domingo, noviembre 20, 2005

Pieter Wiespelwey, La Petite Band, y otros barroquismos

México tiene algunas peculiaridades con respecto a la música de concierto, en particular la llamada música clásica. No es que no hayan recitales, pero el hecho es que las orquestas nacinales y los músicos suelen tener un nivel muy bajo, y quien es exigente, no tiene más opción que vivir en el más riguroso ascetismo. Eso es una ventaja, porque se evitan disgustos y la bilis se mantiene controlada. En otras palabras, para quien se halla en esta situación, hay un gran páramo de inactividad, grandes tramos de fechas sin que hayan recitales. De repente la sequía se rompe, y en un mes o un pco más, todo mundo viene y los recitales se multiplican: orquestas, solistas, llenan el desierto, y uno como un poseso acude a saciar la sed anual, sabiendo que la sequía volverá y no quedará más que el recuerdo, y la búsqueda de nuevos discos, y los felices hallazgos.

La sequía anual se rompió el 5 de octubre cuando Pieter Wispelwey, el célebre y soberbio cellista holandés visitó nuestro país por tercera ocasión para interpretar los conciertos para cello a Haydn, pero sobre todo, para volver a interpretar las seis suites de cello de Bach, en una sola sesión. El horario y la fecha no podían ser más extraños: media semana, siete de la noche, en la Sala Netzahualcóyotl. La vez anterior, Wispelwey vino dentro del marco del aniversario de la erección del Palacio de Bellas Artes, con un programa titulado One of a Kind, y casi de manera secreta, subrepticia, ofreció su primer recital de las seis suites en la Sala Ollin Yolitzi, ante unas cincuenta personas a lo sumo. Esta vez, tres o cuatro años después, se presentaba en la mejor sala de conciertos del país, y la pregunta era si podría llenar la sala. Y lo hizo. Una sala abarrotada, para escuchar al mejor cellista vivo. La interpretación, sobria, elegante, sin amaneramientos, con una técnica interpretativa absolutamente depurada, limpia y prodigiosa. Lo extraño, la enorme pausa después de las tres primera suites: casi una hora. Pero quien haya estado presente esa extraña noche a media semana, no la olvidará jamás.

Unos días después comenzó la orgía de conciertos: Pendercky, Jordi Savall, el Cuarteto Borodin, y no sé ya cuántos más, que saturaron el agreste paisaje musical de la ciudad. Yo me reservé para el de La Petite Band, de la cual yo sabía desde enero que estaría por estas tierras, pero no sabía cuándo. La fecha prometida: 30 de octubre, en el Palacio de las Bellas Artes, con un programa que en principio no parecía muy revelador o novedoso: Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi. Pero con Kuijken y su maravillosa orquesta no se puede saber, o más bien, se puede esperar lo inesperado. Su estancia en nuestro país cada año, desde hace tres o cuatro, parece ya una sana costumbre que hay que agradecer. Antes lo había sido la Orquesta Barroca de Friburgo. Quién sabe quién será después.

El día previsto, también una fecha extraña, lunes en la noche, un día que usualmente cierran los museos. La respuesta de la gente no fue como otras vecesm anteriores, cuando tocaron la Misa en si menor de Bach, por ejemplo, con el Palacio de Bellas Artes abarrotado. Esta vez no, pero no importó, porque lo verdaderamente relevante fue la música, como siempre debe ser. Y lo inesperado fue la presencia de un instrumento asombroso: el violochello da spalla, que es como un violín con un sonido más grave, interpretado por Sigiswald Kuiken, ni más ni menos. Y esto constituyó un gesto de generosidad asombrosa que muy pocos músicos harían. Kuijken dejó el lado virtuoso y vistoso del solista para encargarse de la parte, no menos importante, pero no tan lucidora en términos de espectáculo interpretativo. Pero esta actitud de pasar del proscenio a la parte de atrás puso en evidencia que no hay partes irrelevantes o menores en la interpretación musical. Pero que el director y violín principal de la orquesta dejara el proscenio dio prueba de algo más. Y es que resulta casi imposible imaginar que otro primer violón de otra orquesta hiciese lo mismo, ceder su sitio a otros músicos, además mucho más jóvenes, para que brillen por sí mismos. Sin ir más lejos, Reinhard Goebel jamás lo haría.

Kuijken no ofreció unas Cuatro estaciones llenas de virtuosismo como Fabio Biondi, sino que se acerca más al trabajo detallista de Rinaldo Alessandrini, sin llegar a los preciosismos de ambos. Fue una interpretación, además, más cercana a la de este último, al permitir que cada concierto tuviera un intérprete distinto, lo que rompió ese esquema de homogeneidad. Quizá la más notable de las interpretaciones fue la de Luis Otavio Santos, espléndido violinista de origen portugués, que le imprimió al segundo concierto, El verano, un carácter abierta e inesperadamente lusitano, no melancólico, sino mediterráneo. Quizá fue el más notable ejemplo de adición de personalidad en una interpretación que haya visto y escuchado en mucho tiempo. La mesura y el cuidado, tan característico de La Petite Band, no fue la excepción en esta ocasión. De hecho, podría decirse que fue no La Petite Band la que vino a Bellas Artes, sino un conjunto de cuatro violinistas solos (incuido Kuijken) y un pequeño grupo de bajo continuo, por lo que ni siqueira el concepto de conciertos cabría en buena lid, sino casi música de cámara, o sonatas para violín solo. Toda una revelación, si se piensa la forma casi automática en que se suele establecer la categoría a la que pertenecen estos conciertos, y más la forma automática de escucharlos.

Otra agradable sorpresa fue el doble concierto del 7 de noviembre, organizado por la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, con la participación, primero, del clavecinista y organista italiano Silvio Celeghin, con un espléndido programa que fue desde el Renacimiento hasta nuestros días, pero sobre todo, el del Rosi Piceno Baroque Ensemble, fundado por el espléndido clavecinista mexicano, radicado en Holanda, Raúl Moncada, con un progama con obras de Bach, Handel, Biber y Corelli. Lo notable de este doble programa no fue solamente el hecho de reunir en un mismo sitio a cuatro intérpretes distintos, sino el nivel de todos y cada uno de ellos. De Raú Moncada ya sabíamos su gran dominio del instrumento y su capacidad interpretativa, pues hacía unos meses lo escuchamos en un recital en solo, y ahora era un reto escucharlo en conjunto, que siempre es más difícil. Y el resultado fue gratamente sorprendente. De hecho, la revelación del concierto fue la violinista japonesa -sobra decir que ya no es extraño hallarse con espléndidos intérpretes nipones, sino lo contrario: una agradable constante desde hace ya tiempo, recuérdese el Bach Collegium Japan-, Ayako Matsunaga, que tocó su instrumento con una gracia y un garbo verdaderamente encomiable. Nunca un pasaje tocado de manera rutinario, sino con una viveza y alegría verdaderamente entusiasmantes. Marian Minnen, en el cello, logró darle una calidez verdaderamente conmovedora a ciertos pasajes, en particular de las sonatas de Bach, digno de elogio. Por su parte, Raún Moncada se mostró como un magnífico intergador de músicos en los que lo importante no es tanto de qué nacionalidad sea, sino el dominio del instrumento y el compromiso interpretativo, algo que en México es prácticamente inexistente. Por su parte, a Celeghin fue posible escucharlo el día siguiente en Catedral, tocando el mismo programa, pero esta vez en su majestuoso órgano.

Infortundamente no me fue posible asistir a muchos de los demás conciertos que casi al unísono se dieron en la capital del país, pero éstos permitirán a algunos a darse una pálida idea de lo que se perdieron por estar más interesados en cosas fútiles y sin valor.

Así son las cosas entre nosotros.

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