden establecido. Y no puede haber mejor descripción del dionisismo: una actividad subversiva del orden establecido.

lunes, marzo 06, 2006

Disolución y comunión: el nuevo dionisismo

Bueno, luego de unos días de ausencia por exceso de trabajo y otras cosas, mis cero lectores, regresamos con la reflexión. Agradezco las muestras de solidaridad que han dejado algunos de ustedes, y les digo que por supuesto no pienso abandonar el blog. Como primera reflexión del mes y de la semana, les dejo esta primera entrega sobre un asunto poco estudiado, al que ya me he referido desde otras perspectivas.

En 1871 Friedrich Nietzsche publica su primer trabajo, Die Geburt der Tragödie, que lleva a cuestas no sólo el entusiasmo wagneriano de su primera etapa sino, más importante aún, la inicial transvaloración de todos los valores a través de la figura tutelar de Dionisos. No parece casual que su interés se halle centrado en la relación de la música y los cultos báquicos a Dionisos. Y aunque sus juicios sobre la música dionisiaca de los griegos y el dionisismo que anuncia su percepción del arte wagneriano no parecen hallarse precisamente equilibrados ni suficientemente sustentados, su valoración del fenómeno mismo resulta convincente, a saber: en el fondo del dionisismo como fenómeno de masas hay una ruptura con la realidad circundante. Que el interés de Nietzsche se halle en la relación de la música y la tragedia puede considerarse parte de su formación filológica, pero en realidad tiene un sustrato intuitivo que va más allá de lo que, seguramente, el mismo filósofo imaginaba. Que su pensamiento posterior se haya lo mismo alejado que sea deudor de las ideas de este libro, es otro asunto. Lo verdaderamente notable del pensamiento nietzscheano al respecto es su valoración de la relación existente entre el fenómeno dionisiaco y la música. Y más allá de las conocidas razones que lo llevaron a romper con Wagner ―que Jünger considera irrelevantes― y la valoración de su obra musical, su juicio en torno a la relación entre el dios desconocido y la música parece central. Ciertamente, Nietzsche no fue el primero en centrar su atención en Dionisos. Basta recordar que Hölderlin había pensado darle a su célebre elegía Brot und Wein el título de El dios del vino, precisamente. Como es sabido, este poema lo dedicó Hölderlin a Johann Jacob Wilhelm Heinse, que escribió la novela Ardinghello o las islas felices, un notable intento por retomar el sentimiento dionisiaco, si bien con propósitos iluministas.

Es notable cómo prácticamente todos los artistas del siglo XIX en Alemania, de una u otra forma, vieron en Dionisos una figura tutelar a la cual dirigir no sólo la mirada, sino el intelecto y la sensibilidad. Goethe, Novalis, Schelling, Schlegel, Bachofen, Gottfried Semper, Edwin Rohde, entre una larga cauda, le dedicaron no escaso tiempo, reflexión y creación. Es cierto que el alto valor que la Grecia antigua tenía entre los alemanes de la época influyó mucho en esta revaloración del dios misterioso del Hades.

Empero, hay, de hecho, algo sumamente importante en Nietzsche y su valoración del dionisismo wagneriano. Cuando finalmente se separó del maestro de Bayreuth, todos sus elogios fueron para Georges Bizet, un compositor muy menor en comparación con Wagner. A tal grado fue su despecho, que llegó a considerar a Carmen como dionisiaca. Sin embargo, es necesario resaltar un hecho en particular. Si bien la tesis central de Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, que Dionisos siempre estuvo en el origen de la tragedia, resulta, cuando menos, incierta, como señala Elémire Zolla en Il Dio dell’ebrezza. Antologia dei moderni Dionisiaci, por el contrario, “la música se demuestra como el arma mágica fundamental del dionisismo” (Op. cit., 1998, p. LXVI, traducción mía).

Pese a que Nietzsche seguiría reflexionando sobre la figura de Dionisos, no volvería a referirse con amplitud a este aspecto verdaderamente luminoso y sorprendente de su tesis temprana, es decir del papel preponderante que la música juega en el dionisismo. Sin embargo, hay una observación que vale la pena tomar en consideración. En La gaya ciencia Nietzsche observa que un Fausto o un Manfredo carecerían del más mínimo interés para sus homónimos en el escenario. Quienes dionisiacamente sólo tengan aptitud hacia la ebriedad en su sentido lato no serán movidos por el pensamiento fuerte y la violenta pasión; para ellos teatro y música se hallan a la par que el hashish o el betel.

Asombrosa observación, si consideramos que, en este sentido, en la realidad sólo hubo un auténtico discípulo suyo en el siglo XX: Gottfried Benn. En efecto, el poeta alemán desarrollaría no sólo su teoría del Mundo-de-la expresión [Ausdruckswelt] a partir de los postulados nietzscheanos expuestos en su primera obra, sino que desplegará su concepción del complejo ligúrico y la palabra meridional [Sudwort] como ejemplo de ese dionisismo anunciado por Nietzsche. No es casual, tampoco, que Benn recurra geográficamente al sur para evocar este mundo de efervescencias y pulsiones. Para Benn, la palabra meridional, “la quintaesencia de la palabra meridional, el exponente del ‘complejo ligúrico’, de enormes ‘valores de arrebato’, el medio principal para la irrupción-total [Zusammenhangsdurchstoßung] a partir de la cual empieza la combustión espontánea”, es el azul, una palabra que constantemente aparecerá en sus poemas y textos en prosa. Aunque recurrirá a las sustancias alucinógenas para derrumbar las barreras que separan el mundo primigenio [Urwelt] de la conciencia racional positiva, con mayor frecuencia utilizará esta palabra meridional como ejemplo de esas potestades similares al hashish o a la cocaína. Benn buscará toda su vida una autonomía del proceso creador, pero más aún, del poema, del texto escrito, a través de lo que él mismo llamará poesía absoluta y prosa absoluta. Tanto lo buscará, que, como señala Maurizio Gracceva, “en presencia de cierta prosa benniana se tiene la sensación de entrar en un sistema claustrofóbico y autorreferencial, del cual es difícil seguir la misma ‘logicidad’ del discurso” (La trance gelida. Genalogia dell’Io e nichilismo in Benn. Mimesis, Milano, 2004, p. 193, traducción mía).

Lo que aquí importa, pese a dos poemas que refieren explícitamente el consumo de sustancias alucinógenas (O Nacht – y Kokain) y de su célebre ensayo Provoziertes Leben (en donde aparece su célebre aseveración “Dios es una sustancia”), es que el poeta preferirá sustituir el proceso alucinatorio de disociación dionisiaca de la realidad a través de la musicalidad y la irrupción de la palabra meridional, constante en toda su poesía. Este es el verdadero hilo de Ariadna de toda su obra, que vincula las poderosas imágenes de sus primeros poemas, donde aparecen cadáveres diseccionados, con sus poemas de madurez, plenos de una delicada y perfecta música melancólica, en apariencia opuesta a la violencia inicial de sus textos de juventud. Basta comparar la célebre imagen final de Negerbraut (1912):


Bis man ihr
das Messer in die weiße Kehle senkte
und einen Purpurschurz aus totem Blut
ihr um die Hüften warf.
(Gedichte. Selección y epílogo de Christoph Perels. Universal Bibliotek Nr. 8480. Philip Reclam jun., Stuttgart, 1998, p. 11)

Hasta que
el bisturí en la nívea garganta se hundió
y un púrpura delantal de sangre muerta
las caderas le cubrió.
(Poesía. Selección, traducción y nota introductoria de José Manuel Recillas. Dirección de Literatura, Coordinación de Difusión Cultural. UNAM, México, 2005, p. 13)

con la magnífica y conmovedora estancia final de Epilog (1949):

Die vielen Dinge, die du tief versiegelt
durch deine Tage trägst in dir allein,
die du auch im Gespräche nie entriegelt,
in keinen Brief und Blick sie ließest ein,

die schweigenden, die guten und die bösen,
die so erlittenen, darin du gehst,
die kannst du erst in jener Sphäre lösen,
in der du stirbst und endend auferstehst.

Tantas cosas que hondamente callas
y en tus días llevas solo en ti,
ni siquiera cuando hables las muestres,
en ninguna carta ni mirada las admitas,

las calladas, las buenas y las malas,
las dolorosas en que caminas,
puedes sólo en esa esfera liberarlas
donde mueres y muriendo resucitas.
(Op. cit., 1998, p. 119, traducción mía)

Lo que importa es señalar, de una vez, que Benn elige un camino escasamente transitado en lo que al dionisismo se refiere: el de la orgía musical en vez del de la alucinación artificial. De hecho, a juzgar por el erudito trabajo compilador ―y en tal sentido específicamente apolíneo― de Elémire Zolla, pareciera que sólo Nietzsche en particular ha subrayado el aspecto musical del dionisismo. Tan es así, que el propio Zolla apenas lo menciona en media línea. Todo el aspecto alucinógeno ha sido extensa y eruditamente estudiado, expuesto y practicado, como lo demuestra su antología, pero el ámbito realmente íntimo y revelador del dionisismo, su carácter colectivo y festivo, apenas comienza a serlo.

El dionisismo musical buscado por Nietzsche en su época sólo podía ser hallado, naturalmente, en Wagner, y en apenas unas pocas obras de Mozart ―el portentoso inicio de su sinfonía en sol menor K. 550, por ejemplo― y Beethoven ―el inicio, auténticamente dionisiaco, de su sinfonía en re menor Opus 125―. Pero es un hecho que este rasgo musical del dionisismo, si bien presente en la obra y reflexión nietzscheana posterior a su opera prima, no ocuparía ya más un lugar central en sus intereses.

De hecho, el mundo griego mismo parece cada vez más lejano en las obras, tanto literarias como musicales, de casi todo el siglo XX. Y aunque ocasionalmente aparecen aquí y allá auténticos trabajos de corte griego, probablemente el único que relata el aspecto dionisiaco de las bacchanalias en su sentido más íntimo y profundo, no como recreación intelectual apolínea, sino como testimonio auténticamente dionisiaco, será La corona de daturas, un atípico poema debido a la pluma de Amelia Vértiz. En él, es posible observar el derrumbe absoluto de las barreras racionales e iluministas, y asistir a la participación mística de los bailes y orgías colectivas de una auténtica bacanal. Ya lo he señalado en su oportunidad: nunca se ha dado un testimonio de este tipo con tal vitalidad, con tal poder de convencimiento, y con tan absoluta naturalidad en nuestra tradición occidental. Sin duda alguna, el poema de Vértiz habría despertado el más elevado entusiasmo de nuestro filósofo. Lo notable del texto de la Vértiz es, justamente, el poder y el horror que nos trasmite, al que es posible aplicar las siguientes palabras de E. Jünger: “El horror sólo nos sobrecoge cuando poderes venidos de épocas muy antiguas o de espacios muy lejanos irrumpen en nosotros” (Acercamientos. Droga y ebriedad. Tusquets, Barcelona, 2000, § 226).

Es posible afirmar, entonces, que el dionisismo detectado por Nietzsche tiene un carácter más efervescente, eversivo, que el de la mera asunción de sustancias psicoactivas. De hecho, no por nada Dionisos se transformará en Baco al arribo de la civilización romana, el dios de la libación alcohólica. Esto lo entendió muy pronto Gottfried Benn, quien sustituye la inicial asunción de cocaína y sustancias alucinógenas por el poder liberador de la palabra meridional.

Ernst Jünger, en su imprescindible diario Annäherungen, realiza un apasionante recorrido en torno al consumo de sustancias alucinatorias y embriagantes, pero no específicamente sobre el dionisismo en sentido amplio, tal y como aquí lo señalo. Empero, no dejan de aparecer intuiciones muy cercanas a las de su ilustre predecesor: “Cuando vasos, jarras u otros recipientes se llenan bajo el grifo, generalmente no advertimos la armoniosa figura sonora con que el elemento sólido responde al paso de un líquido. El hilo de agua actúa como el arco sobre la cuerda del violín o como el soplido del flautista sobre el metal” (Op. cit., 2000, § 175). Este pasaje inevitablemente recuerda aquel otro en Tous les matins du monde en que Monsieur Sainte Colombe le pide a su discípulo escuche una serie de sonidos diversos a fin de aprender la técnica musical (Pascal Quignard, Todas las mañanas del mundo. UAM, México, 1997, §§ XI y XII). Naturalmente, el discípulo no entiende de qué le habla su maestro. “Cuando el tiempo se dilata, oímos mejor los sonidos que se elevan desde el silencio.” Y, por supuesto, sin pasar por alto que el origen occidental del culto del brindis a la hora de libar vino proviene de esta misma circunstancia cultural: hacer uso de todos los sentidos al rendir homenaje a Dionisos: la vista, el tacto, el olfato, el gusto y el oído.

Es posible afirmar, entonces, que el dionisismo, en su más pura expresión involucra a todos los sentidos. ¿De qué otra forma comprender las bacanales, las fiestas dionisiacas del pasado, sino a través del empleo total de las facultades sensibles del participante? Al respecto, Marcel Detienne señala: “A través del Dionisos saltarín, el pie (pous) encuentra el verbo saltar (pèdan) y su forma ‘saltar lejos de’ (ekpèdan) que es un término técnico para el trance dionisiaco: cuando la pulsión del salto invade el cuerpo, lo arranca a sí mismo y lo arrastra irresistiblemente. […] El Dionisos del vino efímero no se ha perdido en la orgía de un dios salvaje y solitario. La homología entre uno y otro se establece con todo rigor semántico. En efecto, el mismo verbo designa en territorio dionisiaco el vino que brota y la Ménade que salta” (Dioniso a cielo abierto. Gedisa, Barcelona, 1997, pp. 95 y 104, énfasis mío).

Así, la búsqueda de ese Uno-primordial nietzscheano está en el centro del dionisismo sin más, y él lo sabía cuando afirmó: “Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre” (Nietzsche, Op. cit., 1989, § 1, p. 44). Así pues, y en sentido contrario a Nietzsche y los nietzscheanos, pienso que es un error centrar el estudio del dionisismo en su aspecto meramente alucinógeno. No sólo un error, sino un abuso. Tiene parcialmente razón Jünger al afirmar que “cuando la adicción es tratada como una enfermedad, los cuidados no se aplican al mal sino a los síntomas” (Op. cit., 2000, § 166). Sólo en parte esto es cierto. Ya Mircea Eliade ha referido en diversas obras el problema de la falta de espacios sagrados para el desarrollo de actividades de paso en las sociedades humanas modernas. Pero el asunto es más delicado aún de lo imaginable. Luigi Zoja, en un iluminador estudio al respecto, señala que el problema de la asunción de drogas en las sociedades modernas tiene que ver, en efecto, con la ausencia de ritos de paso y procesos iniciáticos. Zoja nos solicita no pasar por alto que muerte y regeneración constituyen las dos etapas obligadas del proceso iniciático. Me permito citarlo in extenso: “Una verdad iniciática es absoluta y no puede ser revelada al exterior: no sólo por autodefensa frente a las sanciones jurídicas – sino también porque se relativiza y desacraliza. […] Si de hecho cualquier impulso iniciático activa más o menos inconscientemente un modelo arquetípico en el cual se hallan presentes muerte y renovación, la fragilidad o la inconsistencia de las estructuras que lo acompañan pueden vaciar una u otra de las dos etapas. // Pero mientras la regeneración es un proceso puramente psíquico, la muerte psíquica tiene su correspondiente en un evento orgánico bien preciso e irreversible. […] Mi hipótesis es que cualquier intento de iniciación, cuando no es suficientemente consciente ni está protegido por rituales ni insertado en un complejo cultural coherente, activa, de parte del modelo arquetípico, principalmente el proceso de muerte, bien sea porque el primero es más sencillo, bien porque, a diferencia de la regeneración, es fácilmente realizable de modo lateral, como muerte orgánica: y la necesidad, frustrada en su expresión simbólica, tiende a literalizarse” (Nascere non basta. Iniziazione e tossicodipendenza. Raffaello Cortina Editore, Milano, 1985, pp. 65 y 66. Traducción mía).

Contradictoriamente, tal es el aspecto que más se suele estudiar y exaltar con respecto al dionisismo. Se le llama el derecho al consumo de drogas. Pero es un hecho que, parafraseando al propio Jünger (Op. cit., 2000, § 183), quienes defienden tal derecho a la asunción de drogas, no saben qué hacer con su enfermedad; ellos saben poco respecto al dionisismo auténtico, y eligen sustitutos que en poco o nada ayudan a la reconciliación entre naturaleza y humanidad, como llegó a afirmar Nietzsche; no por algo Baudelaire los llamó paraísos artificiales. Lo mismo puede afirmarse del estudio de Schultes y Hofmann, representante de esa cualidad apolínea tan despreciada por Nietzsche.

La elevada valoración en que tenía Nietzsche a la música no sólo provenía de la música misma, que en Alemania ha dado gigantes inalcanzables, sino también de su maestro, Schopenhauer, quien escribió y filosofó sobre el lugar que la música ocupaba en el mundo, así como seguramente también de Kierkegaard, quien dedicó un extenso estudio respecto al Don Giovanni de Mozart. No hay que pasar por alto que el propio Nietzsche compuso una cantidad considerable de lieder, canciones, que si bien no alcanzan para colocarlo a la par de sus colegas músicos y compositores, sí dan una idea bastante aproximada de su interés y preocupación por el género en cuestión. Es comprensible que Nietzsche no haya alcanzado jamás la estatura de un Hugo Wolf o un Franz Schubert en este ámbito. Su desconfianza hacia el lenguaje era similar a la de casi todos los filósofos de su época y los subsiguientes, entre ellos, en primer lugar, Heidegger: “Con el lenguaje es imposible alcanzar de modo exhaustivo el simbolismo universal de la música, precisamente porque ésta se refiere de manera simbólica a la contradicción primordial y al dolor primordial existentes en el corazón de lo Uno primordial, y, por tanto, simboliza una esfera que está por encima y antes de toda apariencia” (Nietzsche, Op. cit., 1989, § 7, p. 72). Acertadamente, Nietzsche llama nuestra atención sobre el siguiente pasaje de Schopenhauer: “En la canción y en el estado de ánimo lírico el querer (el interés personal de la finalidad) y la intuición pura del entorno ofrecido se entremezclan de una manera sorprendente.” Asombrosa aseveración, la cual tiene su confirmación a través del aspecto erótico de la música, advertido no sólo por Schopenhauer y por Kierkegaard, sino mucho antes que por ellos, por la Iglesia misma, que sabía perfectamente a dónde podía conducir la armonía polifónica, a la cual se opuso mucho tiempo a través de la práctica del canto gregoriano y su característico ascetismo musical.