Para cerrar esta semana de dionisismos y dj’s, mis cero lectores, anónimos y reconocidos, les dejo la conclusión de lo que ha sido esta reflexión, esperando les haya resultado atractiva y que, en algunos casos, les permita asomarse a este orbe menospreciado de la llamada música electrónica; también espero que esta reflexión les permita ver que Dionisos, al transformarse en Baco, por los romanos, se volvió un dios bastante soso y ridículo, relacionado sólo con el vino. Pobre dios jodido que eligieron los romanos. Nos toca a nosotros devolverle su dignidad a través de su verdadera identidad pluriforme. Por lo pronto, les dejo una foto de Matt Darey, uno de los pioneros del género trance, y amigo de Paul Oakenfold, el dj número uno del mundo, en la foto del post previo.
Como señalé previamente, el trabajo en vivo de estos maestros es asombroso porque permite observar el proceso creativo que a veces pasa desapercibido a la hora de sólo escuchar una grabación. Afortunadamente, en Internet hay una cantidad considerable de grabaciones en vivo de muchos de esto dee-jays, en donde es poco el trabajo de post-producción. Una de estas asombrosas grabaciones en vivo es la realizada por la estación radiofónica londinense Radio One, de una de las múltiples visitas de Paul Oakenfold al Home at Space in Ibiza: casi dos horas de mezclas fuera de serie. Cualquiera pensaría que mezclar discos no tendría mayor mérito, sin embargo lo que hace Oakenfold en el clímax de esta grabación al mezclar cuatro discos al unísono para crear una sola canción distinta a la original, tomando como melodía nueva de base una versión propia e inédita del Adagio para cuerdas de Samuel Barber, no es algo que se vea o escuche todos los días. De hecho, lo hizo en la mencionada visita a México, y pocos se percataron de ello. Y seguramente es algo que hace en casi cualquier sitio donde se presenta. Y prácticamente ninguna de las mezclas y versiones de esta grabación, como de muchas otras que circulan subterráneamente, existen en disco. No es algo inusual en estos sacerdotes, por cierto.
Tampoco es casual que otro de los grandes iniciados en este orbe, Matt Darey, haya realizado, en los albores de la década de 1990, su célebre serie que no por nada llamó Pure Euphoria, cuatro espectaculares discos que constituyeron, de hecho, una guía de iniciación al género. Y no por nada, como Benn con der Blaue, Darey tituló esta serie Euforia pura, como Oakenfold el suyo Un viaje hacia el trance. Si bien es posible considerar esos discos como trabajos de juventud, su madurez se daría casi una década o más después, cuando aparecería una nueva serie, Ibiza Euphoria, dos discos que testimonian no sólo el crecimiento del género, sino la madurez alcanzada por este gran maestro de la belleza y el equilibrio, de la exquisitez y la trasgresión. Y tampoco parece casual que Oakenfold haya grabado, después del asombroso éxito del precedente, una segunda versión de A Voyage into Trance, vol. 2, con atmósferas igualmente asombrosas y transgresoras, y un ambiente verdaderamente alucinante. Igualmente, tampoco es que uno de los más célebres trabajos de Paul van Dyk, The Politics of Dancing ahora tenga un segundo volumen, tan espectacular o más incluso que su predecesor. Y tampoco es casual que mencione a estos artistas, que en tanto se parecen y se diferencian. Todos ellos, principalmente, parecen vinculados de manera inevitable con estos términos: trance, euforia, baile.
Pero el aspecto que en verdad resulta de mayor importancia no es estas descripciones, por cuan incompletas y torpes puedan ser, del trabajo de estos nuevos sacerdotes de la música. Ya he mencionado este aspecto verdaderamente revolucionario de esta world music, y no resulta en balde regresar a ello. Porque, en efecto, el aspecto más relevante de esta labor de los dee-jays (y aquí agradezco las observaciones y reflexiones, en ámbitos íntimamente relacionados, de Daniel Gutiérrez) es la cuestión de la identificación, de la identidad, de la ruptura de fronteras. Efectivamente, al tratarse de un fenómeno y una experiencia evidentemente dionisiacos, lo que esta labor musical pone sobre el tapete de la discusión es el de la multiculturalidad, el de la forma en que lo diverso se unifica, se transforma en un orbe en el cual géneros distintos se convierten en algo nuevo, en una nueva moneda de cambio, en cómo lo subterráneo disuelve fronteras de todo tipo, y en cómo se debe, o se puede, afrontar el tema de la diversidad, de la multiculturalidad. Es un hecho que aún está por estudiarse cómo artistas de tan diversos orígenes pueden dar lugar a un discurso – el cual no es sólo musical ni estético (aunque éste sea el aspecto que a mí en lo particular me interese) – unificador, identitario, en un mundo globalizado donde las fronteras parecen haberse quebrantado.
Yo señalo el aspecto que me parece más relevante para mis intereses, mis particulares gustos o perversiones, pero es importante señalar que el abierto desprecio, o incomprensión, que muchos sienten por esta música – empezando por las despreciativas disminuciones nominales, punchis punchis como en México se le denomina por no pocas personas – indica esta predominancia de lo apolíneo, esta firme convicción de que todo el discurso musical aquí desplegado es siempre el mismo. Nada más falso. Pienso que aquí el conocimiento sociológico puede resultar de enorme utilidad. No por nada Michel Maffesoli ha hablado de un instante eterno. ¿Qué mejor prueba de esto que lo que hacen estos sacerdotes de nuestro tiempo? Y es que, en efecto, al realizar todo este trabajo de entramado – perdón por el término abiertamente arquitectural – musical, los dee-jays elaboran un tejido en donde la ruptura de fronteras musicales, de ritmos, de atmósferas, como si se tratara de una auténtica labor de subversión no sólo estética, sino incluso ética, se manifiesta con una fuerza que va de lo pavoroso a lo conmovedor. Como ya lo mencioné, si esto no fuera importante, ¿entonces para qué mezclar cuatro discos al mismo tiempo, para qué improvisar sobre el escenario, para qué interactuar con el público, si todo esto es irrelevante, si carece de sentido? ¿Para qué hacer algo que, como el acto sexual en la pornografía, se agota en sí mismo y carece de sentido? O en otro sentido, asistir al recital o al rave, o al escuchar no pocos de estos trabajos musicales – pienso, por ejemplo, en el primer disco de su NuBreed de Satoshiie Tomiie– , ¿en qué momento mezclan y cómo transforman el material original en algo tan abrumadoramente sorprendente? Y es que el poder subversivo de estas manifestaciones artístico-estéticas aún espera su tiempo de análisis, sin agotarse en el aspecto más evidente, el del puro y más absoluto placer musical. A mí no me interesa el aspecto de la masa, que es el que suele interesar a los sociólogos, sino el proceso creativo, estético, pero sería una necedad, una absoluta ceguera, negar su importancia en fenómenos sociales. Pero si sólo se ve este aspecto, entonces no se está viendo el aspecto verdaderamente revolucionario de la labor que realizan un Paul Oakenfold, un Paul van Dyk, y difícilmente se entendería porqué sus solos nombres despiertan entusiasmos y fenómenos de masas que difícilmente despiertan otra clase de artistas, más vinculados con la producción, con la enajenación, con la masificación, con la industria del disco.
En este sentido, los dee-jays no operan, para mencionar sólo el caso mexicano, como ciertos conjuntos musicales que explotan, de una manera sesgada (y este sería otro asunto a estudiar), la pobreza y la explotación que sufren los obreros y campesinos de ciertas regiones, so pretexto de denunciar estas vejaciones, llenándose los bolsillos mientras lo hacen, y mientras explotan a su vez a aquellos que sufren de aquello que hipócritamente denuncian – algo que tampoco ha sido estudiado. Comparado con esto, el trabajo de estos sacerdotes no puede ser más transparente. Al mismo tiempo, no puede ser más humilde. Muchos de ellos reconocen no ser músicos, ni saber mucho al respecto. Sólo aprovechan la tecnología a su disposición. Podría incluso decirse, sin exagerar, que el suyo es un discurso que sólo podría haber surgido en la modernidad, o posmodernidad (dejo que otros discutan sobre la relevancia o no de los calificativos); pero más importante aún, que siendo hijos de la era, construyen un discurso de carácter abiertamente subversivo. Y esta subversividad se halla, por supuesto, sellada, como he mencionado, por la egregia figura de Dionisos, lo sepan o no ellos.
¿Qué figura más abiertamente subversiva, eversiva, contestataria, de la modernidad puede haber que la de Dionisos? Ninguna, por supuesto. Y la falta de reflexión al respecto, de estudios, muestra su potencia, en sentido nietzscheano. Si todo este trabajo de los dee-jays careciera de relevancia, como ya lo señalé, si las mezclas y la construcción de esta imbricación musical fueran nimias, entonces, ¿para qué tanto cuidado en la ruptura de fronteras musicales, de ritmos? ¿Para qué todo este elemento apolíneo que actúa en contra de sí mismo? Aquí hallamos, mejor que en ninguna otra parte, los problemas más acuciantes de nuestro tiempo. Y al referirme a aquí, no me refiero en lo que la masa experimenta (por importante que sociológicamente sea), sino precisamente en lo que hacen, noche tras noche, estos dee-jays, pero que en realidad es algo que se hace subversivamente, al amparo del anonimato. Lo asombroso, en lo que a mí concierne, es justamente la cantidad de variantes, o posibilidades, de barroquización que puede haber de una misma pieza, de una misma canción, que sin embargo al tener tantos aspectos, deja de ser la misma, sin dejar de ser ella misma. ¿Qué mejor prueba de coniunctio oppositorum, sea junguiana, maffesoliana o duraniana, puede haber? ¿No es acaso esto la problemática de nuestro tiempo? Y sin embargo, casi todos buscan repuestas en los casos generales, no en lo particular. ¿Será por eso que no hay una respuesta universalmente válida? Hago estas preguntas más retóricamente que con un interés por hallar una respuesta, pues lo que me interesa es el viaje, y no tanto el destino, la ruta a seguir.
Por eso es que dije antes que frente a manifestaciones tan poderosas como las aquí señaladas, era necesario abandonar toda apreciación teórica previa. Dije bien. Para el mundo académico, incluso estético, podría parecer extraño que no existan manifiestos estéticos, declaraciones de principios, elaboraciones teóricas de qué es lo que buscan estos artistas. Pero se trata de una absoluta pérdida de tiempo en este caso: ¿para qué reflexionar con algo que es pura celebración y regocijo? ¿Hace falta racionalizarlo o justificarlo de alguna manera? Quien haya vivido la maravillosa experiencia de sumergirse en la ebriedad meridional, sabrá muy bien que este emerger de poderes superiores se justifica por sí solo, y demanda del participante, del concelebrante, la vivencia absoluta. Por eso, frente al impulso apolíneo de autocontrol y conocimiento, el poder de lo dionisiaco exige la fusión y unión con el todo. En eso consiste el poder de eversión de estas fiestas dionisiacas de nuestro tiempo: en unir dos orbes diversos en una misma realidad: en ser motivo de disolución y a la vez de fusión social, y en ser comunión de uno en muchos disperso. En eso ha consistido siempre su poder absoluto y abrumador.
En este sentido, podría resultar irrelevante que las manifestaciones locales de dee-jays, por ejemplo en México, no estén siempre a la altura estética de sus contrapartes europeas. Sin duda el ámbito apolíneo, en este sentido, estorba y hace que su labor se reduzca a mezclar, con más o menos alguna habilidad, la música que han elegido para la fiesta. Es imposible hallar entre ellos la transformación estético-musical que Oakenfold o Seaman alcanzan. El equilibrio entre lo dionisiaco y lo apolíneo no se da jamás, y es probable que nunca se dé, pero el dionisismo parece sí manifestarse, aunque, ciertamente, no gracias a su habilidad. De cualquier forma, en estas regiones el dionisismo tiene sus propias formas, sus manifestaciones muy particulares, y sería necio desear que se diera de igual forma a como se da en Europa, aunque en el plano estético uno pueda sufrir lo indecible ante lo estético, debido a la incompetencia y oportunismo de no pocos dee-jays. El solo hecho de que convivan al unísono los neófitos con los enterados, los maestros con los aprendices de brujo, es una muestra más de esta irrupción de lo dionisiaco, que rompe todas las barreras que buscan, siempre, separar y establecer jerarquías, no siempre del todo reprochables, pero que aquí aparecen desdibujadas, incluyendo no sólo las ya mencionadas, sino incluso las sociales y económicas.
No obstante esto, sin duda Nietzsche se habría sorprendido de ver dónde y cómo surge hoy en día el impulso dionisiaco, pero indudablemente lo habría reconocido, y lo habría celebrado. No en balde afirmó que “las orgías dionisiacas de los griegos tienen el significado de festividades de redención del mundo y de días de transfiguración. Sólo en ellas alcanza la naturaleza su júbilo artístico, sólo en ellas el desgarramiento del principium individuationis se convierte en un fenómeno artístico” (El nacimiento de la tragedia. § 2, p. 48). Ni más ni menos lo que sucede en esta fiesta planetaria del Love parade, la fiesta dionisiaca del amor.
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