martes, enero 03, 2006

Seriedad y mamonería de la literatura

A mis cero lectores les agradará saber que la literatura es un asunto serio, pero ¿debe ser solemne? ¿Qué diferencia hay entre una y otra? En otras palabras, la seriedad de la literatura es similar (¿lo mismo pero más barato? ¡Bah!) a la seriedad del fútbol, o de ser Rebelde, o fresa, o irle a las chivas. Sí, es un asunto serio, pero no debe ser un asunto de egos, de mamonerías. Ya es asunto bastante serio componer un poema o concebir una novela, para encima de todo ponerse a pontificar sobre algún tema, cualquiera que éste sea.

Por recomendación de uno de mis cero lectores, me puse a checar otros blogs, algunos de los cuales me agradaron pero otros no. El principal asunto que me llamó la atención es el hecho de que todos comparten un cierto tono de mamonería. A lo mejor hasta el mío propio tiene ese rasgo. Por ejemplo, ¿a quién le importa el aniversario luctuoso de Mozart o el de un desconocido alemán de la primera mitad del pasado siglo, como Benn? ¿Quién, fuera de yo, lo ha leído? Eso es una mamonería. Y no me estoy curando en salud. Sólo señalo que todos pecan de cierta mamonería. Por ejemplo, celebrar un aniversario de Acteal cuando ni siquiera se lo vivió, ¿no es una mamonería absoluta? Igual que la mía, que mis obsesiones. O a lo mejor peor. Qué sé yo.

Sí, la literatura es un asunto serio. Cuando hablo de ello con Javier Armas o Jorge Solís, solemos abordar nuestros problemas literarios con la seriedad que el asunto amerita, pero nunca nos ponemos a pontificar sobre el sentido de la literatura, qué significa ser escritor hoy día, o pendejadas de ese talante, que por lo demás sabrá Dios que chingados quieran decir. Pero hay muchos que creen que en eso consiste la literatura. En algún tipo de neta que nos va a aclarar la vida; y lo que no saben es que es a la inversa.

Hace años, cuando entré en una crisis creativa, yo era de los que pendejamente pensaba que si dejara de escribir no podría hacer nada. ¿Cuántas veces hemos escuchado semejante rebuzno y lo creemos, lo compramos completito? Cuando entré en crisis, casi dejé de escribir, y lo que la vida me enseñó es que se pueden hacer muchas otras cosas. Así empecé a traducir, por incapacidad creadora. Pude haber hecho muchas otras cosas, y de hecho las hice, y sigo haciéndolas.

Sí, la literatura es un asunto demasiado serio como para dejárselo sólo a los escritores, y que ellos crean que tienen la última palabra, cuando a veces no tienen siquiera la primera.

Y volviendo a lo de los blogs, yo no comparto esa idea deformante de la literatura comprometida. Es más, me vale madre todo compromiso de ese tipo. Pero hay quienes sí creen en eso. Está bien. En algo hay que ocupar las horas perdidas. No todo es pornografía por Internet. Puedo entender eso. Lo que no entiendo, o más bien, no soporto, es la solemnidad, la mamonería en pleno. En uno de esos blogs, había un listado de enlaces a otros blogs. Algunos nombres me suenan, otros de plano no sé ni quién chingados sea el autor, y la verdad me vale madres, a menos que alguien me recomiende su lectura. Entre los que había en la lista de enlaces, estaba el de Jorge Volpi. Y, digo, como fuimos compañeros de beca en el Centro Mexicano de Escritores, me alenté a asomarme a ver qué estaba escribiendo el buen Volpi. ¡Y no mamen! Casi me da un ataque de catalepsia catabrónica. No sé a Volpi, pero a mí no me interesa leer una sola página donde aparezca el nombre de Carlos Fuentes, además pontificando sobre Terra Nostra. ¡Puta madre! Si Fuentes es ilegible y escribe puras pendejadas, además de que cada día escribe peor —cuando lo normal es que con el tiempo uno escriba mejor. Pero bueno, ya sabemos que Fuentes no tiene respeto por sí mismo. ¿Por qué razón Volpi escribe semejantes mamadas sobre un autor perfectamente prescindible y además insoportable? Ya sabemos porqué, porque hay que colgarse del otro a falta de mejor cosa que hacer. Y lo peor de todo, en el blog de Volpi hay enlaces a otros blogs de otros cabrones, y en el colmo de la pedantería, en cada caso viene la ciudad a la que pertenece cada ojete: Buenos Aires, Nueva York, y sepa la madre qué otras pinches ciudades, como para decirnos a los demás, yo sólo me junto con cosmopolitas, no con pobres proletarios del tercer mundo o algo así. De verdad que ni siquiera me asomé a alguno de ellos. No sé quiénes sean esos tipos, ni me interesa. Si valieran la pena, no estarían en el blog de Volpi. Así de simple.

Ésa es la mamonería que no aguanto. No seguí leyendo. Cerré el blog y me fui a tomar una cerveza al Zinco.

Por favor, dejemos la mamonería para los mamones, para los solemnes que siempre necesitan una tribuna, o un micrófono. La vida es la que vale la pena, la literatura viene después, cuando viene. Pero si no viene, no importa, algo más vendrá. Lo que importa es el compromiso con la literatura, cómo se trabaja la palabra, cómo se maneja el lenguaje. Esa es la literatura comprometida que importa, la que de verdad interesa. Cómo teoricemos o desentreñemos los misterios o dificultades de otras literaturas, de otros autores, es parte de esa experiencia. Vivirla es más importante que los compromisos externos, cualquiera que éstos sean: Acteal, el Peje, o lo que sea, aquí en México, en Pachuca, en Buenos Aires, en Milán, en Sevilla o en Nuevo León, da igual. Por eso el escritor trabaja con palabras y no con otra cosa. No seamos solemnes, seamos serios, que es diferente. Y gracias por los insultos, make my day.

2 comentarios:

  1. Anónimo5:08 p.m.

    Literatura y seriedad; un punto de vista
    Estimado José Manuel:

    Tras leer tu nota, me pregunto cómo puede uno ponerse a salvo de las definiciones, postulados y, sobre todo, de los juicios. Da lo mismo si eres escritor, artista plástico, bailarín, político o futbolista. Quizá tengas mejores oportunidades como contador, médico o banquero, por la oscuridad en que operan.
    Conozco pintores que comenzaron como poetas y hoy opinan que la poesía es una mamonería, un arte para mangantes que se entretienen con las palabras y que producen escritos con tantos significados posibles que en realidad carecen de significado. Y si les muestras un poema de Gorostiza, de Villaurrutia o de Paz, te dicen que la poesía murió con este último.
    Por otra parte conozco poetas que coinciden con aquellos pintores en la idea de que la poesía ha perdido vigor y hoy abundan los poetas sin alma, perdidos en el juego de las palabras. Sin embargo, sostienen que hay un renacimiento de la poesía y que tal fenómeno encarna en unos cuantos genios selectos. ¿Quienes son esos verbos encarnados? Fácil: ellos, sus amigos y unos cuantos más con los que tienen compromisos. Son las nuevas autoridades de la crítica… y hay que ver cómo pierden el tiempo en las revistas, diarios y semanarios; hay que ver cómo se apedrean unos a otros, en defensa de su estatus y/o el de sus “seres queridos”.
    Tengo un viejo amigo, químico y matemático con todos los grados académicos que un mortal mexicano puede obtener en este país y en varios más. Participó en un taller de redacción que organizamos, con otros camaradas, hará un año. Para sorpresa de los talleristas, el matemático mostró una extraordinaria habilidad para escribir cuentos de muy buena factura. Por ejemplo, la historia de un hombre que desconfiaba tanto de los médicos que decidió estudiar medicina y cirugía avanzada para operarse a sí mismo. Fue la manera más respetuosa que encontró para decirnos que la técnica de escribir, para él, es una trivialidad. Cualquiera puede escribir, pero no cualquiera puede crear un álgebra especial para dotar a un sistema electrónico con inteligencia artificial.
    Conozco poetas que, para alimentar su ego, escriben novelas a manera de “ejercicios”. También conozco cuentistas y novelistas que, de vez en cuando, escriben poemas; lo hacen reloj en mano, para demostrar que un soneto puede crearse en cinco minutos. O en 10 minutos, si son versos alejandrinos.
    Hace 40 años, escribí un poema de versos libres, con la intención de impresionar a una mujer que me encantaba: mi maestra de literatura española en la secundaria. Se lo mostré y ella lo leyó respetuosamente. Después de dijo: “Está muy bien, pero pienso que debieras tratar de convertirlo en un soneto.” Era la musa y me puso a chambear.
    En 1968, mi madre me regaló una máquina de escribir para que pudiera yo mejorar la presentación de mis tareas escolares. Lo malo fue que yo no sabía escribir en máquina y tuve que improvisar: primero, un solo dedo para todo; después, dos dedos. (En el presente, a veces logro usar cuatro.) Fue en ese año olímpico que, una tarde, después de haber fumado marihuana por vez primera, tuve una idea genial: en mi pensamiento había muchas fantasías desordenadas; había también muchas ideas que me atormentaban. Y ahí estaba la máquina de escribir, que en aquel momento me pareció un instrumento tecnológico que podía poner remedio tanto al desorden de mis fantasías como a la incomodidad de algunos de mis pensamientos: tan sencillo como sacarlos de mi cabeza, vía las teclas, para depositarlos sobre una hoja de papel. Casi un exorcismo. El resultado fue un cuento acerca de un nazi que, en el decenio de los 60, se ganaba la vida como asesino a sueldo. Como en la guerra perdió una mano, utilizaba un garfio y éste era su instrumento básico de trabajo. Ganó mucho dinero y, en algún momento, después de un trabajo muy bien pagado, decidió retirarse. Se refugió en un paraje sudamericano, del tipo paradisiaco; una hermosa finca, un par de mujeres muy bellas, buena comida, buena bebida… vaya, el sueño hawaiano. Lamentablemente, al llegar al ocio, no fue capaz de deshacerse de los recuerdos relacionados con su infame actividad y esto le llevó a una culpa permanente. Moraleja: si decidiste ser nazi, no seas pendejo y renuncia a la culpa.
    Ya era yo escritor. Bonita etiqueta para cultivar un futuro. Cuando un individuo decide que es algo, lo que sea, queda, como dicen hoy, “blindado”. Ya puede fracasar en lo que le dé la gana pues, por principio, su identidad está a salvo.
    En la medida que se soltó la pluma (la máquina de escribir se descompuso), poco a poco se abrió un universo paralelo al de mi actividad como estudiante de preparatoria y, después, de varias licenciaturas que inicié y jamás concluí en la Facultad de Química. La química y sus ramales eran solamente el terreno lodoso del mundo capitalista que aguardaba para explotarme. En cambio, la literatura era mi verdadero ámbito, la madera de mi ser y también el camino hacia la eternidad. Y para lubricar el tránsito por ese pasaje, selectivo por lo estrecho, probó ser útil la técnica de la maldición; es decir, ante la similitud que hay entre un escritor y un dios, si no eres realmente un dios entonces tienes que estar maldito. Digamos como Abdul Alhazred, el árabe loco, autor del Necronomicón.
    Si estás maldito, debes consumir drogas o alcohol o ambas cosas. Debe excederte en todo y especialmente con el sexo. Son “vivencias” cuya intensidad parece depender del número de desgarraduras que apliques o te apliquen. Y como el sexo simple es poco literario, hay que combinarlo con amor, pasión y una actitud diletante que, en general, se da mejor cuando el terreno de práctica es turgente, como el cuerpo de una joven mujer. En ese entorno, Poe es un ídolo, mientras Dumas resulta insulso.
    Lo malo de no ser realmente un dios es que, de vez en cuando, tienes que bajar del cielo o emerger del inframundo para ponerte una corbata o hacer dos caravanas y así abrir un hueco para obtener el alimento del dios que habita en tu escritorio. Si no tienes reservas en el banco, tienes que buscar chamba, y en tu oficio la hay de dos tipos: en tareas editoriales o como autor por encargo. Habitualmente comienzas por las primeras, porque los editores no suelen contratar a autores desconocidos y sin “prestigio”. Tan horrible situación se acentúa cuando el escritor de tu libreto decidió ubicarte en un país como México en vez de hacerlo en un país desarrollado.
    La técnica se vuelve importante. A los editores no les gusta que en sus libros aparezcan cosas como “Haber si es posible terminar esta relación antes de un año”. Insisten en que “haber” y “a ver” no significan lo mismo, aunque el oído se empeñe en igualar esas expresiones. Y te preguntas: ¿dónde coños dejé esos numerosos cursos de gramática española que me dieron en la primaria y el bachillerato? “Aún” lleva acento cuando significa “todavía”, y el hiato se elimina para decir “incluso”. ¿Por qué hay todavía entusiastas del pretérito pluscuamperfecto que no lo reconocen como el antecopretérito? Ante la necesidad de pagar la renta y de pasar por el supermercado, cuando te dan la chamba de corrector no te queda otro remedio que el de aprender esas reglas; las llamas mamadas, pero igual los tumbaburros de la Academia te caen encima.
    Revisar los escritos de otras personas te exige una transformación similar a la que sufren los tejidos de los leprosos: la única ruta posible para la lepra es la insensibilidad, de manera que la evidencia, la pústula, no te duela mientras la observas y estudias. Lamentablemente, la tarea cotidiana de buscar, asear y, a veces, resanar pústulas, te aleja de tu omnipotencia como creador, destructor y conductor de existencias. La maldición original cambia de rumbo y cobra un perfil que te sorprende: ya no puedes leer literatura. Ya no puedes leer nada, sin a la vez juzgarlo desde tu arsenal de remedios contra los errores. La obsesión por la pureza puede llegar al extremo de hacerte gastar una pequeña fortuna para adquirir los tomos del Corominas. Y es aun (sin acento) peor el tránsito hacia la sintaxis perfecta.
    Si te toca en turno revisar poemas, más te vale tener ágiles los dedos para contar sílabas:

    Quién/ hu/bie/se/ tal/ ven/tu/ra/ = 8 silabas
    so/bre/ las/ a/guas/ del/ mar/, = 7 + 1= 8 silabas
    co/mo/ hu/bo/ el/ con/de/ Ar/nal/dos/ = 10-1-1= 8 silabas
    la/ ma/ña/na/ de/ San/ Juan/ = 7+1= 8 silabas

    La necesidad métrica de los romances, redondillas, liras y sonetos te aleja del Siglo de Oro y, a cambio, te retaca en el programa de recaudación fiscal federal del año en turno. Y en la medida que sigue la serie de pagos, te involucras más y más con el Primer Requisito Profesional de un Escritor: la gramática rige.
    A propósito del Primer Requisito, permite que te cuente una anécdota: a finales de 1982, el Hado de las Letras decidió que dos de sus servidores se separaran de sus esposas. Fue así como mi buen amigo GS, escritor premiado, me pidió asilo en mi departamento, tras enterarse de que mi esposa regresó transitoriamente a su hogar paterno. G llegó con su equipaje, que incluía una caja de vino francés de muy buena calidad, del que dimos cuenta en un par de semanas, al ritmo del Huapango, de Moncayo. Una noche, G llegó al departamento con un generoso lote de carpetas que contenían libros de cuentos presentados por “aficionados y noveles” para un concurso en el que él era miembro del “comité de evaluación”. Los tenía desde hacía varias semanas, pero el tiempo se le fue de las manos y ahora era necesario calificar los trabajos en pocas horas. Me pidió ayuda y me dijo: “El primer requisito para un escritor es el lenguaje. Si no domina el lenguaje, no es escritor. Por tanto, al revisar los escritos, si en uno encuentras faltas de ortografía o de sintaxis, ¡descártalo!”
    No hubo un trabajo que superara la prueba. Tanto G como yo, además de pertenecer al Gremio de cuentistas, novelistas, ensayistas, poetas, similares y conexos de la R.M., éramos correctores y editores en una gigantesca oficina del gobierno. Entre la omisión o el exceso de acentos, el uso impropio de mayúsculas y minúsculas, los defectos de conexión temporal en las cláusulas, los errores en el uso de pronombres, adjetivos y adverbios, y las raras veces superadas pruebas de los gerundios y de las voces pasivas, no dejamos títere con cabeza. En dos horas “revisamos” 50 trabajos y el asunto concluyó con eso que en los concursos llaman “desierto”.
    Las horas-nalga y las numerosas ejecuciones que inviertes en el trabajo de reparación editorial, generan currículum, y éste, combinado con las múltiples relaciones que estableces en el mundo de las publicaciones, tarde o temprano te conducen a un primer pedido formal para el escritor que eres. Una oportunidad para demostrarle al mundo que ese tipo que utiliza cualquier espacio del día –especialmente las noches y madrugadas– para escribir “la literatura propia”, ya tiene la experiencia necesaria y suficiente para acarrear billetes a las arcas de una casa editorial o, al menos, sacar de un apuro a algún funcionario público. Si para entonces ya publicaste uno o más libros –aunque tú mismo hayas aportado el dinero para tus “ediciones de autor”–, será mayor la probabilidad de que te ofrezcan una suma que hará felices a tu casero y otros acreedores.
    Escribir por encargo te conduce a un universo que no es paralelo sino divergente, y el punto de convergencia es simplemente el de la necesidad que te lleva a decir que sí, que tú puedes con cualesquier temas porque posees la técnica. Tus poemas, cuentos, novelas y ensayos podrán esperar por un mejor momento, más sosegado y propicio. El billete manda.
    En 1986, un amigo poeta, muy bien relacionado, me ofreció una chamba que él no podía tomar en aquel momento. Se trataba de escribir un resumen de la historia de México, desde los olmecas hasta Miguel de la Madrid, en 25 cuartillas. Pensó en mí porque crecimos juntos y me tenía en aprecio, y también porque, para entonces, yo ya tenía alguna experiencia en poner en blanco y negro y sin faltas de ortografía los pensamientos de otras personas. Yo era “ejecutivo”, “coordinador de comunicación”, en una empresa cementera muy grande y me encargaba de escribir algunos discursos para los directores, además de escribir y editar la totalidad de los artículos de la revista corporativa, destinada a persuadir a los trabajadores de que tenían el mejor de los empleos posibles y también de que la medida de su recompensa estaba en la de su esfuerzo y su lealtad. Es decir, el chivo judas, explotado y explotador. “¿Para que sirve el cemento, papá?”, me preguntó en cierta ocasión uno de mis hijos. “El cemento sirve para comprar comida, ropa, pagar las colegiaturas, el teléfono y la luz, salir de vacaciones y cenar pavo grande en Navidad.”
    El cliente era la entonces Secretaría de Programación y Presupuesto. ¿Para qué rayos quería ese organismo un resumen de la historia de México? Nunca lo supe. Mi resumen resultó en un primer borrador de casi 300 cuartillas, que después logré reducir a 175. Me pagaron, sin chistar. Después, le encargaron a alguien más que lo redujera a 25 cuartillas. Nunca vi –por suerte– la versión final, si bien me enteré de que su propósito era un folleto institucional para repetir en las embajadas mexicanas.
    Desde entonces y hasta la fecha he escrito, por encargo, una docena de libros sobre los más variados temas. A cambio, de mi “propia literatura”, la más reciente muestra se publicó a mediados de 1986. Mi “propia literatura” está dispersa en esos libros por encargo y también en los numerosos textos que he producido como editor. Está dispersa en trabajos firmados por otras personas. Y está en muchos megabytes almacenados en discos viejos y modernos que probablemente nadie revisará cuando yo muera. Novelas, cuentos, dramas, ensayos y algunos poemas que hoy por hoy son tenues rugosidades sobre la superficie de un CD. Sobre el papel, casi todo es trabajo por encargo que se almacena en anaqueles decorativos. Verás: en una máquina buscadora de Internet (Google, Altavista, etc.), escribe mi nombre: “Enrique Martínez Limón”. Descubrirás que soy un autor famoso porque escribí un libro acerca del tequila, “con fotos de Michael Calderwood”. Lo verás en 11 páginas. Si haces lo mismo con tu nombre, aparecerán solamente 6 páginas, pero con una calidad muy diferente, mayor para todo lo que pueda referirse a la seriedad de la literatura.
    ¿Seriedad en la literatura? No lo creo. Es una mercancía más. Y como todas las mercancías, en contados casos trasciende durante la vida de su autor. Las creaciones de cada generación, al llegar a un punto de añejamiento que les dé el debido toque arqueológico, cobran valor. Unas más y otras, menos, con el común denominador de que, para sus difuntos autores, como diría el difunto Arturo de Córdova, “no tienen la menor importancia”.

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  2. Anónimo12:10 a.m.

    Realmente sí somos bien mamones. Yo también trabajo como editora y ante ustedes soy una mediocre porque no le doy tanta importancia a la gramática. No tanta, sí la doy pero no soy tan perfeccionista desde mi punto de vista, cansa y paraliza. Sin embargo, me reflejo con lo que dice Enrique (perdón por la confianza), no lo puedo evitar. Todo lo que escribo son ideas dispersas, no tienen un orden pero espero que se entienda. Yo también trabajo en una editorial en donde la verdad no soy muy apreciada y paso desapercibida. Es más bien de publicidad y a mí la verdad no se me da mucho esto ni me interesa ni me gusta. Mi idea morbosa del asunto es sentirme incomprendida, "nadie me toma en cuenta porque ellos (mis jefes), se basan en vender, en los diseñadores (que por cierto se autodenominan creativos)y a los editores la verdad no se les da tanta importancia". Bueno, para no hacerle al cuento, me siento incomprendida y me elevo a otro rango en donde estas realidades, esta desazón se borran. Mi droga o mi café o mi cigarro es leer. Yo leo lo que me gusta, mi novio dice que hagas lo que te hace feliz y es lo que hago, aunque con remordimientos (nadie es perfecto). Por lo tanto disfruto con novela histórica y de aventura, en este momento soy adicta a Pérez Reverte. Pues sí, es la verdad. Lo confieso. Pero lo que me eleva es la poesía, lo hago por esnobismo, sí, pero también a veces me dice mucho y me reconforta. Se refleja mi vida y hasta mi muerte porque hasta tengo el(los) verso(s) para mi tumba. Estaba leyendo el otro día a Henry Miller hablar sobre el poeta, y por supuesto ese ideal ya no existe y quién sabe si lo hizo alguna vez pero me gusta. Me gusta lo que dice, y voy a dar mi versión, ahorita tengo flojera de citar, es lo que me quedó de lo que leí. El poeta debe revolucionar el alma, el corazón del hombre. Removerlo. Conmocionar. Dice que antes ser poeta era lo más alto y ahora lo más vano. Y sí es cierto. El poeta debe ser para todos y no para una elite (que es lo que sucede actualmente), debe ser hecho para todos los hombres. Creo que ahora sólo algunos tenemos el secreto. Sí, yo me incluyo, a lo mejor ni es cierto pero me incluyo en el grupo de personas que disfruta de la poesía. Y tanto puedo disfrutar la pureza de las palabras (por ejemplo en Valery o TS Elliot), como por la lengua (por ejemplo leer el latin de Catulo o a los trouveres, minnesang y paladear esas lenguas olvidadas) que conmoverme e identificarme con Pessoa, quien es mi poeta favorito. Y sí, es una mamonería pero porque la poesía, no sé si por gracia o desgracia, no es del gusto de todos, ¿es mi culpa? Hay mucho más por decir pero es lo que puedo decir en este momento. TAMBIÉN QUISIERA DECIR ALGO respecto a la escritura pero será en otra ocasión.

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