Continuando con la reflexión previa, señalo que supongo que en esto tiene que ver la educación, es decir la escuela, pero también la realidad. Esto se constata no sólo con los estudiantes de artes visuales, como ahora se les llama, sino más evidentemente con los que estudian música, provengan del Conservatorio, de la Escuela Nacional de Música, o de alguna otra institución. Al mucho o poco entusiasmo que pueda haber en su etapa de estudiante, le sucede una de embotamiento. No pocos terminan tocando en fiestas o en asociaciones de muy bajo nivel, y algunos, más afortunados, terminan tocando en un grupo de éxito, grabando discos y haciendo giras. Éstos son los menos. Otros, en efecto, se integrarán a las orquestas que ya hay en el país. Pero en estos casos el resultado es abiertamente desalentador. Para quienes logran ocupar una plaza en una orquesta, se trata de un gran logro, habida cuenta de las pocas orquestas existentes entre nosotros. Pero por otro lado, está el aspecto que he llamado magmático de la experiencia estética. Este aspecto debe necesariamente ser compartido tanto por quien escucha cuanto por quien interpreta. Resulta desalentador, para quien busca este tipo de experiencias, hallarse con orquestas que tocan todo de manera rutinaria, casi podría decirse que burocráticamente.
Basta citar unos pocos ejemplos para ilustrar esto. Primero, uno que sólo conozco por referencias lejanas. El caso de Eduardo Mata, probablemente el mejor director de orquesta mexicano que haya habido, al frente de la OFUNAM, demuestra que el músico mexicano no está dispuesto a sacrificar sus horarios y sus “conquistas laborales” si ello significa un mayor esfuerzo, una mayor dedicación a la partitura. Por lo mismo, Mata tuvo que, literalmente, salir huyendo de la orquesta, porque era imposible ensayar como Dios manda. Un ejemplo más directo, que me tocó ver vivamente, es el caso de Maxim Shostakovich, cuando vino a dirigir a la propia OFUNAM hace ya varios años. En aquel entonces pude asistir a los ensayos de la orquesta, y recuerdo que era notable cómo primero la orquesta tocaba un pasaje de la obra en cuestión, e inmediatamente Maxim Shostakovich hacía los señalamientos necesarios, y la transformación sonora era, por decir lo menos, alucinante. El día del concierto, al siguiente domingo, la sala entera se caía de aplausos. Pocas veces recuerdo haber escuchado una orquesta mexicana con tanta energía, con tanto carácter y disciplina, con tal capacidad para vivificar la música de Dimitri Shostakovich, para transmitir esa cualidad magmática de la música a la que me he referido. Y mientras la sala tributaba uno de los aplausos más calurosos y merecidos que yo recuerde, me dirigí a los camerinos para saludar a Maxim, a quien había entrevistado un par de días atrás. Necesariamente pasé por entre los músicos de la orquesta, y lo que allí vi contrastaba, sobremanera, con la reacción del público en la sala. Todos despotricaban contra el director, se quejaban a viva voz de sus exigencias (lo menos que recuerdo haber escuchado fue algo así como: “¡Qué poca madre tiene este cabrón!”), que se reducían a interpretar y dar vida a esa música exquisita. Eso era un crimen y un abuso. En lugar de que los músicos mostrasen agradecimiento por lo logrado ese mediodía, más bien parecía que les molestaba haber sido sacados del sopor en el que la rutina los mantenía.
¿Dónde quedó la pasión que tenían estos músicos cuando fueron estudiantes —por supuesto, en caso que la hayan tenido? ¿Su mayor logro consiste en tener una chamba y ya no soltarla? Puede ser, pero también está el hecho concreto que entre nosotros no hay competencia, no hay parámetros que nos permitan medir la capacidad de un músico. Y en ello, tristemente, también tiene que ver el simple hecho geográfico. Nuestra ubicación del otro lado del Atlántico imposibilita un contacto directo con los mejores intérpretes, con las mejores orquestas del mundo, que están en Europa. Es notable observar, por ejemplo, los programas de concierto, las orquestas, los cantantes y solistas que visitan constantemente España, para percatarse que un porcentaje muy reducido de éstos logran atravesar el océano para presentarse en nuestras salas de concierto. Y hay muchos conjuntos que jamás han venido a nuestro país, y probablemente nunca lo harán. Pero esta ebullición músico-cultural retribuye no sólo a los propios músicos, sino también al público que acude a las salas de concierto. No puedo evitar pensar que en 2005, mientras el Mesías de Handel fue interpretado, por enésima vez, por la OSN bajo la batuta de Enrique Diemecke, en Madrid y París fue interpretado por la Orquesta Nacional de París bajo la batuta de René Jacobs. Y ni mencionar ya a los solistas.
Hay un solo ámbito donde esta relación explosiva parece darse con singular fuerza, y en donde tanto el creador, como el ejecutante y, finalmente, el receptor, parecen hallarse en esa encrucijada donde la experiencia estética se manifiesta con particular fuerza, y es el orbe del teatro, de la dramaturgia. Incluso en obras francamente malas, o menores, esta relación está más que presente. Parece más bien una condición de tipo apriorística sin la cual no se puede dar la experiencia teatral. ¿Se debe a que la interpretación de los diversos personajes no se realiza sino a través de un individuo concreto, y no a través de una mediación externa (instrumento, color, papel, partitura, etcétera), cualquiera que ésta sea?
El hecho concreto con todos estos ejemplos, que podrían multiplicarse a placer, es el de la relación directa del aspecto magmático, explosivo, del ejercicio artístico, de la experiencia estética, y que necesariamente debe pasar tanto por el ejecutante cuanto por el receptor: observador-escucha-lector. Y es que si no fuese porque parece olvidarse, es necesario señalar que aquellos que van a ejercer algún tipo de oficio relacionado y acuden a un concierto a ver tocar a un Maestro, o a la exhibición de algún Maestro para tomar apuntes del natural, no están siquiera cerca de lo que en verdad es el arte. Justamente, al dibujar un torso en bronce, o al ver cómo se posa el arco y los dedos sobre las cuerdas para producir cierta nota, lo que se aprende es una técnica instrumental, interpretativa. Pero el arte es algo más que mera técnica. Aunque en ocasiones el poeta, y ocasionalmente también el pintor, afirme que el arte es un misterio, no lo es en realidad; si así fuese, sería un objeto imposible de estudiar, de entender y de compartir. Es por eso que bien hizo Benn en separar en dos esferas distintas al hombre del arte y al hombre de cultura.
Si algo trajo la modernidad fue, justamente, esta ruptura del espacio en que el arte había sido concebido hasta el romanticismo, y que todavía hoy muchos piensan como válido. Bien sabía Nietzsche a qué se refería cuando señaló que el arte era la última actividad metafísica de nuestra era. Es algo a lo que han prestado oídos sordos todos, absolutamente todos nuestros poetas. Indiqué antes que uno de los peligros que la modernidad trae consigo es la mecanización, la subordinación a un proyecto ajeno al mundo interior del artista. Ello no está en contradicción con la tesis nietzscheana. Antes bien, obliga al artista a producir, mas no mecanizar su trabajo. Ello significa, por sobre cualquier otra consideración, establecer una relación concreta con su materia de trabajo: la palabra, la materia, el color, el sonido. Lo que he llamado una relación carnal con la palabra.
Esta relación es tan evidente cuando se da, que es imposible no percibirla. Hay una suerte de magnetismo —¿y no proviene el magnetismo de una relación precisamente magmática de la tierra vuelta lava?— que atrapa a quien se aproxima a esta obra. Es este magnetismo el que despierta las esculturas de Rodin, como el magnetismo, el magmatismo, de las pinturas de Renoir, que de forma tan profunda conmueven y sacuden el alma entera, sin mediación del intelecto. Si la producción de material estético es algo, es justamente eso: un poderoso sacudimiento del alma que, parafraseando a Heráclito, transforma tanto a quien está sobre la creación como quien está bajo ésta.
La producción de material artístico así descrita, cae dentro de la esfera de lo que Nietzsche llamó el Übermensch, y que abusivamente ha sido interpretado o descontextualizado de mil y un formas, al servicio de quien lo necesita, no al sentido real de lo que éste quiso decir: el Übermensch es esa clase de hombre que crea nuevos valores, que transforma los viejos en nuevos. Ése es el verdadero sentido de lo que Nietzsche llamó el más allá del hombre, y su labor: la transvaloración de todos los valores.
Sí, las de Nietzsche son palabras duras y severas. Siempre lo han sido. Por eso no es fácil escucharlas. No se complace en decirnos lo que queremos escuchar —si es que en realidad queremos escuchar algo— sino en lo que debemos escuchar. Y porque debemos escucharlas es que también debemos estar atentos a todo uso y abuso que se haga de ellas.
Al referirme a Nietzsche no estoy hablando, por supuesto, de una superioridad moral, o de un a priori que le dé al artista privilegios sólo por el hecho de ser lo que es o dice ser. Igual que en el caso del mensaje bíblico de Jesús, no todo el que diga Señor, Señor, no todo el que evoque a Nietzsche es un discípulo suyo. Se trata, entonces, de establecer una moralidad estética, antes que una moralidad a la estética. No ser artista: poeta, músico, pintor, narrador, lo que sea, para beneficiar a mi grupo de amigos y a mí y establecer círculos de influencia y poder, sino serlo para crear nuevos valores, nuevas escalas con que medir y con las cuales medirnos. Eso fue justamente lo que hizo que la poesía de Benn resultase tan atractiva al término de la Segunda Guerra Mundial, no obstante pesar sobre él una prohibición del gobierno aliado para publicar. Se trataba de un nuevo valor, de un nuevo parámetro para medir todo lo que surgiera a partir de entonces, y que permitió el resurgimiento de la poesía en un país que generó Auschwitz. ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, la célebre pregunta de Adorno, sólo encuentra respuesta no con argumentos morales-ideológicos ni con lagrimeos lastimeros, sino, justamente, con esta transvaloración, con esta Übermenschlichkeit benniana. ¡De allí la importancia que tienen su escritura y su pensamiento!
Basta citar unos pocos ejemplos para ilustrar esto. Primero, uno que sólo conozco por referencias lejanas. El caso de Eduardo Mata, probablemente el mejor director de orquesta mexicano que haya habido, al frente de la OFUNAM, demuestra que el músico mexicano no está dispuesto a sacrificar sus horarios y sus “conquistas laborales” si ello significa un mayor esfuerzo, una mayor dedicación a la partitura. Por lo mismo, Mata tuvo que, literalmente, salir huyendo de la orquesta, porque era imposible ensayar como Dios manda. Un ejemplo más directo, que me tocó ver vivamente, es el caso de Maxim Shostakovich, cuando vino a dirigir a la propia OFUNAM hace ya varios años. En aquel entonces pude asistir a los ensayos de la orquesta, y recuerdo que era notable cómo primero la orquesta tocaba un pasaje de la obra en cuestión, e inmediatamente Maxim Shostakovich hacía los señalamientos necesarios, y la transformación sonora era, por decir lo menos, alucinante. El día del concierto, al siguiente domingo, la sala entera se caía de aplausos. Pocas veces recuerdo haber escuchado una orquesta mexicana con tanta energía, con tanto carácter y disciplina, con tal capacidad para vivificar la música de Dimitri Shostakovich, para transmitir esa cualidad magmática de la música a la que me he referido. Y mientras la sala tributaba uno de los aplausos más calurosos y merecidos que yo recuerde, me dirigí a los camerinos para saludar a Maxim, a quien había entrevistado un par de días atrás. Necesariamente pasé por entre los músicos de la orquesta, y lo que allí vi contrastaba, sobremanera, con la reacción del público en la sala. Todos despotricaban contra el director, se quejaban a viva voz de sus exigencias (lo menos que recuerdo haber escuchado fue algo así como: “¡Qué poca madre tiene este cabrón!”), que se reducían a interpretar y dar vida a esa música exquisita. Eso era un crimen y un abuso. En lugar de que los músicos mostrasen agradecimiento por lo logrado ese mediodía, más bien parecía que les molestaba haber sido sacados del sopor en el que la rutina los mantenía.
¿Dónde quedó la pasión que tenían estos músicos cuando fueron estudiantes —por supuesto, en caso que la hayan tenido? ¿Su mayor logro consiste en tener una chamba y ya no soltarla? Puede ser, pero también está el hecho concreto que entre nosotros no hay competencia, no hay parámetros que nos permitan medir la capacidad de un músico. Y en ello, tristemente, también tiene que ver el simple hecho geográfico. Nuestra ubicación del otro lado del Atlántico imposibilita un contacto directo con los mejores intérpretes, con las mejores orquestas del mundo, que están en Europa. Es notable observar, por ejemplo, los programas de concierto, las orquestas, los cantantes y solistas que visitan constantemente España, para percatarse que un porcentaje muy reducido de éstos logran atravesar el océano para presentarse en nuestras salas de concierto. Y hay muchos conjuntos que jamás han venido a nuestro país, y probablemente nunca lo harán. Pero esta ebullición músico-cultural retribuye no sólo a los propios músicos, sino también al público que acude a las salas de concierto. No puedo evitar pensar que en 2005, mientras el Mesías de Handel fue interpretado, por enésima vez, por la OSN bajo la batuta de Enrique Diemecke, en Madrid y París fue interpretado por la Orquesta Nacional de París bajo la batuta de René Jacobs. Y ni mencionar ya a los solistas.
Hay un solo ámbito donde esta relación explosiva parece darse con singular fuerza, y en donde tanto el creador, como el ejecutante y, finalmente, el receptor, parecen hallarse en esa encrucijada donde la experiencia estética se manifiesta con particular fuerza, y es el orbe del teatro, de la dramaturgia. Incluso en obras francamente malas, o menores, esta relación está más que presente. Parece más bien una condición de tipo apriorística sin la cual no se puede dar la experiencia teatral. ¿Se debe a que la interpretación de los diversos personajes no se realiza sino a través de un individuo concreto, y no a través de una mediación externa (instrumento, color, papel, partitura, etcétera), cualquiera que ésta sea?
El hecho concreto con todos estos ejemplos, que podrían multiplicarse a placer, es el de la relación directa del aspecto magmático, explosivo, del ejercicio artístico, de la experiencia estética, y que necesariamente debe pasar tanto por el ejecutante cuanto por el receptor: observador-escucha-lector. Y es que si no fuese porque parece olvidarse, es necesario señalar que aquellos que van a ejercer algún tipo de oficio relacionado y acuden a un concierto a ver tocar a un Maestro, o a la exhibición de algún Maestro para tomar apuntes del natural, no están siquiera cerca de lo que en verdad es el arte. Justamente, al dibujar un torso en bronce, o al ver cómo se posa el arco y los dedos sobre las cuerdas para producir cierta nota, lo que se aprende es una técnica instrumental, interpretativa. Pero el arte es algo más que mera técnica. Aunque en ocasiones el poeta, y ocasionalmente también el pintor, afirme que el arte es un misterio, no lo es en realidad; si así fuese, sería un objeto imposible de estudiar, de entender y de compartir. Es por eso que bien hizo Benn en separar en dos esferas distintas al hombre del arte y al hombre de cultura.
Si algo trajo la modernidad fue, justamente, esta ruptura del espacio en que el arte había sido concebido hasta el romanticismo, y que todavía hoy muchos piensan como válido. Bien sabía Nietzsche a qué se refería cuando señaló que el arte era la última actividad metafísica de nuestra era. Es algo a lo que han prestado oídos sordos todos, absolutamente todos nuestros poetas. Indiqué antes que uno de los peligros que la modernidad trae consigo es la mecanización, la subordinación a un proyecto ajeno al mundo interior del artista. Ello no está en contradicción con la tesis nietzscheana. Antes bien, obliga al artista a producir, mas no mecanizar su trabajo. Ello significa, por sobre cualquier otra consideración, establecer una relación concreta con su materia de trabajo: la palabra, la materia, el color, el sonido. Lo que he llamado una relación carnal con la palabra.
Esta relación es tan evidente cuando se da, que es imposible no percibirla. Hay una suerte de magnetismo —¿y no proviene el magnetismo de una relación precisamente magmática de la tierra vuelta lava?— que atrapa a quien se aproxima a esta obra. Es este magnetismo el que despierta las esculturas de Rodin, como el magnetismo, el magmatismo, de las pinturas de Renoir, que de forma tan profunda conmueven y sacuden el alma entera, sin mediación del intelecto. Si la producción de material estético es algo, es justamente eso: un poderoso sacudimiento del alma que, parafraseando a Heráclito, transforma tanto a quien está sobre la creación como quien está bajo ésta.
La producción de material artístico así descrita, cae dentro de la esfera de lo que Nietzsche llamó el Übermensch, y que abusivamente ha sido interpretado o descontextualizado de mil y un formas, al servicio de quien lo necesita, no al sentido real de lo que éste quiso decir: el Übermensch es esa clase de hombre que crea nuevos valores, que transforma los viejos en nuevos. Ése es el verdadero sentido de lo que Nietzsche llamó el más allá del hombre, y su labor: la transvaloración de todos los valores.
Sí, las de Nietzsche son palabras duras y severas. Siempre lo han sido. Por eso no es fácil escucharlas. No se complace en decirnos lo que queremos escuchar —si es que en realidad queremos escuchar algo— sino en lo que debemos escuchar. Y porque debemos escucharlas es que también debemos estar atentos a todo uso y abuso que se haga de ellas.
Al referirme a Nietzsche no estoy hablando, por supuesto, de una superioridad moral, o de un a priori que le dé al artista privilegios sólo por el hecho de ser lo que es o dice ser. Igual que en el caso del mensaje bíblico de Jesús, no todo el que diga Señor, Señor, no todo el que evoque a Nietzsche es un discípulo suyo. Se trata, entonces, de establecer una moralidad estética, antes que una moralidad a la estética. No ser artista: poeta, músico, pintor, narrador, lo que sea, para beneficiar a mi grupo de amigos y a mí y establecer círculos de influencia y poder, sino serlo para crear nuevos valores, nuevas escalas con que medir y con las cuales medirnos. Eso fue justamente lo que hizo que la poesía de Benn resultase tan atractiva al término de la Segunda Guerra Mundial, no obstante pesar sobre él una prohibición del gobierno aliado para publicar. Se trataba de un nuevo valor, de un nuevo parámetro para medir todo lo que surgiera a partir de entonces, y que permitió el resurgimiento de la poesía en un país que generó Auschwitz. ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, la célebre pregunta de Adorno, sólo encuentra respuesta no con argumentos morales-ideológicos ni con lagrimeos lastimeros, sino, justamente, con esta transvaloración, con esta Übermenschlichkeit benniana. ¡De allí la importancia que tienen su escritura y su pensamiento!
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