martes, febrero 07, 2006

Ubicación y experiencia del lenguaje, una poesía secreta y clandestina, última parte

Para concluir mi reflexión precedente, entrego esta parte temporalmente conclusiva, a la espera de seguir profundizando en ella. No es necesario señalarlo, pero lo hago, que para su cabal comprensión las tres partes deben ser leídas de manera ordenada, por lo que se recomienda ir al primer post respectivo.

III. En otro sitio he citado una frase de Claudio Magris que viene muy a cuento respecto a este asunto de la creación literaria. Dice Magris que “la poesía auténtica debe ser secreta y clandestina”. Para nuestros poetas sin lectores esta podría ser la confirmación externa de su coartada profesional. Secreta y clandestina. Que nadie sepa de ella. El problema es que todos desean que se sepa. Es un asunto de gradación, porque en realidad no es tanto que quieran que se sepa de su obra, cuanto que a partir de ésta se sepa de ellos. Por eso es indispensable no perder de vista la conclusión de la idea de Magris: “La auténtica literatura no es la que halaga al lector, confirmándole en sus prejuicios y seguridades, sino la que lo acosa y lo pone en dificultades, la que lo obliga a ajustar cuentas con su mundo y con sus certidumbres”.

Nada más alejado de lo que uno encuentra en nuestros poetas, o más bien versificadores. Si la dificultad estriba en algo es en aguantar la lectura no siempre del libro, sino en ocasiones de un solo poema. A eso me refiero cuando afirmo que hoy en México, salvo contadísimas excepciones, tenemos una literatura estandarizada, en donde casi no hay espacio ya no digamos para la sorpresa (que puede darse) sino para el ejercicio condicionado de una poesía que desafíe al lector en un sentido interior. No el reto de ver se si pueden leer equis número de páginas o de poemas sólo porque el autor tiene un cierto nombre en el gremio literario, o ganó algún premio, o fue becario de sepa la bola qué diantres; no, el reto de ingresar en un territorio que no es otro que el interior, el del poeta y el del lector.

Se trata de un ejercicio de responsabilidad por partida doble, pero que nunca se da desde el principio. Por un lado, la responsabilidad del poeta por crear un poema que sea la historia de su propio mito personal, como ha dicho Gadamer, y por el otro la del lector por descifrar ese mito que es el suyo propio, el de cada uno como lector solitario. Porque así como la creación es un ejercicio individual, también lo debe ser la lectura. Es por eso que también desconfío de esos poetas (es cierto que cada vez son menos) que reúnen grandes auditorios. Igual desconfío de esa escritura que pretende ser coloquial, que busca la expresión directa sólo como un fin en sí misma. El mejor ejemplo de poesía que busca la expresión directa sin casi mediación de imágenes o metáforas, es la de Paul Celan, o la poesía última de José Ángel Valente.

La expresión simple y llana sólo conduce a un desmoronamiento de la responsabilidad lectora. Se trata de un extremo del espectro. En el otro está la experimentación, la vanguardia. Ya me he referido en otro sitio a esto, así que no abundaré en ello. Se puede colegir de lo hasta aquí señalado, entonces, que la escritura que me interesa es aquella que podría llamarse, para utilizar un poco libremente un término sociológico no muy feliz, anómica, que no tiene norma, es decir aquella que se desvía o rompe las reglas sociales de la literatura establecida. Aquella que siendo anómica no aspira a ser canónica, aunque a la postre suela ocurrir así.

No me refiero, por supuesto, a esta rebeldía literaria de la que ya he hablado, de quienes se sienten escritores malditos sólo porque confiesan abiertamente su consumo de alcohol o drogas o cualquier otro estimulante. Tampoco me refiero a quienes hartos del mundo se sienten rebeldes sin causa y adoptan modelos foráneos de comportamiento, y con foráneos no me refiero extranjeros sino ajenos a su realidad, a su experiencia, a su medio ambiente. Me refiero a una anomia más profunda, más radical. Y es que así como en su momento definí la vanguardia en términos etimológicamente militares, así también debe entenderse esta anomia. A saber, no se puede ser anómico por voluntad, sino por destino, de la misma manera que no se puede ser vanguardista por la experimentación solamente, sino por una razón de base, en sentido mozartiano.

Un ejemplo de esta anómica clandestinidad de la literatura es, para no ir más lejos, la de Fernando Pessoa. La suya es, justamente, una escritura perfectamente anómica, transgresora en su más puro sentido. Otro ejemplo de escritura anómica y clandestina es la de Gottfried Benn. Aunque a diferencia de Pessoa éste sí pudo ver los frutos de su trasgresión, de su anomia literaria como triunfo generacional. Es así como lo anómico puede volverse canónico. Pero podría decirse, en términos bennales, que no se vuelve canónico, sino más bien se deviene canónico, se le reconoce igual que el genio.

En un brillante apunte sociológico, pero que puede ser aplicado puntualmente a nuestra reflexión, Michel Maffesoli señala (Au creux des appariences. Pour une étique de l’esthétique, Plon, Paris, 1990, p. 60) que “el exterior no es más que el símbolo de una realidad inefable, no es más que el vector hacia un mundo superior, el de la deidad o el de las ideas. El arte no hace más que señalar más allá de lo que se da a ver [...] la pintura religiosa o más tarde la pintura alegórica tienen como única función el hacernos pasar de lo visible a lo invisible, de la apariencia de las cosas a su pura esencia.”

Justamente, si no hay lectores es porque la literatura, la poesía de nuestros días ha invertido estos términos, o más bien lo ha mutado. No hay esencia, todo es pura apariencia. Al referirme a este tipo de Erlebnis indiqué, precisamente, la falta de ese aspecto inefable en nuestra poesía, en los “poetas” que son mis contemporáneos y en los inmediatamente precedentes. Salvo raras ocasiones, lo que uno encuentra (por no decir lo que encuentro yo) en esta “poesía” es sólo una apariencia, una fachada, una cortina de humo, o como he señalado antes, una coartada tras la cual ocultarse para no dar la cara, para no responsabilizarse frente al lector, pero más importante, para no responsabilizarse ante sí mismos.

Y no es que no haya lectores. Siempre los ha habido, incluso entre nosotros. Pero el verdadero lector no está a la espera de la más reciente reseña en el suplemento dominical ni el resultado de la más reciente convocatoria de poesía o de becarios. Todo esto es sólo apariencia, fachada de eso que bien se llama vida literaria. No es casual que haya una televisión cultural y secciones culturales en los periódicos nacionales. En el fondo se trata de lo mismo, de una forma de entretenimiento, de un producto que debe ser agradable y de fácil y rápido consumo. El verdadero lector de poesía no está interesado en este tipo de fast food cultural.

Lo que busca el verdadero lector de poesía, ése que no se deja engañar por oropeles temporales, es justamente la pura esencia de la escritura, aquello que en verdad hace temblar y nos confronta con la realidad. Es hora de decirlo. Sólo la frivolidad más espantosa puede hacernos creer que no hay lectores. Eso es totalmente falso, lo que no hay es poetas.

La verdadera literatura no compite por ventas ni por éxitos en librería. Las estadísticas mienten. J. K. Rowling no vende más libros que Dostoievski, ni hay más lectores por ella que los que hay por Tolstoi o por Musil. Ocurre lo mismo que en la música. No hay más gente comprando discos de ópera porque vieron o escucharon a los Tres Tenores en un mundial. Todo esto no es más que vanidad, espectáculo, entretenimiento.

La verdadera literatura de nuestros días es clandestina en su mayor parte. No apela a la comunidad, aunque de ella se pueda alimentar a menudo, sino a la intimidad. No apela a la comunidad, sino más bien la funda. Este es el aspecto de preñez que la verdadera literatura porta y que ha sido señalada por tantos críticos y no pocos poetas. Y la preñez, igual que la creación, son actos privados, y en modo absoluto, asuntos relacionados con lo femenino, tan despreciado por no pocos poetas que sólo hablan de ello desde afuera y no como experiencia fundacional.

Hay motivos muy bien fundados, entonces, para suponer y afirmar que los “poetas” de hoy día en México mienten con todos los dientes, que su versificación no es más que un ejercicio espurio de la palabra, convertida en una mascarada sin sentido ni razón de ser, y que por eso no hay lectores, y que en ese círculo vicioso de no-lectores/no-realidad se puede concebir un ars poetica que reproduzca vicios y comportamientos que están muy lejos de corresponder al tejido social lírico.

No se trata, en última instancia, como suponen muchos académicos y críticos, de estudiar la literatura como un reflejo de la realidad, sino como la portadora de una realidad preñada de fuerza magmática. Sólo así lectores y autores hallarán un ejercicio que permita elevar el lamentable nivel literario que se ve por todos lados desde hace años, pero que nadie se atreve a señalar.

El asunto no es menor. Ocurre como en la música. En un pueblo donde no hay la menor cultura musical, el ejecutante comienza a perder las muchas o escasas facultades interpretativas y termina por ofrecer un guisado a medio hacer que no alimenta el espíritu ni libera al escucha. Así es como, por ejemplo, ha sucedido con Horacio Franco, a quien sólo le falta grabar un disco en vivo en el Teatro Blanquita, interpretando a Juan Gabriel y a Vivaldi. Rapidez no significa precisión, y el virtuosismo, cuando sólo es un ejercicio onanista sólo conduce al ridículo. Peor cuando es el ego el que manda, como en el caso de Carlos Montemayor, cuya coartada, una más, es que explora una de sus facetas poco conocidas. Sólo le falta salir en la Academia o en Te regalo mi canción o programas del estilo. Total, ya sale como “líder de opinión” en el Canal de las estrellas. Pero su caso ni es único ni es el más grave, aunque sea el más sintomático de la frivolidad y la mentira literarias.

Si los lectores deslumbrados por el prestigio espurio y el oportunismo barato no tienen pudor en asumir que cualquiera puede ser lo mismo cantante que intelectual, que poeta y narrador, no debe entonces sorprender el autismo al que parece condenada una buena parte de nuestra literatura. Que nadie se llame a engaño cuando los daños sean irreversibles, aunque los éxitos de librería sean enormes. Ocurrirá lo mismo que ocurrió cuando los administradores de Warner decidieron que Teldec y Erato no eran rentables.

1 comentario:

  1. Anónimo9:43 a.m.

    Hola me llamo Clara tengo 20 años y soy de Zaragoza(España), y bueno linkeando encontré este blog tan interesante sobre los poetas.
    Decirle que ya nosé si me considere poeta o "poeta" porque tambien escribo poemas desde los 12 años, y este curso me dedico a estudiar exclusivamente la poesia, la narracion y sus tecnicas. Quiero dedicarme a ello y como buena tauro que soy y maña tambien creo que voy por buen camino, o eso espero... :S Muy bueno el post. Un saludo.

    ResponderBorrar