Mis estimados cero lectores, trataré de retomar el aspecto reflexivo del blog, a fin de que sus visitas no se vean decepcionadas por falta de actualizaciones. Así pues, sin más, entremos en materia.
La creación es Creación. El poema – el poema como lo entienden, lo entendemos ciertos poetas – no es sino el fruto de un ejercicio con el lenguaje, con la transformación absoluta de lo vivido en una forma única de expresión. No de comunicación, sino de expresión. Aclaración pertinente, y necesaria. Quien espera hallar un mensaje en un poema, pierde su tiempo, o tiene una concepción totalmente distinta a la expuesta aquí, y por consiguiente debería dejar de leer a partir de este punto, pues estas reflexiones no están dirigidas a él. Sin embargo, podrían resultarle ilustrativas de ese tipo de poesía que parece encerrarse sobre sí misma, en donde la oscuridad se da a través de una aparente sencillez de expresión.
La poesía de nuestro tiempo – y no necesariamente la creación – se inserta en un contexto de parcelización o fragmentación de la realidad que muy pocos se atreverían hoy a negar. El desarrollo de la industria del entretenimiento en sus múltiples variantes: turismo, fiestas, viajes, conciertos, teatro, cine, televisión, han vuelto al lector, especialmente en países como el nuestro, un ser en extinción. Ya no se habla de lectores, sino de consumidores de productos culturales, tal vez para diferenciarlos de aquellos que consumen productos de otro tipo, supuestamente no culturales. En el medio editorial el mercado está perfectamente delimitado: literatura infantil, juvenil, literatura de y para mujeres, entre otras muchas, y a estas delimitaciones se dirigen productos y colecciones para esta clase de consumidores específicos. En tal sentido es que la industria editorial no se diferencia mucho de otras industrias, como la discográfica, donde lo que importa es exprimir a los consumidores sin el menor recato, amenazándolo incluso con el fantasma de la piratería y los productos espurios. Me consta que editores (más bien directores editoriales, que es otra cosa) de grandes empresas editoriales buscan proyectos editoriales de acuerdo a lo que llaman vacíos de mercado, los cuales deben llenar.
Es así como el fenómeno de El Código Da Vinci puede ser visto no como un éxito de librería inesperado, sino como el fruto de una serie de libros que habían aparecido previamente sobre temas de todo tipo: históricos, biográficos, esotéricos, etcétera, y que de alguna manera prepararon el terreno para que algún libro cosechara los frutos de las semillas que se habían sembrado previamente. Se podría llamar el efecto Stephen King. Como se le quiera llamar es lo de menos, el resultado es el que importa. Un producto mercadológico elaborado para ser consumido y debatido incluso por intelectuales, así sea para mostrar que las ridículas tesis sobre las que se halla sustentado el libro son falsas. Por ello el autor, por ejemplo, afirma, contra viento y marea, que lo que escribe es verdad. Si asumiera que es una ficción, el libro no habría tenido el éxito de ventas que ha tenido. Lo mismo vale, incluso, para el descubrimiento de National Geographic y su Evangelio de Judas. Hay que ver el tinglado publicitario que sustenta estos “trabajos”, para ver la seriedad con que están armados. Se trata, en resumidas cuentas, de recuperar una gran inversión monetaria, en el plazo de tiempo más breve posible. Es la mercadotecnia MTV en todo su esplendor. El video no sólo mató al artista de radio...
Todo es consumismo, una consumación – incluso en su sentido ígneo – de productos dirigidos no para el deleite, sino para el consumo rápido e inmediato, como ha afirmado E. Jünger. Comentaristas de programas supuestamente culturales (sí, me refiero a los retrasados mentales de La dichosa palabra) no ocultan su servilismo hacia la industria editorial al promover las novedades que atestan las mesas de las escasas librerías de la ciudad capital. No en balde Ricardo Garibay las llamó el mar de la ignominia. A diferencia de él, estos nuevos promotores no hablan de libros, de lecturas, sino de editoriales, de productos y colecciones que difícilmente leerían, pero de las cuales pueden dar un comentario en menos de un minuto. Es la banalización de la literatura. La trivialización de la literatura. Mejor sería hablar de la tribalización de la literatura, de su mejor expresión: la poesía.
Hay muchas preguntas alrededor de la poesía, pero es curioso que el lector no acuda a los poemas para responderlas. Casi siempre acude al menos confiable testimonio posible: el del poeta mismo, y muchas veces lo hace a través de interpósita persona, igualmente poco confiable: otro escritor, si bien le va, o un periodista, en el peor de los casos, lector tan malo como él mismo, pero que está rodeado de una especie de aura salvífica que le dota de una mal ganada autoridad para interrogar a quien sea, sobre aspectos que la mayoría de las veces son tan banales, que casi podría llamársele venales. El lector que requiere de un periodista o de un entrevistador para adentrarse en el sentido de un poema es como un náufrago en medio del océano: merece morir ahogado. Deposita su confianza en otro náufrago que le asegura podrá ayudarlo a hallar un camino que lo ilumine, cuando casi siempre está en una situación de indefensión intelectual tan precaria como aquél.
No es crueldad afirmar tal cosa. Si no entiende un poema, se suele afirmar, es probablemente porque los poetas se aíslan del mundo, y ya no tienen nada que decir. Es el mito del silencio de la poesía, del callar de los poetas. No, ya lo he dicho en otras ocasiones, no es el poeta el que calla, sino el hombre de nuestra época que ya no escucha, que vive para el mundo, que se consume con él y en él. Quien vive así merece arder como un bonzo. Se consumirá como una vela, sin dejar rastro, y la noche de los tiempos se le escapará como se le escapa el alma. La verdadera poesía no busca estos lectores de fin de semana, de quienes se deslumbran con el oropel de la cultura institucionalizada: becas, premios, reconocimientos. La verdadera poesía es subterránea, un veneno que acosa a la masa, a los que como veletas van y vienen según corra el viento.
Y no creo que, como alguna vez señalaba Liliana Blum, que se tenga el coco cerrado para la poesía, que se nazca insensible a ella. La poesía, valga un símil un poco cursi, es como el pétalo de una rosa. Delicado, pero fácilmente marchitable, rodeado de espinas, que hacen peligroso el acercamiento. Así es la verdadera poesía, como decía Nietzsche, un hueso duro de roer. Preferimos las rosas que se venden en mercados o en sitios ambulantes, donde se nos venden ya sin las temibles espinas, como un adorno con fecha de caducidad, a la cual no hacemos caso. Lo mismo ocurre con lo que rodea a la poesía. Todo tiene fecha de caducidad. Por eso, no pocos narradores (Volpi, Fuentes y muchos otros) pergeñan libros bajo la coartada de recatar la memoria histórica del pasado reciente, o trilogías de lo que sea, sin mensaje, sin propuesta, sin absolutamente nada que los respalde más que la mercadotecnia (Aprendices de brujo). No crean nada más que una cortina de humo que muy pronto se desvanece y dejan una sensación de vacío que debe ser llenado. La poesía, el poema, es algo muy distinto.
Te leo.
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