Mis queridos cero lectores, hace unos días entré a mi cuenta de correo a revisar unos documentos que me enviaron, y al salir de la cuenta veo un banner anunciando ya desde ahora el Teletón. Fue tal mi enojo, que en mi Messenger puse un mensaje que mostraba mi furia homicida hacia semejante estulticia, el cual me valió algunas reprimendas de algunas amigas. Voy a explicar por qué no sólo odio al Teletón, sino por qué lo considero la muestra más acabada de egoísmo e hipocresía que se haya visto en este país jamás, y un superamiento del manejo de las masas que los nazis llevaron a efecto hace ya más de medio siglo. Adelanto que no estoy en contra de ayudar a los desvalidos, pero verán por qué me opongo a esta farsa (por decir lo menos) organizada por los ricos del país.
Para empezar, hay dos aspectos que nadie debe pasar por alto. Primero, la principal empresa que organiza el Teletón es la que lo transmite en cadena nacional, la misma empresa cuyos personeros defendieron hace no menos de un par de meses una ley de televisión completamente abusiva y anticonstitucional que fue conocida por su nombre, Televisa, y que el primer dueño de esa empresa alguna vez afirmó que ellos trabajaban para mantener entretenidos a los jodidos, sin ocultar su desprecio en esa frase. Esa misma empresa, que se creó al amparo del poder presidencial cuando éste era absoluto, cuyos pagos impositivos nadie conoce, y cuyos privilegios y ganancias exceden con mucho lo que cualquier persona normal podría siquiera imaginar, es la misma que organiza este supuesto festival para recaudar fondos para un grupo muy específico de la población nacional, que no es, ni con mucho, representativa del resto de la población. Es la misma empresa que ha manipulado a hombres y mujeres en sus programas, difundiendo estereotipos, tanto masculinos como femeninos, que no representan ni a la mujer ni al hombre promedio nacional, y que sí generan tratos de abierta discriminación. Segundo, la mayoría de las empresas que participan en el Teletón son integrantes del Consejo de la Comunicación Empresarial, “voz de las empresas” como ellos mismos se llaman, que es la organizaación empresarial que desató la campaña de odio contra AMLO en la pasada elección presidencial; son las mismas empresas que siempre se preocupan por la imagen del país, pero no por la realidad (léase, por los manifestantes pero no por poner solución a lo que los lleva a la calle); son las mismas empresas que han desarrollado esa campaña contra la corrupción (ustedes recordarán que uno de los primeros posts de este blog estuvo, precisamente, dedicado a esa campaña) cuyo objetivo está centrado en los ciudadanos y no las empresas (esas mismas que hace no menos de dos meses fueron señaladas por una investigación de Transparencia mexicana como la principal fuente de corrupción en el país, las que más corrompen al gobierno; ergo: no los ciudadanos, sino los empresarios, son los corruptos).
Visto de esta manera, se puede afirmar, sin exagerar un ápice, que el Teletón es el fruto de un pacto entre mafiosos. Así de sencillo. Como cualquier grupo de criminales, para cometer el crimen perfecto, hay que elaborar una coartada. Y es mejor aún si se tienen testigos que certifiquen que no se estuvo en la escena del crimen. Y el crimen es más perfecto aún si conseguimos que durante el crimen nadie realmente lo vea, sino que con actos de magia y prestidigitación vean otra cosa. Y todavía mejor si, además, la gente aplaude, y hasta las más altas autoridades del país se ven forzadas a participar en la farsa. Eso es el Teletón: una cortina de humo que oculta el crimen, que oculta la hipocresía, la falsedad.
Quiero recordarles, mis cero lectores, que hace ya muchos años, perdido en alguno de los noticieros de Televisa, vi una nota que me llamó la atención. En uno de esos eventos de industriales que Televisa suele organizar, o en los que participa con singular alegría, un tipejo de España hablaba de las bondades de la participación de las empresas privadas en obras de beneficencia, en cómo el solo hecho de participar en esta clase de actividades mejoraba la imagen de las empresas ante la población. En otras palabras: lo que todo mafioso sueña, hecho realidad: ganar respetabilidad engañando a los demás. No recuerdo bien si cuando vi esa nota, ya existía el Teletón (creo que sí, tenía como dos o tres años de transmitirse), pero en todo caso, me quedó clarísimo que ése era el sustrato ideológico que sustentaba este tipo de iniciativas (poco después aparecieron otras campañas similares de Televisa y empresarios nacionales como el redondeo, etcétera). Lo notable de las palabras del tipejo éste, precedido por las de Azcárraga Jean (lo recuerdo muy bien), es que en ningún momento habló de que era bueno ayudar a la población desprotegida por razones humanitarias, o de beneficios colectivos, mejora en la calidad de vida, o algo por el estilo, sino por la mera conveniencia del que ayuda. Ya verán, entonces, mis estimados ceros lectores, por qué razón el Teletón no tiene un verdadero fin social pues no está pensado para ayudar a pobres, a programas de gobierno, a crear o mejorar infraestructura básica (como drenajes en zonas urbanas como Monterrey, o en zonas rurales en Oaxaca o en Chiapas), sino para lavar nuestra conciencia como sociedad (una suerte de Yom Kippur laico de petatiux).
Que se me entienda bien. No estoy en contra de ayudar a quien lo necesita, menos si se trata de un niño. Pero la simple aritmética desbarata cualquier argumento en favor del Teletón. En un país con cerca de 110 millones de habitantes, de los cuales el 50 por ciento (la mitad, por si no quedó claro) vive en pobreza extrema, y un 30 por ciento adicional vive en algún nivel de pobreza ligeramente superior (80 por ciento de los mexicanos viven en la jodidez más absoluta, disfrazada de muchas formas), el porcentaje de niños con discapacidades (perdón, con capacidades diferentes) es… ¿alguien sabe la cifra? … Nevermind. ¿Alguien imagina esas cantidades de dinero aplicadas a mejorar realmente zonas específicas del país que lo requieren? ¿Alguien imagina que ese dinero gastado en publicidad se invirtiera para llevar servicios básicos, elementales, a regiones que año con año sufren por inundaciones o sequías? ¡No, ¿verdad?! Y sin embargo el Teletón significa una inversión en recursos financieros anuales que podría significar el mejoramiento considerable de regiones enteras del país, en vez de diluirse en ayudas que nadie, absolutamente nadie, fiscaliza y cuya utilidad aún está por verse. Y porque eso mismo, no serviría para chantajear a la población entera del país. Si eso no es hipocresía y falsedad… Así pues, no me opongo a que se le brinde ayuda al desvalido, al necesitado, pero hay que usar la cabeza, hay que hacer cuentas; si no, nos darán cuentas de vidrio… Si se va ayudar al pobre, al miserable, al que de verdad lo necesita, entonces hay que apegarnos a la letra bíblica, pues da más quien da de lo que no tiene, que quien da de lo que le sobra (y además recupera). Si se quiere ayudar a esos niños, habría que ayudar primero a sus padres, habría que ayudar a la sociedad en su conjunto. No hay que darles de comer un día, hay que enseñarles a pescar. No nos engañemos. No conjuguemos el verbo que mejor conjuga el mexicano: Yo me hago pendejo… Tú te haces pendejo… O como decía aquel verso de Jaime Sabines: Mentira que me dije y me creí. Porque no parece ofender a nadie que ocho de cada diez mexicanos viva en un cierto grado de pobreza, mientras hay uno sólo que es el hombre más rico del planeta.
La hipocresía tiene muchos rostros, el más peligroso de los cuales tiene que ver con el hecho de disfrazar la realidad para que nos sea soportable (¿alguien se acuerda de aquella vieja película de los 70, Cuando el destino nos alcance?). Y cuando ese acto de falsificación llega al lenguaje, se vuelve insoportable, pues los eufemismos ocultan todo con tal de que no nos sonroje la insoportable realidad. Como puse en un poema en este espacio en diciembre de 2005, la lengua se vuelve fofa, y más valdría que nos la amputaran cuando no se le usa con vigor y conocimiento. Los niños con discapacidad (ya de por sí un eufemismo) se vuelven personas con capacidades distintas, cuando en realidad la discapacidad es la disminución de las capacidades o habilidades consideradas como normales para funcionar en sociedad. Lo mismo sucede con las putas, que se convierten en sexo-servidoras. Y qué decir de los viejitos, de los ancianos, que ahora son adultos mayores (por consiguiente, debería haber adultos menores: ¿los niños?), o adultos en plentitud (¿de achaques o de qué?). Se Podría seguir ejemplificando hasta llegar al delirio: los presos serían presos personas con capacidades de circulación y laboral limitada, etcétera.
Todo esto no es casual, ni se trata de fenómenos aislados. Es el fruto de un mismo comportamiento social que busca que seamos más egoístas que nunca, que no pensemos en función de un origen sino de un destino (“lo importante es que veamos hacia el futuro”, según sabias palabras de Francisco Labastida Ochoa al congratularse por la exoneración al expresidente Luis Echeverría Álvarez por delitos de lesa humanidad), que vivamos bajo el síndrome del automóvil y del iPod (encerrados en una burbuja que nos aísla del mundo y al cual nos podemos acercar por la radio para evitar infecciones, o desconectarnos con sólo un botón si la realidad nos incomoda) y podamos lavar una vez al año nuestra conciencia a través de un lavado de conciencia colectivo ideado por quienes detentan el poder psicológico de masas en este país y que han logrado, finalmente, supeditar incluso al Estado a sus órdenes (no se nos olvide que la Ley Televisa fue planeada y ofrecida a Fecal para que ganara la presidencia de la República a cambio de que el Estado renunciara a su tutoría y a sus obligaciones; tampoco olvidemos que TV Azteca se robó la señal del Canal 40, al que ahora promueven como un espacio donde se promueven valores de aquellos que supuestamente ayudan a crear un México libre –me pregunto de qué): la pesadilla de George Orwell vuelta realidad, el Gran Hermano ya no necesita vigilar cada acto de sus súbditos porque antes que podamos o queramos hacer algo, ya nos fue condicionado. Si no, ¿entonces para qué es la musiquita que acompaña a todas las noticias en los noticieros de Televisa y TV Azteca? Ese mismo comportamiento mezquino, típico de la derecha reaccionaria, es el que llevó a Manuel Negrete, un ex jugador de fútbol, a apoyar una ridícula campaña del PAN para intentar legislar las manifestaciones en las calles capitalinas. En lugar de exigir que el gobierno solucione los conflictos sociales, mejor desaparecer a los que manifiestan porque, encima de todo, “son gente muy fea”, según decía aquel futbolista. Hasta donde sé, es posible que uno sea tan feo como sea posible, pero en ningún país del mundo eso constituye un delito (como tampoco tener milloones de pesos, dólares y euros en una casa). Pero todo, como pueden ver, es fruto del mismo comportamiento mezquino y egoísta. A unos hay que desaparecerlos del mapa porque son muy feos (el caso de los nazis contra los judíos), a otros hay que ayudarlos porque, pobrecitos, ellos no pidieron nacer con capacidades diferentes. Pero tampoco el feo pidió ser feo, o gordo, o prieto, o patizambo. Por eso digo que estos pobres niños son la coartada perfecta para la hipocresía, la falsedad y el chantaje. “Uy, fíjate, podría ser tu hijo”, es el argumento que se usa para justificar este supuesto acto de generosidad y solidaridad humana. Al parecer, el pobre tampoco pidió ser pobre, y también podría ser cualquiera. En cambio, la riqueza extrema de un solo mexicano, que es el hombre más rico sobre el planeta, no ofende, en contraste con cerca de 80 millones de mexicanos que viven algún tipo de pobreza (disfrazada o paliada con programas sociales cada día más exiguos).
Hay un fenómeno social que los sociólogos llaman procesos de identificación, y básicamente consisten, según yo lo entiendo, en identificarse con una cierta idea, con un ideal que puede ser verdadero o puede ser falso, que puede ser conciente o puede ser inconsciente, que puede ser impuesto desde afuera, o elegido libremente (pero en una sociedad como la nuestra, cómo elegir libremente, si todo nos condiciona). Esa idea ajena a nosotros muchas veces tiene muy poco que ver con quien realmente somos, con nuestra identidad particular (los morenos o prietos que sueñan con un príncipe o princesa azul que los rescate, por ejemplo). Es por eso que el proceso de identificación no es lo mismo que la identidad. Así pues, esta idea ajena casi siempre es una idea fija, un paradigma o estereotipo, un cliché (para utilizar la adecuada palabra francesa que significa, precisamente, esto: imagen fija), que se fija en nuestra mente como la meta a alcanzar. Las telenovelas son la mejor línea de producción de estereotipos, de clichés. Pero hay muchos otros. Pensar que un extranjero nos redimirá de nuestra condición, cualquiera que ésta sea (el eterno sueño de los conservadores del siglo XIX y de no pocos de este nuevo siglo), es sólo uno de éstos. En esos procesos de identificación se puede ver cómo funciona a la perfección lo que he llamado el síndrome del iPod, o mejor aún, el síndrome del automóvil. Encerrados en nuestra cápsula móvil, los peatones y manifestantes son indeseables (“porque son gente muy fea”); los pedigüeños y limosneros de todo tipo deberían ser borrados del mapa porque afean las calles. Pero si el pedigüeño tiene medios, recursos, espacios propios, publicitarios, y corifeos, entonces está bien que pida. ¿Ven la diferencia entre unos que piden y otros? Es incluso más fácil justificar al pedigüeño poderoso que al necesitado, porque el primero lo hace con fines humanitarios, el segundo pide porque es un huevón, porque no se preparó adecuadamente a los retos del México moderno, etcétera. Incluso pensamos que el rico no va a robar “porque no tiene necesidad” (Jorge Hank Rohn en Baja California, Vicente Fox en la Presidencia de la República). Así pues, si no ven la diferencia entre unos y otros, mis queridos cero lectores, es porque forman parte de esa sociedad que prefiere identificarse con los poderosos, con los ricos, con los hombres rubios y de ojos azules. Forman parte de una sociedad que para ocultar sus pecados esgrime juegos de palabras para curar su alma enferma (concediendo que la tengan). Y una sociedad que se oculta tras eufemismos, detrás de palabras y juegos de palabras que disfrazan la realidad, es una sociedad asquerosamente enferma; y esa sociedad me da asco, me repugna vivir entre esa clase de gentuza. Vomito sobre sus valores.
Vuelvo a lo esencial. No perdamos de vista esto. Los niños. Para el Teletón se elige no cualquier clase de niños, sino tales que resulte imposible achacarles absolutamente nada. Niños con capacidades diferentes (¿ven el eufemismo? Si tienen capacidades diferentes, ¿por qué necesitarían ayuda? A menos que esas capacidades no sean diferentes, sino menores, disminuídas). Son la coartada perfecta. Inocentes, desvalidos, son mejores que los pobres, los campesinos, a quienes su jodidez se les puede achacar a muchas causas: falta de preparación, ignorancia, huevonería, el clima, el cambio climático, al corrupción, la geografía nacional, la falta de inversiones. Pero a un niño con capacidades diferentes no hay reproche que se le pueda hacer. Así pues, ¿quién dudaría de alguien que dice quiere ayudarlos? ¡¿Ustedes, mis queridos cero lectores, dudarían de los Boy Scouts?! ¿Verdad que no? Pues deberían. Si hay pederastas en la Iglesia católica (una institución hecha de seres humanos), en el gobierno (en los gobiernos panistas abundan, como todo mundo sabe), y hasta en los Boy Scouts, ¿por qué no habría de haberlos, figurativamente, y a lo mejor ni tan figurativamente, en otros casos? Y los niños con capacidades diferentes son la cortada más perfecta que puede haber, porque en nombre de ellos se puede pedir dinero, y se puede pedir a carretadas, para erigir centros de atención que no son verificados por nadie, cuyos costos nadie conoce (y nadie tiene por qué conocerlos, “¡por el amor de Dios! ¡Se trata de niños!”), pero cuyos costos, a la vez, son recuperables fiscalmente al cien por ciento. Ah, pero sólo si ustedes están en cierto régimen fiscal, y cuentan con un contador. Y las empresas también pueden deducir lo que donen al Teletón. Todo sea por esos pobres niños que necesitan una oportunidad que la sociedad no puede darles. ¿Alguno de ustedes, mis queridos cero lectores, que seguramente ve los programas de Televisa, ha visto en alguna Telenovela a un niño con capacidades diferentes que no sea usado como recurso de chantaje moral, o de burla, en esas mismas telenovelas donde abundan los estereotipos de chicas rubias de ojos verdes y esbelta figura, y chavos y hombres bien mamadolores y con barba cerrada? Ahórrense la respuesta.
Sí. Los niños con capacidades diferentes son la coartada perfecta para el empresaurio insaciable que ve en todas partes una posible fuente para su enriquecimiento. Lo curioso es que de la palabra de poderoso y del rico nadie duda; Poderoso caballero es don dinero, decía el Quijote, y decía bien. Al rico le salen amigos por todas partes, prestamistas que no cobran intereses. ¿No me digan que no se acuerdan del caso de Raúl Salinas, a quien su tocayo Salinas Pliego, entre otros empresarios millonarios, le prestó quién sabe ya cuántos millones de dólares y ni recibo le pidió? Ah, pero si yo le pido a cualquier banco un préstamo para una carcachita, pooooots, piden mil comprobantes y documentos, no me vaya a echar a correr y los deje con un palmo de narices. Al rico lo nacionalizan en un dos por tres, como a Zenli Ye Ghon, le entregan permisos de importación sin dilación, y después, como si se tratara de un asunto chueco, el proceso de nacionalización queda sellado como confidencial. Es decir, los mexicanos no tenemos derecho a saber cómo y quién es ése que fue nacionalizado sin necesidad de cubrir los requisitos que cubren muchos otros extranjeros que son académicos, profesores, investigadores, escritores, artistas, hombre de bien. Los ricos, los poderosos, tienen más derechos que los simples ciudadanos.
Y vean mi mente truculenta y retorcida lo que ha maquinado al exponerles este idílico paisaje que sirve de marco al Teletón. Dado que se supone se trata de una obra que beneficia a ¿cuántos niños? ¿A qué porcentaje de la población nacional? Nevermind; siendo una iniciativa de particulares, que no tiene que ver con programas públicos de atención social, con presupuestos públicos, ni con población en general, sino con un grupo perfectamente delimitado, elegido de antemano, no hay ningún momento en que alguna instancia gubernamental tenga que hacer acto de presencia (si acaso sólo cuando el dinero está en el banco, pero esa es información confidencial [¿no les digo?]). Vamos, ni siquiera un interventor de la SHCP, porque no hay sorteo alguno. Y entonces, lo recaudado no es fiscalizado por absolutamente nadie; increíblemente, la SHCP no puede pedir revisar nada, ni libros negros ni blancos ni de ningún color; no puede solicitar pago de impuestos de ninguna especie porque todo es donación (incluso en muchos casos de materiales, como es el caso del cemento que dona Cemex). Pero aquellos empresarios que pueden, donan al Teletón, sabiendo que recuperarán fiscalmente lo donado. Y, no debe extrañar, de seguro no todos los empresarios que donan al Teletón son blancas palomas. De hecho, es más que probable que no pocos narcotraficantes hayan creado empresas fantasmas que les sirvan para lavar dinero al amparo del Teletón y evitar cualquier fiscalización del gobierno. Y así se lava dinero frente a las narices del gobierno, frente a la sociedad entera, que sólo puede aplaudir, semilobotomizada ante tanta bondad y generosidad.
¿Cómo me atrevo a pensar algo tan sucio en algo que sólo busca el beneficio de inocentes? La verdad no sé, debo de estar enfermo. Supongo que es el entorno. Un país que ofrece adquisiciones de nacionalidad expresso, como el caso de Zenly Ye Ghon, y cuyas actividades ilícitas desatan el racismo colectivo sin que nadie se percate de ello; sin que la Comisión contra la discriminación alce la voz por el linchamiento colectivo hacia este mexicano de origen chino a quien ya todos los medios de comunicación han declarado ya culpable y sentenciado con el látigo de su desprecio; sin que nadie se pregunte por qué el gobierno panista (el actual y el pasado) es inocente y nadie pida llamar a cuentas al mejor presidente de la historia (como la revista de TV Azteca, Vértigo, lo llamó) ni al presidente al que le esperan los seis mejores años de la historia de este país; el país en que a un asesino como Luis Echeverría se le exonera de crímenes de lesa humanidad, y su correligionario de partido, Francisco Labastida Ochoa, sólo se le ocurre afirmar: “Hay que ver hacia el futuro”, una perla digna del Mochaorejas o de Zenly Ye Ghon, para no ir más lejos. Una país que, en fin, vive a la sombra de la sospecha de que todo es fraudulento, ilegítimo, ilegal, a menos que esté amparado por la ley, o por la moral y el chantaje.
No, mis estimados cero lectores, el Teletón es el proceso pavloviano de condicionamiento más asombroso de la historia. Ni a Hitler ni a Goebbels se les habría ocurrido algo así. No sólo lavado de cerebro colectivo, sino condicionamiento. Lo vuelvo a decir: el sueño de Orwell vuelto realidad. Apoyar al Teletón es apoyar un comportamiento ilegítimo, falaz, hipócrita, egoísta. Es seguir apoyando la mentira y el chantaje como discurso moral. Es dejarse guiar por el texto y no por el espíritu del texto; es fijarse en el texto de la ley, en el imperio de la ley, sin importar si eso es ilegítimo, abusivo, o injusto. Es darle mayor peso a la imagen (¿no ha sido siempre esa la preocupación de los empresarios cuando hay un conflicto social: la imagen en vez de la justicia? ¿La exterioridad en vez de lo sustancial?) que a lo esencial. Es proponer ayudar a alguien porque mejora nuestra imagen, y no porque sea lo justo. Es pedir la expulsión de los pobres porque afean las calles de la ciudad, exigir que se legislen las manifestaciones, en vez de pedir que se arreglen los problemas de raíz. Es, en pocas palabras, pensar sólo en mí, para evitar pensar en los millones de otros que no tienen voz ni voto, y que no saben lo que quieren.
Cuando la ley lo es todo, y se le evoca para justificar lo que sea, no hay lugar para el hombre, para la dignidad, para la justicia. Algo debería decirnos el nombre de Edmundo Dantés.
¿Alguien quiere defender al Teletón todavía?
Para empezar, hay dos aspectos que nadie debe pasar por alto. Primero, la principal empresa que organiza el Teletón es la que lo transmite en cadena nacional, la misma empresa cuyos personeros defendieron hace no menos de un par de meses una ley de televisión completamente abusiva y anticonstitucional que fue conocida por su nombre, Televisa, y que el primer dueño de esa empresa alguna vez afirmó que ellos trabajaban para mantener entretenidos a los jodidos, sin ocultar su desprecio en esa frase. Esa misma empresa, que se creó al amparo del poder presidencial cuando éste era absoluto, cuyos pagos impositivos nadie conoce, y cuyos privilegios y ganancias exceden con mucho lo que cualquier persona normal podría siquiera imaginar, es la misma que organiza este supuesto festival para recaudar fondos para un grupo muy específico de la población nacional, que no es, ni con mucho, representativa del resto de la población. Es la misma empresa que ha manipulado a hombres y mujeres en sus programas, difundiendo estereotipos, tanto masculinos como femeninos, que no representan ni a la mujer ni al hombre promedio nacional, y que sí generan tratos de abierta discriminación. Segundo, la mayoría de las empresas que participan en el Teletón son integrantes del Consejo de la Comunicación Empresarial, “voz de las empresas” como ellos mismos se llaman, que es la organizaación empresarial que desató la campaña de odio contra AMLO en la pasada elección presidencial; son las mismas empresas que siempre se preocupan por la imagen del país, pero no por la realidad (léase, por los manifestantes pero no por poner solución a lo que los lleva a la calle); son las mismas empresas que han desarrollado esa campaña contra la corrupción (ustedes recordarán que uno de los primeros posts de este blog estuvo, precisamente, dedicado a esa campaña) cuyo objetivo está centrado en los ciudadanos y no las empresas (esas mismas que hace no menos de dos meses fueron señaladas por una investigación de Transparencia mexicana como la principal fuente de corrupción en el país, las que más corrompen al gobierno; ergo: no los ciudadanos, sino los empresarios, son los corruptos).
Visto de esta manera, se puede afirmar, sin exagerar un ápice, que el Teletón es el fruto de un pacto entre mafiosos. Así de sencillo. Como cualquier grupo de criminales, para cometer el crimen perfecto, hay que elaborar una coartada. Y es mejor aún si se tienen testigos que certifiquen que no se estuvo en la escena del crimen. Y el crimen es más perfecto aún si conseguimos que durante el crimen nadie realmente lo vea, sino que con actos de magia y prestidigitación vean otra cosa. Y todavía mejor si, además, la gente aplaude, y hasta las más altas autoridades del país se ven forzadas a participar en la farsa. Eso es el Teletón: una cortina de humo que oculta el crimen, que oculta la hipocresía, la falsedad.
Quiero recordarles, mis cero lectores, que hace ya muchos años, perdido en alguno de los noticieros de Televisa, vi una nota que me llamó la atención. En uno de esos eventos de industriales que Televisa suele organizar, o en los que participa con singular alegría, un tipejo de España hablaba de las bondades de la participación de las empresas privadas en obras de beneficencia, en cómo el solo hecho de participar en esta clase de actividades mejoraba la imagen de las empresas ante la población. En otras palabras: lo que todo mafioso sueña, hecho realidad: ganar respetabilidad engañando a los demás. No recuerdo bien si cuando vi esa nota, ya existía el Teletón (creo que sí, tenía como dos o tres años de transmitirse), pero en todo caso, me quedó clarísimo que ése era el sustrato ideológico que sustentaba este tipo de iniciativas (poco después aparecieron otras campañas similares de Televisa y empresarios nacionales como el redondeo, etcétera). Lo notable de las palabras del tipejo éste, precedido por las de Azcárraga Jean (lo recuerdo muy bien), es que en ningún momento habló de que era bueno ayudar a la población desprotegida por razones humanitarias, o de beneficios colectivos, mejora en la calidad de vida, o algo por el estilo, sino por la mera conveniencia del que ayuda. Ya verán, entonces, mis estimados ceros lectores, por qué razón el Teletón no tiene un verdadero fin social pues no está pensado para ayudar a pobres, a programas de gobierno, a crear o mejorar infraestructura básica (como drenajes en zonas urbanas como Monterrey, o en zonas rurales en Oaxaca o en Chiapas), sino para lavar nuestra conciencia como sociedad (una suerte de Yom Kippur laico de petatiux).
Que se me entienda bien. No estoy en contra de ayudar a quien lo necesita, menos si se trata de un niño. Pero la simple aritmética desbarata cualquier argumento en favor del Teletón. En un país con cerca de 110 millones de habitantes, de los cuales el 50 por ciento (la mitad, por si no quedó claro) vive en pobreza extrema, y un 30 por ciento adicional vive en algún nivel de pobreza ligeramente superior (80 por ciento de los mexicanos viven en la jodidez más absoluta, disfrazada de muchas formas), el porcentaje de niños con discapacidades (perdón, con capacidades diferentes) es… ¿alguien sabe la cifra? … Nevermind. ¿Alguien imagina esas cantidades de dinero aplicadas a mejorar realmente zonas específicas del país que lo requieren? ¿Alguien imagina que ese dinero gastado en publicidad se invirtiera para llevar servicios básicos, elementales, a regiones que año con año sufren por inundaciones o sequías? ¡No, ¿verdad?! Y sin embargo el Teletón significa una inversión en recursos financieros anuales que podría significar el mejoramiento considerable de regiones enteras del país, en vez de diluirse en ayudas que nadie, absolutamente nadie, fiscaliza y cuya utilidad aún está por verse. Y porque eso mismo, no serviría para chantajear a la población entera del país. Si eso no es hipocresía y falsedad… Así pues, no me opongo a que se le brinde ayuda al desvalido, al necesitado, pero hay que usar la cabeza, hay que hacer cuentas; si no, nos darán cuentas de vidrio… Si se va ayudar al pobre, al miserable, al que de verdad lo necesita, entonces hay que apegarnos a la letra bíblica, pues da más quien da de lo que no tiene, que quien da de lo que le sobra (y además recupera). Si se quiere ayudar a esos niños, habría que ayudar primero a sus padres, habría que ayudar a la sociedad en su conjunto. No hay que darles de comer un día, hay que enseñarles a pescar. No nos engañemos. No conjuguemos el verbo que mejor conjuga el mexicano: Yo me hago pendejo… Tú te haces pendejo… O como decía aquel verso de Jaime Sabines: Mentira que me dije y me creí. Porque no parece ofender a nadie que ocho de cada diez mexicanos viva en un cierto grado de pobreza, mientras hay uno sólo que es el hombre más rico del planeta.
La hipocresía tiene muchos rostros, el más peligroso de los cuales tiene que ver con el hecho de disfrazar la realidad para que nos sea soportable (¿alguien se acuerda de aquella vieja película de los 70, Cuando el destino nos alcance?). Y cuando ese acto de falsificación llega al lenguaje, se vuelve insoportable, pues los eufemismos ocultan todo con tal de que no nos sonroje la insoportable realidad. Como puse en un poema en este espacio en diciembre de 2005, la lengua se vuelve fofa, y más valdría que nos la amputaran cuando no se le usa con vigor y conocimiento. Los niños con discapacidad (ya de por sí un eufemismo) se vuelven personas con capacidades distintas, cuando en realidad la discapacidad es la disminución de las capacidades o habilidades consideradas como normales para funcionar en sociedad. Lo mismo sucede con las putas, que se convierten en sexo-servidoras. Y qué decir de los viejitos, de los ancianos, que ahora son adultos mayores (por consiguiente, debería haber adultos menores: ¿los niños?), o adultos en plentitud (¿de achaques o de qué?). Se Podría seguir ejemplificando hasta llegar al delirio: los presos serían presos personas con capacidades de circulación y laboral limitada, etcétera.
Todo esto no es casual, ni se trata de fenómenos aislados. Es el fruto de un mismo comportamiento social que busca que seamos más egoístas que nunca, que no pensemos en función de un origen sino de un destino (“lo importante es que veamos hacia el futuro”, según sabias palabras de Francisco Labastida Ochoa al congratularse por la exoneración al expresidente Luis Echeverría Álvarez por delitos de lesa humanidad), que vivamos bajo el síndrome del automóvil y del iPod (encerrados en una burbuja que nos aísla del mundo y al cual nos podemos acercar por la radio para evitar infecciones, o desconectarnos con sólo un botón si la realidad nos incomoda) y podamos lavar una vez al año nuestra conciencia a través de un lavado de conciencia colectivo ideado por quienes detentan el poder psicológico de masas en este país y que han logrado, finalmente, supeditar incluso al Estado a sus órdenes (no se nos olvide que la Ley Televisa fue planeada y ofrecida a Fecal para que ganara la presidencia de la República a cambio de que el Estado renunciara a su tutoría y a sus obligaciones; tampoco olvidemos que TV Azteca se robó la señal del Canal 40, al que ahora promueven como un espacio donde se promueven valores de aquellos que supuestamente ayudan a crear un México libre –me pregunto de qué): la pesadilla de George Orwell vuelta realidad, el Gran Hermano ya no necesita vigilar cada acto de sus súbditos porque antes que podamos o queramos hacer algo, ya nos fue condicionado. Si no, ¿entonces para qué es la musiquita que acompaña a todas las noticias en los noticieros de Televisa y TV Azteca? Ese mismo comportamiento mezquino, típico de la derecha reaccionaria, es el que llevó a Manuel Negrete, un ex jugador de fútbol, a apoyar una ridícula campaña del PAN para intentar legislar las manifestaciones en las calles capitalinas. En lugar de exigir que el gobierno solucione los conflictos sociales, mejor desaparecer a los que manifiestan porque, encima de todo, “son gente muy fea”, según decía aquel futbolista. Hasta donde sé, es posible que uno sea tan feo como sea posible, pero en ningún país del mundo eso constituye un delito (como tampoco tener milloones de pesos, dólares y euros en una casa). Pero todo, como pueden ver, es fruto del mismo comportamiento mezquino y egoísta. A unos hay que desaparecerlos del mapa porque son muy feos (el caso de los nazis contra los judíos), a otros hay que ayudarlos porque, pobrecitos, ellos no pidieron nacer con capacidades diferentes. Pero tampoco el feo pidió ser feo, o gordo, o prieto, o patizambo. Por eso digo que estos pobres niños son la coartada perfecta para la hipocresía, la falsedad y el chantaje. “Uy, fíjate, podría ser tu hijo”, es el argumento que se usa para justificar este supuesto acto de generosidad y solidaridad humana. Al parecer, el pobre tampoco pidió ser pobre, y también podría ser cualquiera. En cambio, la riqueza extrema de un solo mexicano, que es el hombre más rico sobre el planeta, no ofende, en contraste con cerca de 80 millones de mexicanos que viven algún tipo de pobreza (disfrazada o paliada con programas sociales cada día más exiguos).
Hay un fenómeno social que los sociólogos llaman procesos de identificación, y básicamente consisten, según yo lo entiendo, en identificarse con una cierta idea, con un ideal que puede ser verdadero o puede ser falso, que puede ser conciente o puede ser inconsciente, que puede ser impuesto desde afuera, o elegido libremente (pero en una sociedad como la nuestra, cómo elegir libremente, si todo nos condiciona). Esa idea ajena a nosotros muchas veces tiene muy poco que ver con quien realmente somos, con nuestra identidad particular (los morenos o prietos que sueñan con un príncipe o princesa azul que los rescate, por ejemplo). Es por eso que el proceso de identificación no es lo mismo que la identidad. Así pues, esta idea ajena casi siempre es una idea fija, un paradigma o estereotipo, un cliché (para utilizar la adecuada palabra francesa que significa, precisamente, esto: imagen fija), que se fija en nuestra mente como la meta a alcanzar. Las telenovelas son la mejor línea de producción de estereotipos, de clichés. Pero hay muchos otros. Pensar que un extranjero nos redimirá de nuestra condición, cualquiera que ésta sea (el eterno sueño de los conservadores del siglo XIX y de no pocos de este nuevo siglo), es sólo uno de éstos. En esos procesos de identificación se puede ver cómo funciona a la perfección lo que he llamado el síndrome del iPod, o mejor aún, el síndrome del automóvil. Encerrados en nuestra cápsula móvil, los peatones y manifestantes son indeseables (“porque son gente muy fea”); los pedigüeños y limosneros de todo tipo deberían ser borrados del mapa porque afean las calles. Pero si el pedigüeño tiene medios, recursos, espacios propios, publicitarios, y corifeos, entonces está bien que pida. ¿Ven la diferencia entre unos que piden y otros? Es incluso más fácil justificar al pedigüeño poderoso que al necesitado, porque el primero lo hace con fines humanitarios, el segundo pide porque es un huevón, porque no se preparó adecuadamente a los retos del México moderno, etcétera. Incluso pensamos que el rico no va a robar “porque no tiene necesidad” (Jorge Hank Rohn en Baja California, Vicente Fox en la Presidencia de la República). Así pues, si no ven la diferencia entre unos y otros, mis queridos cero lectores, es porque forman parte de esa sociedad que prefiere identificarse con los poderosos, con los ricos, con los hombres rubios y de ojos azules. Forman parte de una sociedad que para ocultar sus pecados esgrime juegos de palabras para curar su alma enferma (concediendo que la tengan). Y una sociedad que se oculta tras eufemismos, detrás de palabras y juegos de palabras que disfrazan la realidad, es una sociedad asquerosamente enferma; y esa sociedad me da asco, me repugna vivir entre esa clase de gentuza. Vomito sobre sus valores.
Vuelvo a lo esencial. No perdamos de vista esto. Los niños. Para el Teletón se elige no cualquier clase de niños, sino tales que resulte imposible achacarles absolutamente nada. Niños con capacidades diferentes (¿ven el eufemismo? Si tienen capacidades diferentes, ¿por qué necesitarían ayuda? A menos que esas capacidades no sean diferentes, sino menores, disminuídas). Son la coartada perfecta. Inocentes, desvalidos, son mejores que los pobres, los campesinos, a quienes su jodidez se les puede achacar a muchas causas: falta de preparación, ignorancia, huevonería, el clima, el cambio climático, al corrupción, la geografía nacional, la falta de inversiones. Pero a un niño con capacidades diferentes no hay reproche que se le pueda hacer. Así pues, ¿quién dudaría de alguien que dice quiere ayudarlos? ¡¿Ustedes, mis queridos cero lectores, dudarían de los Boy Scouts?! ¿Verdad que no? Pues deberían. Si hay pederastas en la Iglesia católica (una institución hecha de seres humanos), en el gobierno (en los gobiernos panistas abundan, como todo mundo sabe), y hasta en los Boy Scouts, ¿por qué no habría de haberlos, figurativamente, y a lo mejor ni tan figurativamente, en otros casos? Y los niños con capacidades diferentes son la cortada más perfecta que puede haber, porque en nombre de ellos se puede pedir dinero, y se puede pedir a carretadas, para erigir centros de atención que no son verificados por nadie, cuyos costos nadie conoce (y nadie tiene por qué conocerlos, “¡por el amor de Dios! ¡Se trata de niños!”), pero cuyos costos, a la vez, son recuperables fiscalmente al cien por ciento. Ah, pero sólo si ustedes están en cierto régimen fiscal, y cuentan con un contador. Y las empresas también pueden deducir lo que donen al Teletón. Todo sea por esos pobres niños que necesitan una oportunidad que la sociedad no puede darles. ¿Alguno de ustedes, mis queridos cero lectores, que seguramente ve los programas de Televisa, ha visto en alguna Telenovela a un niño con capacidades diferentes que no sea usado como recurso de chantaje moral, o de burla, en esas mismas telenovelas donde abundan los estereotipos de chicas rubias de ojos verdes y esbelta figura, y chavos y hombres bien mamadolores y con barba cerrada? Ahórrense la respuesta.
Sí. Los niños con capacidades diferentes son la coartada perfecta para el empresaurio insaciable que ve en todas partes una posible fuente para su enriquecimiento. Lo curioso es que de la palabra de poderoso y del rico nadie duda; Poderoso caballero es don dinero, decía el Quijote, y decía bien. Al rico le salen amigos por todas partes, prestamistas que no cobran intereses. ¿No me digan que no se acuerdan del caso de Raúl Salinas, a quien su tocayo Salinas Pliego, entre otros empresarios millonarios, le prestó quién sabe ya cuántos millones de dólares y ni recibo le pidió? Ah, pero si yo le pido a cualquier banco un préstamo para una carcachita, pooooots, piden mil comprobantes y documentos, no me vaya a echar a correr y los deje con un palmo de narices. Al rico lo nacionalizan en un dos por tres, como a Zenli Ye Ghon, le entregan permisos de importación sin dilación, y después, como si se tratara de un asunto chueco, el proceso de nacionalización queda sellado como confidencial. Es decir, los mexicanos no tenemos derecho a saber cómo y quién es ése que fue nacionalizado sin necesidad de cubrir los requisitos que cubren muchos otros extranjeros que son académicos, profesores, investigadores, escritores, artistas, hombre de bien. Los ricos, los poderosos, tienen más derechos que los simples ciudadanos.
Y vean mi mente truculenta y retorcida lo que ha maquinado al exponerles este idílico paisaje que sirve de marco al Teletón. Dado que se supone se trata de una obra que beneficia a ¿cuántos niños? ¿A qué porcentaje de la población nacional? Nevermind; siendo una iniciativa de particulares, que no tiene que ver con programas públicos de atención social, con presupuestos públicos, ni con población en general, sino con un grupo perfectamente delimitado, elegido de antemano, no hay ningún momento en que alguna instancia gubernamental tenga que hacer acto de presencia (si acaso sólo cuando el dinero está en el banco, pero esa es información confidencial [¿no les digo?]). Vamos, ni siquiera un interventor de la SHCP, porque no hay sorteo alguno. Y entonces, lo recaudado no es fiscalizado por absolutamente nadie; increíblemente, la SHCP no puede pedir revisar nada, ni libros negros ni blancos ni de ningún color; no puede solicitar pago de impuestos de ninguna especie porque todo es donación (incluso en muchos casos de materiales, como es el caso del cemento que dona Cemex). Pero aquellos empresarios que pueden, donan al Teletón, sabiendo que recuperarán fiscalmente lo donado. Y, no debe extrañar, de seguro no todos los empresarios que donan al Teletón son blancas palomas. De hecho, es más que probable que no pocos narcotraficantes hayan creado empresas fantasmas que les sirvan para lavar dinero al amparo del Teletón y evitar cualquier fiscalización del gobierno. Y así se lava dinero frente a las narices del gobierno, frente a la sociedad entera, que sólo puede aplaudir, semilobotomizada ante tanta bondad y generosidad.
¿Cómo me atrevo a pensar algo tan sucio en algo que sólo busca el beneficio de inocentes? La verdad no sé, debo de estar enfermo. Supongo que es el entorno. Un país que ofrece adquisiciones de nacionalidad expresso, como el caso de Zenly Ye Ghon, y cuyas actividades ilícitas desatan el racismo colectivo sin que nadie se percate de ello; sin que la Comisión contra la discriminación alce la voz por el linchamiento colectivo hacia este mexicano de origen chino a quien ya todos los medios de comunicación han declarado ya culpable y sentenciado con el látigo de su desprecio; sin que nadie se pregunte por qué el gobierno panista (el actual y el pasado) es inocente y nadie pida llamar a cuentas al mejor presidente de la historia (como la revista de TV Azteca, Vértigo, lo llamó) ni al presidente al que le esperan los seis mejores años de la historia de este país; el país en que a un asesino como Luis Echeverría se le exonera de crímenes de lesa humanidad, y su correligionario de partido, Francisco Labastida Ochoa, sólo se le ocurre afirmar: “Hay que ver hacia el futuro”, una perla digna del Mochaorejas o de Zenly Ye Ghon, para no ir más lejos. Una país que, en fin, vive a la sombra de la sospecha de que todo es fraudulento, ilegítimo, ilegal, a menos que esté amparado por la ley, o por la moral y el chantaje.
No, mis estimados cero lectores, el Teletón es el proceso pavloviano de condicionamiento más asombroso de la historia. Ni a Hitler ni a Goebbels se les habría ocurrido algo así. No sólo lavado de cerebro colectivo, sino condicionamiento. Lo vuelvo a decir: el sueño de Orwell vuelto realidad. Apoyar al Teletón es apoyar un comportamiento ilegítimo, falaz, hipócrita, egoísta. Es seguir apoyando la mentira y el chantaje como discurso moral. Es dejarse guiar por el texto y no por el espíritu del texto; es fijarse en el texto de la ley, en el imperio de la ley, sin importar si eso es ilegítimo, abusivo, o injusto. Es darle mayor peso a la imagen (¿no ha sido siempre esa la preocupación de los empresarios cuando hay un conflicto social: la imagen en vez de la justicia? ¿La exterioridad en vez de lo sustancial?) que a lo esencial. Es proponer ayudar a alguien porque mejora nuestra imagen, y no porque sea lo justo. Es pedir la expulsión de los pobres porque afean las calles de la ciudad, exigir que se legislen las manifestaciones, en vez de pedir que se arreglen los problemas de raíz. Es, en pocas palabras, pensar sólo en mí, para evitar pensar en los millones de otros que no tienen voz ni voto, y que no saben lo que quieren.
Cuando la ley lo es todo, y se le evoca para justificar lo que sea, no hay lugar para el hombre, para la dignidad, para la justicia. Algo debería decirnos el nombre de Edmundo Dantés.
¿Alguien quiere defender al Teletón todavía?